En una esquina, de una calle, esquiva y silente, de Sebastopol,dormita un tártaro. Ante él hay una cesta de hermosas naranjas, que parecen bolas de oro.
Reinan el bochorno, y el fastidio; pero el tártaro ni tiene calor ni,se aburre.
¿En qué piensa, de pie ante su cesta, ante su rublo y medio escaso de mercancía? Lo más probable es que no piense en nada. Es su dolce far niente un estado de perezosa languidez, casi pura vida vegetativa.
El tártaro dormita, y todo, es calma en torno. De tarde en tarde, pasa un transeúnte o sale de una casa una ociada soñolienta a comprar un parde naranjas.
Pero he aquí que se acerca al tártaro un hombre con traje azul y spmbrero de paja. Se advierte en su paso vacilante que está un poco borracho.
Se detiene ante la cesta y se queda mirando a las doradas frutas. Durante cerca de dos minutos, ni el tártaro ni él despegan los labios.
—¿Naranjas?—pregunta, por fin, el transeúnte.
—Sí, naranjas—contesta con indolencia el tártaro—. ¿Quiere usted un par?
—¿Tú eres tártaro?
—¡Claro! —responde el naranjero, como si todo hombre que se respeta debiera ser tártaro.
—Ya, ya...
Un largo silencio.
—Vosotros, los tártaros, no bebéis vodka, ¿eh?
—No; nunca. Nos está prohibido.
—¿Y por qué os está prohibido a vosotros y a nosotros no?—protesta el transeúnte.
—Porque nuestro libro santo es el Korán, y el Korán nos manda abstenernos de las bebidas espirituosas. ¡Beber vodka es un gran pecado!
—¡Tonterias! ¡Qué ha de ser pecado! Lo que ocurre es que no habéis entendido bien lo que dice el Korán. Dame el Korán y te demostraré que no hay tal prohibición.
El tártaro, herido en sus sentimientos religiosos, mira de alto a bajo al transeúnte y, tras una breve meditación, dice:
—No comprendo el placer de emborracharse... Se convierte uno en una bestia... Va y viene sin objeto, grita, canta... ¿Está eso bien?
—No está mal. ¿Por qué no cantar cuando a uno le rebosa la alegría en el corazón?
—Comprendo que se cante bien; pero los borrachos, cuando cantan, atormentan a quien los oye. Más que cantar, berrean.
—¿Y a mí qué me importan los que me oyen? Yo canto para mí, no para los demás. Si se aburren, que beban también, y se divertirán.
El tártaro medita de nuevo. Una expresión de triunfo no tarda en iluminar su semblante: ha encontrado un poderoso argumento contra el alcoholismo.
—Los borrachos—objeta—pueden caerse y dormirse en la calle.
—¿Y qué? ¡Descansan!
—Pero, mientras duermen, los ladrones pueden quitarles el dinero.
—¿El dinero? ¡Qué inocente eres! Cuando un hombre se cae y se duerme en la calle no lleva ya un copeck en el bolsillo. Si se cae y se duerme es porque se ha bebido todo el dinero que llevaba. Las excepciones son muy raras.
—Pero pueden quitarle las botas.
—¡Mejor! Así le ahorran el trabajo de quitárselas él.
El tártaro levanta los ojos al cielo, como si esperase encontrar un nuevo argumento en las alturas.
—Además—asevera—, el vodka es amargo.
—Lo hay dulce también. Hay vodkas para todos los gustos.
El tártaro no se da por vencido y replica:
—¡Pero si yo puedo pasarme sin él!
El argumento es digno de consideración; mas el apologista del vodka no se rinde.
—Un hombre que se respeta—dice—debe tener necesidades. Tener pocas necesidades es más de vacas que de hombres. Hay incluso animales a quienes les gusta la bebida, y tú, un ser humano, ¿la desdeñas?... ¡Qué vergüenza!
—Pero dime, con la mano sobre el corazón—arguye desesperado el tártaro—: el vodka ¿no es perjudicial para la salud? ¿El que no bebe no está más sano que el que bebe?
—Los bueyes están sanísimos, y, sin embargo, yo no quisiera ser un buey. Sólo se vive una vez, y hay que vivir alegremente. Algunos años más o menos no significan nada, muchacho.
—Sí; pero enfermar del hígado o del pecho no es muy divertido.
—¡Tonterías!... ¿Tú has leído las estadísticas?
—No sé qué es eso.
—Las cifras, los datos sobre la población, la salud pública, etcétera.
—No; no sé leer.
—Peor para ti. Vosotros, los analfabetos, ignoráis lo que es bueno y lo que es malo. Pues bien; según la estadística, cada ruso se bebe al año treinta litros de vodka. Treinta litros, ¿sabes?, ni uno más ni uno menos. Y todo buen ciudadano debe cumplir ese deber y beberse sus treinta litros. Tú también debes bebértelos, si no quieres perjudicar al Estado, para el que la venta del alcohol es una fuente de ingresos.
El tártaro, desconcertado, mira al transeúnte, en cuyo rostro hay claras señales de que cumple su deber, el del tártaro y el de algunos otros ciudadanos.
—Sí, en efecto—balbucea—; ignoramos muchas cosas...
—¡Pues hay que saberlas!—contesta en tono severo el transeúnte—. Es muy fácil decir: «Yo no sé nada». Lo difícil es ser un buen ciudadano. El que no bebe vodka es un quídam, amigo mío.
Y se aleja con un paso inseguro, del que debe de estar orgulloso, pues demuestra que no es un quídam.
* * *
Cuando se queda solo, el tártaro siente un tedio que nunca ha sentido y sacude la cabeza, como si quisiera ahuyentar las ideas que se agitan en ella.
—Quizá tenga razón ese hombre—se dice—. ¿Por qué no beber una copilla? Eso no le hace daño a nadie y le pone a uno de buen humor. Todo el mundo tiene derecho a divertirse un poco. Un poco nada más. No es ningún crimen que uno trate de ahogar su tristeza en una copilla, ¡qué demonio!... No treinta litros, como dice ese; pero... Puesto que todos beben...
Y, cogiendo su cesta, se encamina con paso resuelto a una taberna del puerto llamada «El descanso del marino». |