Vacié lentamente mi copita de licor, tomé la postura de un hombre fatigado por una comida copiosa y le pregunté al amigo con quien acababa de comer:
—Me telefoneará usted mañana por la mañana, ¿eh?
—Desde luego. A propósito: ¿cuál es el número de su teléfono?
—Ha hecho usted bien en preguntármelo: mi teléfono no está aún inscrito en el Anuario. Apúntelo: 54-26.
Mi amigo se sonrió desdeñosamente y dijo:
—No vale la pena; tengo buena memoria. ¿Qué número ha dicho usted?
-54-26.
-54-26... 54-26. No es difícil de retener. 54-26.
—No se le olvide, ¿eh?
— ¡Qué se me ha de olvidar! Es muy sencillo: 64 y 26.
—¡64, no; 54!
—¡Ah, sí! 54 y 26; la primera mitad es el duplo de la segunda.
—¡No, hombre! 26 por 2 es 52, no 54.
—¡Tiene usted razón! La primera mitad equivale a la segunda multiplicada por dos, más dos. ¡Es muy sencillo!
—Sí; pero en esa sencillez—objeté—hay un defecto. Con arreglo a ese sistema, puede usted creerse que el número de mi teléfono es, por ejemplo, el 26-12,
—¿Por qué?
—Porque multiplicando la segunda mitad por dos y añadiéndole dos obtiene usted la primera mitad.
—¡Diablo, es Verdad! Espere... ¿Qué número dice usted qué es?
-El 54-26.
—Muy bien. Por de pronto, hay que grabar bien en la memoria la segunda mitad y servirse de ella como punto de partida. La segunda mitad es 34, ¿no?
-¡26!
—¡Ah, sí, 26! Se trata de grabarla bien en la memoria. Pero ¿cómo?
Mi amigo se absorbió en una honda meditación.
—26 es el número de dedos que tienen los monos y los hombres, más 6. Este sumando es el que no sé cómo recordar.
— Es muy fácil—dije—. El 6 es el 9 invertido.
—Sí; pero el 9 también es el 6 invertido, y surge un nuevo problema: el de recordar si lo que hay que invertir es el 9 o el 6.
Yo también me absorbí en una honda meditación mnemotécnica, y no tardé en encontrar una solución, que me apresuré a proponerle a mi amigo: apuntar el 6 en el carnet.
—¡Hombre, para eso apuntaría el número entero! No vale la pena. Lo importante es recordar la segunda mitad, el 26... Verá usted, verá usted... Supongamos que tengo un billete de 25 rublos y un rublo en plata.
—¡Eso es muy complicado! Lo mejor sería... ¿Cuantos años tiene usted?
—Treinta y dos.
—¿Treinta y dos? ¡Muy bien! 26 es el número de sus años menos 6. ¡Eureka!
—¡Qué eureka ni qué niño muerto! Surge otra vez el 6, que no hay modo de recordarlo.
—Alguno habrá. Por ejemplo..., los cinco dedos de la mano y un rublo en el bolsillo...
—¡Hombre, eso es absurdo! Treinta y dos años, cinco dedos y un rublo... ¡Me armaría un lío! Hay que inventar algo más sencillo.
— Invéntelo usted—contesté, herido en mi amor propio.
—Bueno: déjeme pensar un poco...
Mi amigo frunció las cejas y se atenazó la barbilla con el pulgar y el índice de la mano derecha, como un hombre de Estado que trata de resolver una grave cuestión internacional.
—¿Cuál ha dicho usted que es el número de su teléfono?—preguntó, tras un largo silencio.
-El 54-26.
—Muy bien. Mi padre murió a los cincuenta y siete años, y mi hermana a los veintiuno. De modo que la primera mitad del número de su teléfono es la edad de mi difunto padre al hacer óbito, menos 3..., y la de mi hermana al exhalar el último suspiro, más...
—Deje usted en paz a los muertos. Se puede proceder de una manera más sencilla. La primera mitad del número de mi teléfono es 54, y la segunda 26. 6 y 4 suman 9; 2 y 6 suman 8.
—Bueno, ¿y qué?
—9 y 8 suman 17. El 1 y el 7 de 17 suman 8.
—No sé adonde va usted a parar.
La mirada severa que acompañó a estas palabras me turbó un poco.
—Ocho—proseguí—, no lo olvide usted, 8...; es decir, 5 y 3, o, si le parece a usted mejor, 4 y 4.
-¿Y qué?
—No me mire usted de ese modo... Me azora, me pone nervioso. Si no le gusta a usted este procedimiento, invente otro más ingenioso.
—Verá usted, verá usted... ¿En qué año estalló la guerra de Crimea?
-En 1854.
—Muy bien. 54 es la primera mitad del número de su teléfono. ¿Cuántos años duró la guerra de los Treinta años?
—Si no estoy trascordado, treinta.
—Muy bien. 30 menos 4, 26; es decir, la segunda mitad del número que nos ocupa. 30 menos 4. El 4 es lo que no sé cómo recordar...
—Es muy sencillo. Los dedos de una mano o de un pie...
—¡Si son cinco!... Los dedos de una mano o de un pie, previa la amputación del que juzgue usted menos preciso.
—¡Ah, se chancea usted!... Cuatro..., cuatro..., ¡las cuatro partes del mundo! Ya está todo arreglado: la guerra de Crimea y la guerra de los Treinta años menos las cuatro partes del mundo. ¡No puede ser más sencillo!
* * *
Tres días después me encontré al mnemonista en el foyer del teatro.
—¿Por qué no me telefoneó usted anteayer?—le pregunté con aspereza—. Me pasé todo el día en casa esperando...
—¡Hombre, tiene gracia!—contestó de muy mal talante—. ¡Soy yo el descalabrado y usted se pone la venda!
—¿Que es usted el descalabrado?
—¡Claro! ¡Se burló usted de mi! En vez de decirme el número de su teléfono me dijo usted el número del de su querida.
—¿...?
—No se haga usted el sorprendido, no. Llamé, pedi comunicación con el número 54-2, y cuando pregunté por usted me contestó, furiosa, una voz masculina: «¡Vayase usted al diablo! Y dígale a Ilia Ivanovich que si vuelve a poner los pies en esta casa y no rompe sus relaciones criminales con mi mujer, lo mato como a un perro.»
El mnemonista me lanzó una mirada severa y añadió:
—Cuando se tienen relaciones amorosas con mujeres casadas hay que ser más prudente.
— ¡Guárdese sus consejos—grité—, y explíqueme por qué razón pidió usted comunicación con el número 54-2, siendo el 54-26 el de mi teléfono!
—¿El 54-26? ¿Fue ese el número que me dijo usted?
-Sí; ¡el 54 26!, ¡¡el 54-26!!, ¡¡¡el 54-26!!!
—¡No puede ser!
—¡Cómo que no puede ser!
—Lo grabé muy bien en mi memoria... La guerra de Crimea (1854)...
—¿Y qué más?
— La guerra de los Siete años...
—¡De los Treinta años!
—¿De los Treinta?... ¡Ahora me lo explico todo! En vez de restar de 30 las cinco partes del mundo, las resté de 7.
—¿Las cinco partes del mundo? ¿No habíamos quedado en que eran cuatro?... Cuando se es tan desmemoriado se deben apuntar las cosas. Con su dichosa mnemónica me ha fastidiado usted.
-¿Yo?
—¡Claro! Por culpa de usted no podré volver a presentarme en la casa del teléfono 54-2.
En vez de lamentar su equivocación, mi amigo me dijo, mirándome con ojos catonianos:
—No sabía que era usted tan Tenorio... En la primera casa con que se pone uno en comunicación telefónica le descubre a usted una querida. Aplicando la teoría de las probabilidades, y teniendo en cuenta que en la capital hay cerca de sesenta mil teléfonos...
—Muchos de esos teléfonos—repliqué modestamente—pertenecen a Bancos, a oficinas, a casas de comercio.
—En todos esos sitios hay empleadas, y los amoríos son más fáciles en los establecimientos bancarios y comerciales que en el hogar doméstico.
La observación era atinadísima y, no encontrando ningún argumento de fuerza contra ella, callé. |