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Jane Austen

"Orgullo y prejuicio"

Capítulo 22

Biografía de Jane Austen en AlbaLearning

 
 

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Música: Brahms - Three Violín Sonatas - Sonata N 3 - Op. 108
 

Orgullo y prejuicio

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Los Bennet fueron invitados a comer con los Lucas, y de nuevo la señorita Lucas tuvo la amabilidad de escuchar a Collins durante la mayor parte del día. Elizabeth aprovechó la primera oportunidad para darle las gracias.

––Esto le pone de buen humor. Te estoy más agradecida de lo que puedas imaginar ––le dijo.

Charlotte le aseguró que se alegraba de poder hacer algo por ella, y que eso le compensaba el pequeño sacrificio que le suponía dedicarle su tiempo. Era muy amable de su parte, pero la amabilidad de Charlotte iba más lejos de lo que Elizabeth podía sospechar: su objetivo no era otro que evitar que Collins le volviese a dirigir sus cumplidos a su amiga, atrayéndolos para sí misma. Éste era el plan de Charlotte, y las apariencias le fueron tan favorables que al separarse por la noche casi habría podido dar por descontado el éxito, si Collins no tuviese que irse tan pronto de Hertfordshire. Pero al concebir esta duda, no hacía justicia al fogoso e independiente carácter de Collins; a la mañana siguiente se escapó de Longbourn con admirable sigilo y corrió a casa de los Lucas para rendirse a sus pies. Quiso ocultar su salida a sus primas porque si le hubiesen visto habrían descubierto su intención, y no quería publicarlo hasta estar seguro del éxito; aunque se sentía casi seguro del mismo, pues Charlotte le había animado lo bastante, pero desde su aventura del miércoles estaba un poco falto de confianza. No obstante, recibió una acogida muy halagüeña. La señorita Lucas le vio llegar desde una ventana, y al instante salió al camino para encontrarse con él como de casualidad. Pero poco podía ella imaginarse cuánto amor y cuánta elocuencia le esperaban.

En el corto espacio de tiempo que dejaron los interminables discursos de Collins, todo quedó arreglado entre ambos con mutua satisfacción. Al entrar en la casa, Collins le suplicó con el corazón que señalase el día en que iba a hacerle el más feliz de los hombres; y aunque semejante solicitud debía ser aplazada de momento, la dama no deseaba jugar con su felicidad. La estupidez con que la naturaleza la había dotado privaba a su cortejo de los encantos que pueden inclinar a una mujer a prolongarlo; a la señorita Lucas, que lo había aceptado solamente por el puro y desinteresado deseo de casarse, no le importaba lo pronto que este acontecimiento habría de realizarse.

Se lo comunicaron rápidamente a sir William y a lady Lucas para que les dieran su consentimiento, que fue otorgado con la mayor presteza y alegría. La situación de Collins le convertía en un partido muy apetecible para su hija, a quien no podían legar más que una escasa fortuna, y las perspectivas de un futuro bienestar eran demasiado tentadoras. Lady Lucas se puso a calcular seguidamente y con más interés que nunca cuántos años más podría vivir el señor Bennet, y sir William expresó su opinión de que cuando Collins fuese dueño de Longbourn sería muy conveniente que él y su mujer hiciesen su aparición en St. James. Total que toda la familia se regocijó muchísimo por la noticia. Las hijas menores tenían la esperanza de ser presentadas en sociedad un año o dos antes de lo que lo habrían hecho de no ser por esta circunstancia. Los hijos se vieron libres del temor de que Charlotte se quedase soltera. Charlotte estaba tranquila. Había ganado la partida y tenía tiempo para considerarlo. Sus reflexiones eran en general satisfactorias. A decir verdad, Collins no era ni inteligente ni simpático, su compañía era pesada y su cariño por ella debía de ser imaginario. Pero, al fin y al cabo, sería su marido. A pesar de que Charlotte no tenía una gran opinión de los hombres ni del matrimonio, siempre lo había ambicionado porque era la única colocación honrosa para una joven bien educada y de fortuna escasa, y, aunque no se pudiese asegurar que fuese una fuente de felicidad, siempre sería el más grato recurso contra la necesidad. Este recurso era lo que acababa de conseguir, ya que a los veintisiete años de edad, sin haber sido nunca bonita, era una verdadera suerte para ella. Lo menos agradable de todo era la sorpresa que se llevaría Elizabeth Bennet, cuya amistad valoraba más que la de cualquier otra persona. Elizabeth se quedaría boquiabierta y probablemente no lo aprobaría; y, aunque la decisión ya estaba tomada, la desaprobación de Elizabeth le iba a doler mucho. Resolvió comunicárselo ella misma, por lo que recomendó a Collins, cuando regresó a Longbourn a comer, que no dijese nada de lo sucedido. Naturalmente, él le prometió como era debido que guardaría el secreto; pero su trabajo le costó, porque la curiosidad que había despertado su larga ausencia estalló a su regreso en preguntas tan directas que se necesitaba mucha destreza para evadirlas; por otra parte, representaba para Collins una verdadera abnegación, pues estaba impaciente por pregonar a los cuatro vientos su éxito amoroso.

Al día siguiente tenía que marcharse, pero como había de ponerse de camino demasiado temprano para poder ver a algún miembro de la familia, la ceremonia de la despedida tuvo lugar en el momento en que las señoras fueron a acostarse. La señora Bennet, con gran cortesía y cordialidad, le dijo que se alegraría mucho de verle en Longbourn de nuevo cuando sus demás compromisos le permitieran visitarles.

––Mi querida señora ––repuso Collins––, agradezco particularmente esta invitación porque deseaba mucho recibirla; tenga la seguridad de que la aprovecharé lo antes posible.

Todos se quedaron asombrados, y el señor Bennet, que de ningún modo deseaba tan rápido regreso, se apresuró a decir:

––Pero, ¿no hay peligro de que lady Catherine lo desapruebe esta vez? Vale más que sea negligente con sus parientes que corra el riesgo de ofender a su patrona.

––Querido señor ––respondió Collins––, le quedo muy reconocido por esta amistosa advertencia, y puede usted contar con que no daré un solo paso que no esté autorizado por Su Señoría.

––Todas las precauciones son pocas. Arriésguese a cualquier cosa menos a incomodarla, y si cree usted que pueden dar lugar a ello sus visitas a nuestra casa, cosa que considero más que posible, quédese tranquilamente en la suya y consuélese pensando que nosotros no nos ofenderemos.

––Créame, mi querido señor, mi gratitud aumenta con sus afectuosos consejos, por lo que le prevengo que en breve recibirá una carta de agradecimiento por lo mismo y por todas las otras pruebas de consideración que usted me ha dado durante mi permanencia en Hertfordshire. En cuanto a mis hermosas primas, aunque mi ausencia no ha de ser tan larga como para que haya necesidad de hacerlo, me tomaré la libertad de desearles salud y felicidad, sin exceptuar a mi prima Elizabeth.

Después de los cumplidos de rigor, las señoras se retiraron. Todas estaban igualmente sorprendidas al ver que pensaba volver pronto. La señora Bennet quería atribuirlo a que se proponía dirigirse a una de sus hijas menores, por lo que determinó convencer a Mary para que lo aceptase. Esta, en efecto, apreciaba a Collins más que las otras; encontraba en sus reflexiones una solidez que a menudo la deslumbraba, y aunque de ningún modo le juzgaba tan inteligente como ella, creía que si se le animaba a leer y a aprovechar un ejemplo como el suyo, podría llegar a ser un compañero muy agradable. Pero a la mañana siguiente todo el plan se quedó en agua de borrajas, pues la señorita Lucas vino a visitarles justo después del almuerzo y en una conversación privada con Elizabeth le relató el suceso del día anterior.

A Elizabeth ya se le había ocurrido uno o dos días antes la posibilidad de que Collins se creyese enamorado de su amiga, pero que Charlotte le alentase le parecía tan imposible como que ella misma lo hiciese. Su asombro, por consiguiente, fue tan grande que sobrepasó todos los límites del decoro y no pudo reprimir gritarle:

––¡Comprometida con el señor Collins! ¿Cómo es posible, Charlotte?

Charlotte había contado la historia con mucha serenidad, pero ahora se sentía momentáneamente confusa por haber recibido un reproche tan directo; aunque era lo que se había esperado. Pero se recuperó pronto y dijo con calma:

––¿De qué te sorprendes, Elizabeth? ¿Te parece increíble que el señor Collins haya sido capaz de procurar la estimación de una mujer por el hecho de no haber sido afortunado contigo?

Pero, entretanto, Elizabeth había recuperado la calma, y haciendo un enorme esfuerzo fue capaz de asegurarle con suficiente firmeza que le encantaba la idea de su parentesco y que le deseaba toda la felicidad del mundo.

––Sé lo que sientes ––repuso Charlotte––. Tienes que estar sorprendida, sorprendidísima, haciendo tan poco que el señor Collins deseaba casarse contigo. Pero cuando hayas tenido tiempo de pensarlo bien, espero que comprenderás lo que he hecho. Sabes que no soy romántica. Nunca lo he sido. No busco más que un hogar confortable, y teniendo en cuenta el carácter de Collins, sus relaciones y su posición, estoy convencida de que tengo tantas probabilidades de ser feliz con él, como las que puede tener la mayoría de la gente que se casa.

Elizabeth le contestó dulcemente:

––Es indudable.

Y después de una pausa algo embarazosa, fueron a reunirse con el resto de la familia. Charlotte se marchó en seguida y Elizabeth se quedó meditando lo que acababa de escuchar. Tardó mucho en hacerse a la idea de un casamiento tan disparatado. Lo raro que resultaba que Collins hubiese hecho dos proposiciones de matrimonio en tres días, no era nada en comparación con el hecho de que hubiese sido aceptado. Siempre creyó que las teorías de Charlotte sobre el matrimonio no eran exactamente como las suyas, pero nunca supuso que al ponerlas en práctica sacrificase sus mejores sentimientos a cosas mundanas. Y al dolor que le causaba ver cómo su amiga se había desacreditado y había perdido mucha de la estima que le tenía, se añadía el penoso convencimiento de que le sería imposible ser feliz con la suerte que había elegido.

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