El señor Toscano vive en una callejuela apartada. Su cuarto es una buhardilla con tragaluz. En la buhardilla hay una mesa, una cama, un armario, un lavabo, dos o tres sillas y un estante de libros. En las paredes se ven cuatro o seis grabados antiguos.
El señor Toscano lleva unas gafas; usa una barba larga; su traje es pobre, pero se muestra siempre limpio. La camisa, de burda tela, destaca, todos los días, invariablemente, inmaculada.
— Señor Toscano — le preguntan alguna vez algunos espíritus simples —, ¿es verdad que usted ha sido muy rico?
El señor Toscano sonríe.
— ¡Ya lo creo! — contesta haciendo un aspaviento cómico —. Más rico, más rico que muchos que van por ahí en automóvil haciendo ruido...
En el año 1870 Toscano tenía catorce mil duros de renta. Su mujer era bonita e inteligente. El matrimonio contaba con dos hijos: un niño y una niña. Toscano gustaba del arte y de la naturaleza. La casa era sosegada. La vida transcurría para esta familia plácidamente. Con la regular renta que tenían, moraban en Madrid sin que nadie sospechara que podían gastar más, mucho más de lo que gastaban. No arrastraban coche, ni recibían más que a algunos amigos viejos de la familia. Las piezas de la casa estaban siempre limpias. Los muebles eran sencillos y cómodos. Un silencio admirable — paz para el espíritu — reinaba siempre en aquel hogar. Había en las pareces, no cuadros llamativos y medianos, sino grandes y hermosas fotografías de pinturas célebres, de paisajes y de antiguas catedrales. No sonaban timbres ruidosos. Los criados iban en silencio de una parte a otra. A las ocho de la mañana, antes de levantarse la familia, como por encanto, sin que se hubiera percibido ni el más leve barullo, ya estaba todo limpio y en orden. Las comidas eran sencillas y bien aliñadas. Blanqueaba nítido el mantel, y brillante era la frágil cristalería. Unas flores ponían su nota alegre sobre la blancura del mantel.
El señor Toscano y su familia pasaban unos meses en Madrid; luego desaparecían sin que nadie supiera nada. Iban modestamente a viajar por Europa.
Un día, en 1890, el 24 de febrero, un banquero de París hizo bancarrota. Casi toda la fortuna de Toscano se perdió en la quiebra. La mujer de Toscano comenzó a enfermar. Años después, el hijo de Toscano, oficial de Artillería, pereció en la guerra de Cuba. Dos años más tarde, el otro hijo, una linda muchacha, delicada e inteligente, se sintió un día enferma y murió cuatro días después, de una pulmonía rápida y violenta. La mujer de Toscano, abrumada, enloquecida por las calamidades que sobre la familia llovían, tuvo que ser llevada a una casa de salud. Dos años vivió en un perpetuo martirio. Al cabo de ellos, dejó este mundo.
En 1902 la antigua y considerable fortuna de Toscano había desaparecido casi por completo. De los catorce mil duros de renta, sólo le quedaban a Toscano veinte mensuales. Toscano se fue a vivir a la modesta buhardilla donde vive ahora.
El señor Toscano se levanta por la mañana a las ocho; no tiene ningún criado o asistenta; él mismo se arregla su habitación; él mismo se confecciona su pobre comida en una hornillita o anafe.
— No me importa ser pobre — dice Toscano —; no me importa llevar un traje usado y malo; me paso también sin otros muchos regalos y comodidades (yo que he dispuesto de todas); lo que defiendo con todas mis fuerzas es mi camisa limpia. No puedo pasar sin mi camisa limpia diaria; no puedo acostumbrarme a llevar una camisa tres días, a llevarla sucia o un poco ajada.
De los veinte duros mensuales de Toscano, ocho son destinados a la manutención; cuatro al alquiler del cuarto; los restantes a la renovación de la ropa, al lavado, a algunos gastillos extraordinarios. Siento por este viejecito pobre y con su camisa limpia una verdadera veneración. Nunca he oído brotar de sus labios una queja. Muchas veces lo encuentro en la Biblioteca Nacional o en el Museo del Prado.
— ¿Qué tal, señor Toscano? — le pregunto —. ¿Cómo va?
— Vamos pasando — dice él —. ¿Quién se puede comparar conmigo? Ya ve usted: la Biblioteca y el Museo son míos; tengo los mejores cuadros del mundo y dispongo de todos los libros que quiero. Además, poseo un magnífico parque para pasear: el Retiro.
Aunque lo encuentro algunos días en la Biblioteca Nacional, Toscano no lee mucho. Dice él que todos los libros dicen poco más o menos lo mismo, y que sólo hay unos pocos en que se ha hecho el resumen del espíritu humano y a los cuales hay que volver de cuando en cuando para refrescar y festejar el entendimiento.
En los días claros y buenos, el señor Toscano da grandes paseos; visita todos los parajes de Madrid; sale al campo; camina lentamente, observando las cosas durante horas y horas.
— Yo he viajado mucho — suele decirme —. Mi gusto sería ahora tener un sitio donde poder comunicar a unos pocos cerebros juveniles la experiencia que he recogido en el mundo. Pero para esto se necesitan títulos y diplomas que yo no tengo.
Todos los días del año son iguales para Toscano; todos los meses pasan del mismo modo. Arregla su cuartito; hace sus visitas al Museo y a la Biblioteca; da sus paseos. Siempre va pobre y limpio; siempre con su camisa blanca, inmaculada. Un día la portera de su casa no le verá bajar; después se sabrá que está enfermo. Días más tarde saldrá por el portal una caja sencilla y negra.
— No tengo remordimientos por nada, ni echo de menos nada — dice Toscano —. Moriré con la tranquilidad con que ahora vivo.
¿Dónde está el secreto de la paz espiritual, de la ecuanimidad, de la dicha? En la conformidad, en dejar que las cosas que no podemos remediar sigan su curso lento, inexorable y eterno.
España, (hombres y paisajes) 1920. Madrid. R. Caro Raggio. |