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Augusto Ferrán y Forniés

"El puñal"

Biografía de Augusto Ferrán y Forniés en Wikipedia

 
 
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El puñal
 

En la parte occidental del reino de Aragón, se eleva y corre de Noroeste a Sudeste la gran sierra de Moncayo. Su frente oriental se extiende hasta el caudaloso Ebro bajando en hermosos valles y levantadas colinas, cuyas faldas están pobladas de pequeños y pobres lugarcillos, entre los que se cuentan Vera, Trasmoz, Alcalá, Añón y Litago.

De todos los valles que descienden de la montaña, es el más dilatado y a la par el más ameno y pintoresco, el llamado desde tiempo inmemorial valle de Veruela, que dista como unas dos leguas de la ciudad de Tarazona, y otras dos, por Oriente, de Borja.

En la mitad casi del valle, y a un cuarto de hora de Vera, se eleva un suntuoso monasterio, todo cercado de altos muros almenados y de fuertes torreones, cuya fundación se remonta al año 1140, y cuyos restos, medio derruidos y descuidados, por más que se cuenten entre los monumentos artísticos de España, muestran todavía con sus espaciosos salones y celdas, con su magnífico claustro gótico, su grandiosa iglesia, sus sepulcros de piedra y su palacio abadengo, las riquezas que su ilustre fundador debió emplear en su construcción, y la importancia y poder de este convento en tiempos remotos.

Hace ya algunos años, durante mi corta estancia en Vera, solía bajar la mayor parte de las tardes al monasterio, donde permanecía hasta el anochecer, contemplando aquellas murallas solitarias y ennegrecidas por el tiempo, que parecen estar mirando eternamente las faldas empinadas y cubiertas de nieve brillante del alegre Moncayo.

Una tarde me estaba paseando por las alamedas que circundan el monasterio, cuando de pronto oí una voz que me gritaba:

-Señorito, ¿me quiere V. dar un poco de tabaco?

Volví la cabeza y vi a un pobre viejo que venía hacia mí.

-V. me dispensará -me dijo- pero he salido esta mañana tan temprano de casa, que se me ha concluido el tabaco, y como uno es tan vicioso...

-Tenga V., buen hombre -le contesté, interrumpiéndole y dándole mi petaca- fume V. hasta que se acabe.

El viejo se puso a envolver un cigarrito, y mientras tanto me dijo:

-Me he tomado esta libertad, porque ya le he visto a V. en estos sitios una porción de tardes, y por cierto que me ha extrañado siempre el que esté V. las horas muertas paseando alrededor del convento tan solo. Más le valdría traer la escopeta y podría matar alguna buena torda, ahora que es el tiempo.

-Mal lugar es este para disparar tiros -le dije, ofreciéndole una caja de fósforos-; dejemos dormir en paz y sin ruido a los que están enterrados ahí dentro.

-Tiene V. razón -prosiguió el viejo, mirando con tristeza hacia el convento-; ni a los muertos se les debe molestar, porque si no la muerte no sería el descanso, como se suele decir. ¡Y a algunos de los que están ahí sepultados les hará falta tanta quietud! Mire V., a dos o tres varas de aquel torreón, dicen que yace uno que nunca hallará reposo, porque no está enterrado en tierra sagrada: siempre que paso por aquí rezo un Padrenuestro por su alma.

-¿Y cómo está enterrado fuera del convento? -pregunté al viejo.

-¡Ah! Es una historia muy larga.

-¿Una historia?... Pues cuéntemela V. si no está de prisa.

-Ya que V. se empeña, la contaré, si en cambio me deja fumar otro cigarrito.

-Y cuantos V. quiera -le contesté con curiosidad.

El buen viejo lió otro cigarro, y después de habernos sentado uno en frente de otro a la sombra de un árbol, me contó la siguiente historia:

«Hace, según dicen, cerca de siete siglos, que vivía en Borja un príncipe llamado D. Pedro Aterés, señor de Borja y de cuantos pueblos hay en este contorno, y pariente muy cercano de Don Alonso, rey de Aragón y Navarra. Este ilustre príncipe se había retirado a aquella ciudad, desde donde miraba las fatigas y peligros de que se había librado en el mar de la corte, para entregarse en su retiro al ejercicio de las virtudes y al cuidado de su alma y de su familia. De tiempo en tiempo, como para distraer su espíritu, solía ejercitar su cuerpo en peligrosas cacerías.

D. Pedro salió un día de Borja con sus criados y monteros a dar batida a las fieras por las risueñas faldas del Moncayo. Se pasó la mañana sin que se presentase ni venado ni jabalí, por lo cual dispuso que se diera a la tarde otra batida por el valle de Veruela. Mas apenas los criados habían empezado a batir el monte, cuando el cielo se cubrió de nubes, levantándose en seguida la más horrorosa tempestad. Disponíase la comitiva a marchar a Borja, cuando de repente cruzó el camino un jabalí seguido de algunos perros que se habían atravesado. El príncipe, sin pensar en el peligro a que se exponía, dio espuelas al caballo, y corrió con tanta velocidad tras la fiera, que al poco tiempo, lejos ya de sus criados, se vio perdido en lo más espeso del bosque. Llegó la noche, y la horrible tempestad, los truenos espantosos y los vientos desatados, infundieron pavor en el alma de don Pedro, que se encomendó a María Santísima, pidiéndole socorro en medio de su cruel angustia.

A los pocos momentos se calmó la tormenta, y entre refulgentes luces se le apareció la Virgen, que le dijo:

«Es mi voluntad que edifiques aquí un monasterio para honor y gloria mía.»

El príncipe salió sano y salvo del bosque, y algunos días después mandó que se principiara a edificar este santo monasterio.

Entre la multitud de obreros que fueron llamados de otros reinos y hasta de Francia, vino un herrero que es el héroe de esta historia.

Juan estaba de oficial mayor, y era muy querido de todos sus compañeros, tanto por su carácter bondadoso, como porque trabajaba mejor que ninguno. Nadie sabía de dónde había venido, ni quiénes eran sus padres, y esto no se pudo averiguar nunca.

Juan huía de las diversiones de sus compañeros, y en lugar de ir los domingos con ellos, solía marcharse solo por los bosques, donde permanecía hasta muy tarde. Todos interpretaban a su manera la causa de tan extraña tristeza: unos decían que estaba pálido y triste porque se veía sin padres, aislado en el mundo; otros, que le atormentaba el sentir que había nacido para algo más que un simple herrero. Mas sabe Dios qué pena oculta llevaba Juan en su corazón; quizá la causa la ignoraba él mismo, y quizá su tristeza fuera como un presentimiento de su desastroso fin. Privilegio que tiene a veces el pesar que se siente antes de venir, cuando ya ha llegado y después que se ha ido. ¡Así es el mundo: mucho y bueno, nunca; y mucho malo, siempre!

Juan aspiraba sin duda a algo que no tenía, deseaba una cosa que ni él mismo sabía cómo se llamaba ni dónde la podría encontrar. El trabajo continuo cansaba su cuerpo; pero lo que había dentro de él, su alma, estaba ociosa y deseando emplear sus fuerzas en algo que la ocupara y calmara su fogoso ardor. Así como con la mano doblegaba el duro hierro y le daba cuantas formas quería, lo mismo anhelaba vencer con el alma obstáculos imaginarios que nunca se le ofrecían. Y de esta lucha interior, de este malestar continuo, tal vez nacían su tristeza y la palidez que cubría su rostro.

Su adverso destino le proporcionó una ocasión de emplear las fuerzas de su alma, y al mismo tiempo le enseñó, aunque cuando ya no había remedio, que es más fácil al hombre ser dueño de su cuerpo que dirigir y contener los impulsos que agitan su interior.

Vivía por entonces en Trasmoz, pueblecito que dista una media legua del monasterio, un judío muy rico, que tenía una hija de singular hermosura, reputada como la más bella y a la par como la más orgullosa de toda la comarca.

Juan la vio y se enamoró apasionadamente de ella.

La misma distancia que le separaba de la judía, la muralla insuperable que se levantaba entre ambos, nada fue bastante a contener el arrebato del pobre joven; por el contrario, tantas dificultades invencibles reunidas avivaron más y más el ardor que devoraba su alma.

Sin pensar en el fin que pudiera tener un amor tan imposible, en que sus quimeras no llegarían jamás a la realidad y en que su locura sería incurable si no ponía remedio a tiempo, se entregó de lleno a aquella pasión ardiente, inmensa, estragadora, olvidándose de cuanto le rodeaba, de su vida pasada, de su trabajo, de sus compañeros y de su propia existencia.

Un pensamiento fijo, un deseo incesante y devorador le atormentaba día y noche, de vencer a toda costa el orgullo y altivez de la hermosa judía, y de llegar a hacerse dueño de ella, fuera como fuera.

Con tan locas esperanzas pasaba Juan los días tristes y sombríos del invierno, cuando se divulgó la noticia de que la judía iba a casarse con un comerciante muy rico de Francia, y de que su casamiento debía efectuarse dentro de pocos meses.

Esta nueva fue para el pobre herrero un golpe mortal.

Después de haber sacrificado a aquella mujer su reposo, su porvenir, su vida entera, ¿cómo consentir en que otro le arrebatara la dicha que él creía cada vez más próxima? En cambio de tantos tormentos ocultos, de tantas lágrimas vertidas en sus noches de insomnio, no había conseguido aun ni oír la voz de aquella por quien vivía; y ahora tendría que sufrir en silencio que otro viniera a escuchar palabras de amor de tan queridos labios.

Su locura llegó al colmo, y desde entonces no pensó más que en hallar una ocasión de hablar con su amante. Mas los días se pasaban sin que pudiera conseguir su objeto; y por fin se resolvió a escribirle una carta en que le abría su corazón, diciéndole que no había de ser de nadie sino suya.

La judía entregó a su padre la carta, sin abrirla siquiera, y éste, enojado con tamaño atrevimiento, dio parte al encargado de las obras del monasterio, de cuyas resultas Juan fue expulsado de los talleres. Sus compañeros huyeron de él, y desde entonces le tuvieron por loco, y más aún, por poseído del diablo, pues que se atrevía a amar a una judía.

Desde aquel momento principió para Juan una vida horrible, insoportable, de tormentos y de sinsabores. Pasaba los días vagando alrededor de Trasmoz, adonde le atraía como una fuerza irresistible.

Por la noche a duras penas encontraba un albergue: nadie le quería recibir en su casa, y todos rechazaban a un hombre poseído del diablo.

En medio de sus tribulaciones, con la idea siempre fija de aquel funesto amor, recogió, por decirlo así, todas las fuerzas de su alma, y se puso a meditar día y noche en su situación horrenda. Su razón extraviada le decía que era preciso poner término a tanto martirio. Pero siempre, en medio de sus sombríos pensamientos, se le aparecía la imagen de la mujer que era causa de su perdición. A veces se le figuraba que el mundo estaba desierto y que sólo había en él dos seres, él y la judía: él desgraciado y maldito, ella doblemente feliz, porque le había robado su propia felicidad. Uno de los dos estaba de más sobre la tierra, y debía ser ella por lo mismo que era feliz.

Largos días, largas noches dio vueltas en su imaginación exaltada a tan sombríos pensamientos, y poco a poco llegó a resolver que la pérfida mujer debía morir, y que él mismo debía matarla para vengar en un momento todo el mal que le había hecho en tantos días.

Y en cuanto hubo tomado tan funesta resolución, quiso poner en planta cuanto antes sus proyectos.

Una noche se dirigió hacia los talleres que los obreros habían ya abandonado, penetró en uno de ellos, y puso manos a la obra. Avivó el rescoldo que quedaba en la fragua, cogió un pedazo de hierro y otro de acero, y en menos de una hora forjó un puñal.

¡Hora tremenda para Juan, durante la cual cada golpe que daba en la bigornia debía encontrar eco en su corazón! ¡Hora funesta en que, iluminado por los pálidos reflejos de la fragua, se veía obligado a hacer con sus manos el instrumento de salvación que su alma no había podido proporcionarle!

Concluido su trabajo, salió del taller y anduvo toda la noche vagando por el bosque que rodeaba a Trasmoz.

Algunos días se pasaron. Juan contemplaba a menudo con cariño el puñal, como la única esperanza que le quedaba en el mundo, como el único remedio a sus males.

Por la noche, al recostar su cabeza sobre la dura piedra, sacaba el puñal que siempre llevaba oculto en el pecho, lo miraba largo rato, y le decía:

-Te he hecho de prisa, y tu temple no es bueno; pero descuida, yo te templaré en su sangre...

Y lo volvía a guardar.

Por la mañana, al despertarse, contemplaba de nuevo el arma fatal, y le decía:

-Ya es de día, despierta. Si tienes sed, hoy beberás.

Se puede decir que Juan se había identificado con el puñal: era su amigo, su hermano, su todo, porque en él veía su salvación a la par que su venganza.

Su imaginación arrebatada daba vida a aquel pedazo de hierro que él mismo destinaba para causar la muerte.

Desde entonces estuvo acechando una ocasión de hallarse a solas con la judía. Mas todo fue inútil; ni en las alamedas, ni en el pueblo, ni en ninguna parte la pudo encontrar, por más que de continuo la buscaba.

No pudiendo ya soportar por más tiempo su vida angustiosa, sacó una noche el puñal y le dijo con voz segura: ¡mañana!

Al día siguiente se fue a Trasmoz y se escondió derruida que estaba a corta distancia de la habitación de la judía. Si ésta llegaba a salir, su muerte era segura.

Todo el día permaneció Juan mirando de hito en hito hacia la puerta fatal, y la puerta no se abrió en todo el día.

¡Día de zozobra y de angustia, peor mil veces que la muerte! De cuando en cuando metía la mano en el pecho, tocaba el puñal frío, y al tocarlo todo su cuerpo se estremecía, toda su sangre se helaba.

Aquella sensación no la había experimentado hasta entonces, y él mismo no sabía lo que sucedía en su interior.

Llegó la noche; las horas se pasaron y a nadie vio.

Juan se dirigió por fin hacia la casa del judío, miró al balcón y le pareció que estaba abierto.

Se fue subiendo por una reja que caía debajo y penetró en la habitación.

Nada se oía en la oscuridad.

A tientas fue andando por la estancia y no encontró ningún mueble.

Atravesó un corredor, entró en otras habitaciones y nada halló.

Después de largo rato llegó a una puerta cerrada e intentó abrirla.

Al ruido se oyeron gritos de ¡socorro! ¡ladrones!

Juan empujó con más fuerza la puerta, que por fin se abrió.

Su espanto fue grande cuando a la débil luz de un candil vio a la dueña de la judía arrodillada y temblando de miedo.

-¡Y ella... y tu ama! -le preguntó Juan con voz de trueno cogiéndola del brazo.

La pobre vieja no podía pronunciar ni una palabra.

-¡Y la judía! -añadió Juan sacando el puñal.

La vieja dijo temblando:

-No me hagáis daño y os diré todo. Hace ya una semana que se han marchado a Francia, y hoy se debe haber casado ella... Se lo han llevado todo...

Y enmudeció al ver el semblante pálido y feroz del herrero.

En efecto, al oír aquellas palabras, Juan se inmutó de tal modo, que su aspecto infundía pavor y espanto.

Todo su cuerpo se estremecía con violencia; sus ojmisterio, leyendasos se querían salir de sus órbitas, sus cabellos estaban erizados y su mano apretaba convulsivamente el puñal.

Se lo llevó hasta cerca de los ojos, y dijo con acento horroroso:

-Tienes sed, hoy beberás: ahora veo que el mejor modo de vengarme es este...

Y con mano segura se clavó el puñal en el pecho, y cayó sin vida.

La sangre salió un momento a borbotones, pero según cuentan, ni una gota se vertió en el suelo, y el puñal sediento se la tragó toda.

Al cadáver de Juan no se le quiso dar sepultura en tierra sagrada, y fue enterrado cerca de aquel torreón, con el puñal dentro de la herida.

La judía no llegó a sospechar en su vida que tal hombre hubiera existido.

Ignoro cómo mi padre sabía tan detalladamente esta historia: él me la contó por verdadera».

El viejo se levantó y me dijo que se le hacía tarde.

Al despedirme de él, saqué la petaca y le dije:

-Buen hombre, guárdela V. como un recuerdo, y así, al pasar cerca del monasterio, se acordará del pobre Juan y de mí.

Y al poco rato nos separamos.

Madrid, La España Moderna, (1893)

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