En las tejavanas de los templos de tiniebla y agua, alzados en zancos de pirámides, tejavanas de madera coloridas al final de escalinatas que caían como cascadas de cantos rodados ; en los dinteles de las fortalezas de muros de granizo petrificado; en los quicios de la casas de todos los días y todas las noches, construidas con troncos de árboles sobre colinas siempre verdes, amanecían con la luna nueva tablillas cubiertas de símbolos y signos pintados para el canto y el baile, y depositadas allí, antes del alba, anónimamente, por los Mascadores de Luna que llegaban de los bosques, sin dar la cara, sin dejar huellas, urgidos, cautelosos, arropados en ligero ripio de neblina.
Distribuidas las tablillas, poemas para cantar y bailar, que apenas eran fragmentos de la estera de palabras sin precio himnos a los dioses en los templos, cantos de guerra en las fortalezas, canciones floridas en las casas, los Mascadores de Luna se perdían entre la muchedumbre por los mercados, los juegos de pelota, las escuelas de tierra blanca, o se ocultaban en las afueras de la ciudad a comer luna helada, luna creciente, luna que de pronto no les cabía más en la boca ni en los ojos, por ser ya la primera noche de plenilunio.
Esa noche, desde uno de los templos de tiniebla y agua, tiniebla vegetal y agua de oro plenilunar, desde una de las fortalezas de granizo petrificado y torres de dientes rojiamarillos por el fulgor de los blandones de ocote, desde una de las casas construidas sobre colinas verdes, desgranaría la mazorca de maíz el himno sacro, salpicaría sangre de batalla la arenga guerrera, deshojaría flores de dicha el madrigal, en las voces de los que cantaban para coronar, con las tablillas escogidas, de maíz, sangre y amor aquella lunación poética.
Si la voz subía de uno de los templos alzados sobre zancos de pirámides, el Mascador de Luna, autor de la tablilla que cantaban, vestía de fiesta de maíz, se presentaba a los sacerdotes, astros de plumas asomados a las estructuras geométricas, y recibía de sus labios, entre pompas rituales, el nombre de consanguíneo de los Dioses, y de sus manos enguantadas en mazorcas de perlas, el collar de agua inmóvil, trenza de cristal de roca que ornaría su cuello de agujas refulgentes:
Si la voz subía de una de las fortalezas de granizo petrificado, el Mascador de Luna, autor del canto de guerra escogido para entonarlo en las atalayas aquella noche de luna grande, vestía luz de planeta joven, se presentaba a los guerreros, huracanes de plumas de quetzal, y recibía de sus labios, entre retumbar de atabales, el nombre de Flechador de Cantos de Guerra, y de sus manos teñidas de sangre de pitahaya, el dardo de la noche adamantina.
Pero, dónde encontrar el mando nacido de copales hablantes, de palabras que pegan las cosas...
Debe llevarlo, mandatario de arcoiris, el Mascador de Luna que oyó cantar su tablilla en una de las casas de todos los días y todas las noches, construidas sobre colinas verdes. Allí, entre frutas de carne dulce, azote de chupamieles, humo de barrer sueños, cacaos sanguinarios, pájaros en jaulas y polvo de tabaco, Señor del Espejo que Cambia, y le entregarían Eminentes de Cabelleras de Colas de Alacrán, asida de las alas nerviosas, una paloma de plumón de espuma.
Lunaciones de los meses sin lluvia. Poesía pintada para cantar y bailar. Cada lunación abarcaba desde el jeme de gracia de la luna tierna, hasta la primera noche de la luna grande, más grande en el espejo de un lago inmóvil y profundo, en el doble plenilunio de cielo y agua que repetían con las lenguas de sus ecos, los nombres de los Mascadores de Luna, cuyos poemas cantados aderezaban el silencio de la noche divina.
Medianoche plenilunar. Las tablillas que no se cantaban servían para encender el fuego de los murciélagos, fuego que convertía en ceniza fugaz los poemas rechazados por visibles invisibles agoreros reunidos en un baño de leche blanca, y, mientras consumíanse maderas, pinturas, jeroglíficos, entre llamas de colores y oros de miniaturistas, los Mascadores de Luna que no habían conseguido en esa lunación poética, la faz de Consanguíneos de los Dioses, la faz de Flechadores de Cantos de Guerra, la faz de Señores del Espejo que Cambia, internábanse en los bosques a componer nuevos cantos, y a pintar nuevas tablillas con sangre sonora de pájaros gorjeantes, cascabeles de burbujas de agua, resinas mágicas, tierras de colores y polvo de piedras imantadoras pensamientos con música, uso abusando del amarillo-maíz en sus himnos religiosos, del rojo-sangre era sus canciones guerreras, del verde-tierra y el azul-cielo en sus cantares amorosos, entre el cielo y la tierra el amor cabía entero, y no volvían a las ciudades ceremoniales, sino pasado el interludio, con poemas recién pintados, fragmentos frescos de la estera de palabras sin precio, más larga que la vida de todos los hombres, de todos los pueblos, tejida con la lengua de las pequeñas gentes y las grandes tribus, las sedentarias y las trashumantes que cantaban misteriosamente con los pies de sus poetas de plantas tatuadas de signos astrológicos. Detrás de las tribus que se iban obedeciendo la lógica de los astros, los pies de sus poetas dejaban la cauda de su poesía estampada en el polvo del camino.
Y hasta siete veces podían los Mascadores de Luna tomar parte en aquellos lunarios poéticos. Hasta siete veces, porque si siete veces crecía la uña plateada de la noche, si siete veces los árboles alunados se quemaban parpadeando, no hojas, sólo párpados de oro, el firmamento también se quemaba parpadeando, si siete veces botaba la noche su pelo de pimienta negra, si siete veces le dolían las olas como muelas al carinchada del mar, sin que aquellos posesos, enloquecidos lunáticos oyeran entonar sus canciones, caía sobre ellos el peor de los castigos, el ridículo y la burla : se les tomaba prisioneros, vencidos en la guerra poética, y se les sacrificaba en medio de danzas grotescas, extrayéndoles del pecho una tablilla de chocolate en forma de corazón.
Utuquel, Mascador de Luna, lluvia de pelo verde, máscara muerta de esponja de luciérnagas, participaba por última vez en el certamen de las tablillas que cantan. Seis novilunios seguidos bajó Utuquel de sus montañas de bálsamos y tamarindos trayendo envoltorios de hojas frescas que empapaban de rocío sus cantos escritos con punta de espina de sacrificio, sin conseguir que los Murciélagos del Baño de Leche Blanca, como llamaban a los visibles invisibles agoreros del jurado, le otorgaran el collar de agua inmóvil, el dardo de la noche adamantina o la paloma de plumón de espuma, bien que el verdadero premio, el más ambicionado por los Mascadores de Luna, fuera oír que coronaban con sus cantos sacros, épicos y líricos, maíz, sangre y amor, la primera noche de plenilunio.
Ahora bajaba Utuquel por última vez a desafiar a los murciélagos. Era su séptima lunación. Pececillos íntimos le bebían los pies en los regatos. Iba acercándose a los templos, a las fortalezas, a las casas, oculta la faz en su máscara luctuosa de esponja de luciérnagas, sus hombros llovidos de cabellos verdes, las manos entregadas a la sal del llanto, desolado, presintiendo su derrota definitiva y la befa del sacrificio fingido.
—Crear es robar... —se decía Utuquel en voz alta para poner de su parte, al aceptar su condición de humilde artista robador de cosas sabidas y olvidadas, a los visibles invisibles agoreros que en alguna parte celebraban consejo para calificar las tablillas—. Crear es robar, robar aquí, robar allá, robar en todas partes en grande y en pequeño, cuanto se necesita para la obra de arte. No hay, no existe, obra propia ni o-ri-gi-nal —enfatizó, en los juegos de pelota había oído a los murciélagos censurar a los Mascadores de Luna que creían encabezar escuelas poéticas originales—, todas las obras de arte son ajenas, pertenecen al que nos las da prestadas desde el interior de nosotros mismos; por mucho que digamos que son nuestras, pertenecen a los ocultos ecos, y las lucimos como propias, prestadas o robadas, mientras pasa el siglo. Los dioses confesaron a qué hora y en qué lugar robaron, como tacuatzines, la sustancia empleada para crear al hombre, pero se guardaron de decir dónde robaron todo lo que les sirvió para crear el mundo.
Utuquel rompió jaulas de pestañas convertidas por el sueño en trampas de pelo fino, luchando con sus párpados, vientres de arañas panzonas, en el desvelo buscador, obsesivo, adivinatorio, hasta encontrar la posibilidad de la figura en movimiento, del símbolo preso en la cárcel del glifo y el suelto en los ojos del aire, de la nueva poesía, vuelo de mariposas, respiración de mariposas, sobre nudos de serpientes solemnes, del poema que dejaría de ser niebla dormida en signos petrificados, para transformarse en lluvia de mitos y constelaciones.
—¡Herejía! ¡Herejía...! —gritaban los agoreros en su baño de leche blanca—.¡Herejía de baratista....!
No le conocían, pero qué podía esperar Utuquel de esta séptima y para él última lunación, sino anatema y fuego. Quemarían sus cantos. Su canto a los minerales alucinados, fosforescentes, que recorren los espacios celestes, tablilla que dejó en el templo del Dios de la Lluvia. Su canto a los vegetales fantasmas, árboles que fingen esqueletos de rarísimos guerreros en lucha contra la tempestad, tablilla que dejó en una de las fortalezas. Su canto a los animales inimaginables que modelan los alfareros para combatir el hastío doméstico, tablilla que depositó en el quicio de una de las casas.
Incierta la luz de su máscara de esponja de luciérnagas, verde lluvia de sus cabellos, se adelantaba a su posible fracaso para conjurarlo:
—Yo, Utuquel, Mascador de Luna solitario, seré mañana el sacrificado de corazón de chocolate, no tejeré más la estera de palabras sin precio, tejeré cenizas, tejeré flores marchitas... Pero ¡no...! por qué yo... —revolvíase contra sus presentimientos—, yo que si hablo hago el presente, si callo hago el pasado y si hablo dormido hago el futuro...
El futuro se estaba haciendo ya, el futuro se estaba haciendo canto que subía de una de las fortalezas al asomar la luna inmensa, redonda, ritual, la luna de los pinos de trementina de plata, silenciosa, sin uso.
Perdido, sonámbulo, sin peso, sin pies como la luna, Utuquel se detuvo a escuchar su canto a los árboles-guerreros en lucha contra la tempestad.
Y no sólo el retumbo de lasas voces guerreras en la fortaleza de las grandes piedras redondas, pulidas, espejeantes, lúcidas, y el carambolear del eco, atabales y trompetas, detuvieron su paso, sino las imágenes surgidas de su canto, que los coros pintaban en el aire, la visión de gigantes carbonosos contra cielos de fuego. La tormenta avanzaba descuartizando ceibas, ahora sólo humo sobre la esparcida sangre de los quebrachos colorados, derribando palmeras y cocales de hojas convertidas en tenazas de alacranes iracundos, entre aguaceros de joyería huracanada y relámpagos que en un abrir y cerrar de ojos fosforescentes se tragaban cedros, guayacanes, madroños, liquidámbares, guachipilines, granadillos, conacastes, caobos, matilisguates, eucaliptos. ¡Utuquel! ¡Utuquel! , se gritaba el Mascador de Luna, horrorizado ante el espanto desencadenado por su canto envuelto en truenos. Debía pedir perdón, arrodillarse ante la luna la noche de su trofeo, perdón por su magia, perdón por su poder creador de realidades superpuestas, perdón por la fábula de mundos imaginarios que sustituían y anulaban lo real. Sí, debía pedir perdón, llamar a las iguanas que son seres del sol, asarlas a fuego blanco en la casa de la luna y untado de ceniza de iguana, negar su canto, desconocer su creación, su himno a la guerra de los árboles contra los elementos batalladores.
Pero era su séptima lunación, la última vez que podía participar, como Mascador de Luna, en el certamen de las tablillas que cantan, y cómo guardar su mistara de luciérnagas heladas, seguir de incógnito, sin exponerse a que le sacrificaran, vestido de yeso, en fiesta bufa y fingido corazón de chocolate.
¿De qué hongo, de qué humo, de qué arena embriagante extrajo símbolos y signos que en contacto de la cábala del aire transformábanse en la más horrible de las visiones de tormenta, turbando la serena dulzura de la casa de la luna?
¿Por qué no escogieron los Murciélagos del Baño de Leche, su canción a los animales inimaginables, creados por la fantasía de los alfareros para conjurar el hastío doméstico? sería el feliz endiosado. ¿O su himno religioso a los minerales incandescentes que recorren los espacios como dioses de chispas de diamante? Cerró los ojos. Apretó los párpados. Todo volvía a ser distancia. Lo perseguía su canto, crecido, chante, en contraste con la paz de la noche de plata dulce. Lo perseguían las voces, el retumbo guerrero de la gran fortaleza. Se cubrió los oídos, las orejas claves musicales cartilaginosas en el pentagrama de sus dedos. Todo volvía a ser distancia en los espejos. Plenilunio. Níqueles. Azogue. Gente que paseaba ardillas ariscas de colas escarchadas, micoleones de pelo de alcanfor, mapaches con anteojeras de tiniebla, o discutía acaloradamente el escándalo de las nuevas escuelas poéticas, el canto a los árboles-guerreros premiado en la fortaleza espejeante.
Utuquel avanzó por la plaza de reflejos, en medio del clamor. El pueblo saludaba a los Mascadores de Luna que iban a recibir las insignias de sus premios y sus preciosos títulos. Plumas, penachos, escudos, cautivos, todo en torno de su sombra solitaria, su lluvia de pelo verde, su máscara de esponja de luciérnagas que sólo se quitaría al llegar y presentarse a recibir el dardo de la noche adamantina.
Entró en la fortaleza por todas partes, por cada piedra espejeante que reflejaba su imagen y el Más joven de los flecheros, piel color de tabaco en rama, le condujo a través de patios mojados de rocío lunar, suaves escalinatas de beneplácito, terrazas de arena dorada y estancias con los muros cubiertos de trofeos de caza, hasta las atalayas de las altas esperas.
Desde allí se dominaba el juego de pelota, brillantes los anillos de alabastro adosados a los muros oblicuos, el adoratorio de los jaguares y los obrajes de los que tejían esteras o bordaban con alas de mariposas.
La ceremonia se inició al llegar los caudillos. El más rico en plumajes, el más florido en heridas de combate, el engalanado Guerrero de los Cuatro Estandartes, se adelantó a saludar a Utuquel —el poeta—, dándole el nombre de Flechador de Cantos de Guerra y puso en sus manos el dardo de la noche adamantina. Estruendo de batalla. Lluvia de flechas disparadas a lo alto por filas de guerreros dispuestos en las escalinatas como los signos en la tablilla Premiada. Tambores de cara redonda. Golpear en la imagen de la luna llena los huesos de los ausentes. Tortugas doradas. Golpear en las caparazones el tiempo detenido y beber en el eco el resquemor del carey.
El recién consagrado Flechador de Cantos de Guerra, sostenía en las dos manos, apoyándola sobre su pecho, la tablilla premiada, frente a los capitanes que entraban de uno en uno, se detenían y soplaban los signos pintados en ella, para avivar sus colores, sus símbolos, su magia, su fuego inapagable, su poesía de espejos que al respirar cantaban.
Un repentino movimiento de oleaje entre los cientos, los miles de guerreros que llenaban la plaza turbó la ceremonia.
Uno de los caudillos, el Caudillo jefe de la Fortaleza Espejeante, borró con su soplo lo que Utuquel —el poeta— había escrito en la tablilla premiada, y la fiesta fue desolación, ceniza de eclipse el plenilunio, silencio el canto, y se arrastraron por el polvo las banderas de piel de tigre, las sombras pestañudas de los árboles, los dedos de las flores, los panales de miel, la estera de palabras sin precio, y de la Fortaleza de Espejos, repentinamente apagados, salió Utuquel — el poeta con su tablilla en blanco condenado a depositarla en lo más alto de uno de los volcanes.
Y no sólo Utuquel, Mascador de Luna llovido de cabellos verdes, las manos entregadas a la sal del llanto, sino muchos son los poetas condenados a depositar nubecillas blancas en los cráteres de los volcanes, semillas de las que salen los colores que el sol le robó a la luna, valiéndose de la treta de la tablilla apagada, para formar el arco iris
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