"Los tres reyes han salido de sus palacios. Los tres son viejecitos. El rey Melchor es alto, con una barba blanca, con sus ojos azules, con sus anteojos de oro. El rey Baltasar es bajo, un tantico encorvado, con un bigote largo y una perilla más larga todavía. El rey Gaspar no usa nada en la cara; va afeitado, pulcro, correcto, pero su nariz cae un poco en gancho sobre la boca, y en la comisura de sus labios hay algo como una sonrisa equívoca, inquietante, como una ironía vaga, desconsoladora. Yo os digo desde este instante, pequeños amigos míos, que no perdáis de vista a este viejecito....
Los tres reyes van caminando durante la noche por un camino largo; las estrellas brillan, serenas, rutilantes, en la bóveda negra; abajo, en la tierra, tal vez en la lejanía remota, se oye un grito perdido o se ve el resplandor incierto de una lucecita. Esta lucecita indica una ciudad. Los reyes han llegado ya a esta ciudad. Ya van a detenerse ante las casas; ya van a meter las manos en sus grandes arcaces; ya van a dejar en los balcones sus dádivas ansiadas. Pero los tres se detienen un momento antes de penetrar en la ciudad. Antes ya lo habréis oído contar-, estos reyes eran muy ricos y les ponían regalos a todos los niños de todas las casas, de todas las ciudades; pero el tiempo ha corrido mucho; las circunstancias han cambiado mucho para los reyes, y estos tres excelentes monarcas, a fuerza de prodigar sus dones, han venido a ver grandemente mermado su caudal. Quiero deciros que Gaspar, que Baltasar y que Melchor se ven todos los años en el terrible compromiso de no dejar sus recuerdos preciosos si no a tales o cuales niños que el azar les designa.
Los tres reyes se han detenido a las puertas de la ciudad. Melchor, el de la barba blanca y los ojos azules -no creáis a quien os lo pinta con la tez negra-, tiene delante de sí una gran arca, que él ha abierto para inspeccionar qué es lo que queda en ella. Baltasar, el de la perilla y el bigote -reíros de los que os lo representan de otro modo-, tiene también su arca, y en ella, con el mismo fin, ha hecho su recuento. Gaspar, pequeños amigos míos, no tiene arca, no tiene equipaje, no tiene ningún camello, ni caballo, ni asno en que llevar lo que ha de regalar a los niños, pero tiene una nariz un poco encorvada y unos labios que expresan una ironía suave, vaga, inquietadora.
Los tres reyes han hecho ya su arqueo y se disponen a entrar en la ciudad. Como van siendo ya pobres, ellos no llenan las cestas que hay en todos los balcones, si no que, según la comodidad o el capricho, dejan sus mercedes y regalos en unos -que son pocos- y pasan de largo ante otros -que son muchos-. He de deciros que, para que sean más los niños favorecidos, los tres reyes han convenido, no en donar los tres sus regalos a todos los niños elegidos, si no en que cada uno haga su donación a cada niño. Y así, de tarde en tarde, Melchor se para delante de una casa y abre su arcón; luego deja en la ventana su dádiva. Lo que este rey de la barba blanca regala se llama: Inteligencia. Al cabo de un largo rato, Baltasar se detiene ante otra casa y mete la mano en su tesoro; después pone su dádiva en la ventana. Lo que este rey del bigote y de la perilla dona tiene por nombre: Bondad.
Y solo este histórico rey Gaspar, este rey de la nariz picuda y de los labios apretados, sólo este rey pasa, y pasa, y pasa ante los balcones y no se detiene si no ante uno, o dos, o tres de cada ciudad. Y ¿qué es lo que hace entonces el rey Gaspar?. ¿Qué es lo que regala este rey?. ¿Por qué es tan sórdido, tan avaro, tan riguroso en sus regalos?. Todo el tesoro de este rey está en una diminuta caja de plata que él lleva en uno de los bolsillos de su levita -no olvidad que los reyes usan ahora levita-. Cuando Gaspar se detiene ante un balcón, allá, muy de tarde en tarde, él echa mano de su pequeña caja, la abre con cuidado y pone su donativo en el balcón. No es nada lo que ha puesto; es una cosa insignificante; es como humo que se disipa al menor viento; pero este niño favorecido con tal regalo gozará de él durante toda su vida y no se separarán de él ni la felicidad ni la alegría.
El rey Gaspar ha depositado ya su regalo. Sus ojos verdes -no os he dicho antes que eran verdes- brillan fosforescentes; su nariz parece que baja más sobre la boca, y en los labios se dibuja con más profundidad su ironía vaga. Acercaos, pequeños amigos míos; yo os quiero decir lo que el rey Gaspar lleva en su caja. Sobre la tapa, con letras diminutas, pone: Ilusiones. |