Estáis, señores, suDe de entregarse más bien a gozosas y placenteras charlas, a fin de soportar mejor los rigores de la Cuaresma, que está en puertas. Os contaré, pues, una alegre historia que aconteció no hace mucho tiempo en Milán.
Haré observar que en Milán, mi patria, hay innumerables conventos de frailes y de monjes de diversas órdenes, asi como monasterios de vírgenes consagradas a María; los hay de todas clases, de hombres y mujeres mendicantes; muchos de estos religiosos viven santamente en la práctica de las sagradas prescripciones; pero también existen algunos que son licenciosos, disolutos y deshonestos; llevan una vida escandalosa y en su mano sienta mejor la espada que el breviario.
Entre ellos había en un convento, que no nombraré, un hermano endemoniado que era tan aficionado a las mujeres que no tenía bastante con recorrer las casas de las cortesanas para gozar los placeres amorosos, y las hacía ir de noche a su celda para tenerlas a su lado hasta el alba.
Sucedió una vez que hizo venir una, con la que estuvo acostado toda la noche, corriendo gallardamente numerosas postas, — de modo que el tiempo transcurrió para él sin darse cuenta. Cuando al amanecer oyó sonar la campana, el hermano se levantó y dijo a la mujer: —Duerme, vida mía, mientras que yo voy al coro; volveré en cuanto termine el oficio.
Encendió una luz y abrió su armario, que contenía numerosas botellas y frascos, y tomó uno de ellos. Estaban en el mes de junio y hacía gran calor; el hermano, fatigado de los juegos amorosos, se encontraba sofocado. Se puso a lavarse las manos y el rostro con agua de un frasco y después lo encerró de nuevo en el armario, apagó la luz y salió de la celda, cerrando la puerta con llave.
La mujer contempló lo que hacía el hermano y percibió el olor de agua perfumada de rosa de que el fraile se había servido; sintió deseos de refrescarse ella también un poco y se levantó en la obscuridad; tomó un frasco imaginando que era de agua de rosas, cuando en realidad era de tinta, y comenzó a manos llenas a lavarse todo el rostro, el cuello, el pecho y los brazos, pensando refrescar su carne, de modo que se tiñó tan bien de negro que parecía un gran demonio del infierno. Después de frotarse concienzudamente tedas las partes de su cuerpo, guardó la botella en el armario, se volvió a acostar y no tardó en dormirse profundamente.
Concluidos los oficios el fraile abandonó el coro y con una candela en la mano volvió a su celda. Apenas abrió la puerta vio a la mujer que dormía en su lecho, pero contemplándola tan diferente de como ella era, imaginó que un diablo del infierno había venido a colocarse en su lugar en la cama.
Esta extraña aventura le causó tal terror, que echó a correr todo lo ligero que le permitían sus piernas hacia la iglesia, donde los frailes estaban todavía reunidos. Llegó allí todo tembleroso y se arrojó a los pies del superior del convento; pero su miedo era tan grande, que no sabía ni podía articular palabra. Anhelante y bañado en sudor frío, se esforzaba en vano por recobrar el aliento y decir algo. Todos los demás frailes, sorprendidos, se agruparon a su alrededor, mientras que el prior procuraba animarlo y le preguntaba lo que tenía. Al fin, habiendo conseguido recuperar un poco la calma, confesó su pecado, y llorando refirió cómo había introducido a la cortesana en su celda y cómo aquella se transformó en un demonio del infierno. El superior se puso la estola, hizo tomar la cruz y el agua bendita, y trasladóse con todos los monjes, procesionalmente, a la celda donde dormía la mujer. El aparato de antorchas encendidas, el ruido de las oraciones y salmodias despertaron a la cortesana y se incorporó en el lecho.
Viendo al monstruo greñudo porque llevaba el peinado deshecho — , los frailes tuvieron por cierto que era un espíritu diabólico. También ellos se sintieron poseídos de tal espanto que empezaron a huir, y el prior el primero, seguidos de los que llevaban la cruz y el agua bendita. La mujer, maravillada de tal acontecimiento, saltó fuera del lecho. Entonces, viéndose con la camisa manchada de negro, se asustó a su vez y echó a correr tras ellos. Los unos cayeron a tierra, los otros tiraron las antorchas, la cruz y el agua bendita. La cortesana, no pudiendo imaginar lo que aquello significaba, corría detrás de ellos en camisa, según se encontraba; y como había tenido con casi todos lances amorosos, llamaba a cada uno por su nombre. Tropezando con las antorchas que estaban en tierra, cayó, y al levantarse vio con asombro cómo iba desfigurada. Entonces comprendió que en vez de lavarse con agua se había embadurnado con tinta.
Por fin, tanto gritó y con tal fuerza, que reconocieron su voz, y ella les explicó de qué modo había ennegrecido con la tinta. Varios hermanos se aproximaron a ella y reconocieron su error.
Entonces se pusieron a lavarla y frotarla con jabón y agua fresca, hasta que quedó blanca como estaba antes.
Yo dejo a vuestro juicio sentenciar si este acontecimiento fue favorable o adverso para ella; y si la cortesana podía quejarse, pues después de haberla lavado, más de una docena de monjes se acostaron aquel día con ella.
—MATEO BANDELLO
Publicado en la revista "Flirt" de Madrid, 7 de diciembre de 1922 |