El buque mercante, Juan-Antonio, que iba de España a América con una numerosa tripulación y pasajeros no escasos, se perdió durante la travesía sin que nadie lograse saber su paradero. ¿Habían muerto todos los hombres que llevaba a bordo? No quedó sobre esto la menor duda cuando transcurrieron algunos meses y se vio que ni uno parecía.
El capitán era una persona muy estimada y conocida por su experiencia y su valor; ¿qué habría ocurrido para que tuviese su viaje tan mala fortuna?
Se habló de una horrible tormenta, se imaginó un incendio, se inventaron cien historias a cual más absurdas; que había caído en poder de un pirata... en fin, lo cierto es que no pocas familias vistieron luto a consecuencia de aquella espantosa desdicha.
Entre los pasajeros iba un joven que por vez primera se separaba de sus padres y hermanos, que había acabado con lucimiento dos carreras y que no llevaba al nuevo mundo más objeto que el de estudiar aquella tierra desconocida para él.
Llamábase Gerardo Ávalos, y se había captado las simpatías de cuantos le trataban, por su ameno trato y excelente carácter.
Convencidos los padres de que el mar había servido de tumba a su hijo, elevaron a la memoria de este un sencillo mausoleo que rodearon de plantas, y la tristeza reinó para siempre en su hogar.
Mucho tiempo después, cuando ya se habían casado los otros hijos y vivían solos los dos ancianos, un hombre solicitó con empeño verlos y logró ser al cabo recibido. Parecía un pescador por su traje y por su traza, y se mostró muy turbado al hallarse en presencia de los dos señores. Instado por ellos a hablar se expresó de este modo:
–Hace menos de un mes, encontré en el mar una botella perfectamente cerrada, que supuse contendría algún licor y que se habría perdido en algún naufragio. La abrí al verme solo en mi casa y contenía un rollo de papeles muy finos, escritos con letra menuda y dirigidos a ustedes. Su lectura no tenía interés para mí. El que había trazado esas líneas y hablaba desde un país desconocido con sus padres, rogaba encarecidamente al que encontrara la botella que la trajera aquí, donde sin duda sería espléndidamente recompensado. Soy pobre y vengo a vender estos pliegos que considero, si no de utilidad material, de alguna importancia para ustedes.
Los dos ancianos se conmovieron al ver la letra de su hijo perdido y pagaron más que se les había exigido, sin titubear.
El pescador desapareció en seguida, y al quedarse solos los dos viejos, no tuvieron más afán que el de enterarse del contenido de aquellos pliegos.
No sin dificultad los leyeron repetidas veces, llamando después a los hermanos de Gerardo para enterarles de tan singulares sucesos. El manuscrito del náufrago, decía así:
II
«¡Cuánto hemos luchado con las olas! ¡Qué capitán tan valiente! ¡Qué tripulación tan admirable!
No he visto una tormenta semejante nunca. Lejos de todo puerto, sin ningún buque próximo, teníamos forzosamente que perecer. El nuestro se iba a pique por momentos; los botes donde se arrojaban los pasajeros con desesperación, desaparecían pronto en el revuelto mar. Recuerdo que me así a una tabla y que perdí el conocimiento.
¿Qué pasó después? No puedo sino hacer conjeturas. Sin duda una ola me lanzó a unas peñas, donde me herí ligeramente y en las que me hallé casi desnudo, rendido, calenturiento, sintiendo el doble martirio del hambre y de la sed.
Me incorporé, dirigí mis miradas al Océano apaciguado ya, y no vi los restos del Juan-Antonio, que debía haberse sumergido por completo.
Era indudablemente el solo náufrago salvado. ¿Qué iba a ser de mí?
La tormenta había cesado; esta nos había sorprendido muy de mañana, y era bien entrada la tarde cuando logré hacerme cargo de mi situación.
¿Hacia qué punto me encontraba? ¿Había alguna hospitalaria tierra cerca de allí? ¿Hallaría quien me socorriese?
No sin dificultad conseguí levantarme, y caminando muy despacio, subí por las peñas. Estando a bastante altura vi que al lado opuesto había un paisaje encantador, una isla de verdura con magníficos árboles, bellos arbustos y preciosas y variadísimas flores. Aquel ignorado edén, a pesar de su hermosura, no dejó de entristecerme, porque parecía inhabitado.
Casi arrastrándome, bajé a él y vi en algunos de sus árboles y al pie de estos, desconocidos frutos que mitigaron mi sed y reanimaron mis desfallecidas fuerzas.
La isla no parecía grande, pero no la pude recorrer aquel día porque era tarde, temía me sorprendiese la noche y además estaba muy cansado. Busqué un sitio donde pudiera dormir y encontré un lecho de césped. Cerré los ojos y permanecí en profundo reposo hasta la mañana siguiente.
El sol bañaba la isla con sus puros rayos; las flores, cuajadas de rocío, despedían gratísimos aromas y parecían adornadas con magníficos brillantes; los pájaros, de mil colores, cantaban en las ramas de los árboles, y jamás concierto alguno fue para mí tan bello como aquella encantadora música.
¡Cosa extraña! Algunas avecillas comían los frutos caídos, ya maduros, y al acercarme yo no se asustaron ni huyeron de mí; hubiera podido cogerlos sin la menor dificultad.
Gigantescas mariposas, azules como el cielo las unas, negras como mis sombrías ideas las otras, encarnadas y de variados matices las más, volaban de una en otra planta, bebiendo en los cálices de las flores las perlas de la aurora.
Habiendo recuperado mis fuerzas casi por completo, quise conocer aquel desierto, que era mayor de lo que suponía, y anduve por él largo rato, sin que nada nuevo excitase mi atención. Pero de repente me detuve ante lo más extraño que hubiese podido hallar allí. En el húmedo suelo vi las huellas de unos pies grandes y mal formados, seguidas de otras de pie de niño o de mujer, pie breve, elegante, digno de ser esculpido por el más hábil artista. ¡Había, pues, en la isla, dos seres humanos!
Pensé en el Paraíso, en aquel edén perdido por nuestros primeros padres, que debió ser algo semejante a este lugar. Y para que la ilusión fuese completa, una serpiente, enroscada a un árbol, me miró con sus brillantes ojos, y a mi entender de una manera hostil.
Es cierto que las huellas del pie del hombre no podían hacer pensar en la belleza de Adán, pero en cambio, las del pequeño... Como el príncipe de la Cenicienta, yo empezaba a encantarme no ante un zapatillo de seda, sino ante la señal dejada en la tierra por un precioso pie.
¿Dónde se ocultaban ambos seres?
En balde los busqué por todos lados y sospeché que se escondían de mí.
La soledad me aburría; felizmente el hallazgo de una caja que contenía algunos pliegos de papel, una pluma de ave y un líquido que, aunque no era tinta, podía suplirla bien, me sirvió de distracción, y me guardé todo, proponiéndome trazar mis impresiones en aquellas abandonadas páginas, por si acaso algún día me era fácil enviarlas a Europa, o llevarlas yo mismo a mis padres. Aquellas líneas, sin embargo, las he roto después; el estado de excitación en que me hallaba, el hambre y la sed que sufrí, mis luchas con inmundos reptiles, no me permitían escribir con orden ni concierto y solo muchos días después, empecé estas memorias destinadas al mismo objeto, pero trazadas bajo una más grata impresión.
Cuatro días habían trascurrido desde mi llegada a la isla, sin que lograra hacer ningún descubrimiento. Una violenta fiebre me consumía, y perdida toda esperanza de salvación, me resigné a morir. ¡Y de qué muerte! En aquel paraje había caza que yo no podía matar para mi sustento, porque no tenía armas; veía en el mar peces, para coger los cuales no tenía redes; me moría de sed, y aquella agua salada que bebía en mi mano no hacía sino aumentarla de una manera cruel.
Ya no tenía fuerzas para moverme, y en aquel lecho de césped, donde me eché la primera noche, me acosté también para dormir el sueño eterno.
Di un mudo adiós a mis padres, a mis hermanos, a mis amigos; pensé en mis ilusiones desvanecidas, en mis irrealizables esperanzas y ambiciones que me habían separado de los seres que amé y me amaron en la tierra y cerré los ojos pensando que no volvería a abrirlos jamás.
La noche estaba hermosa y despejada, la luna iluminaba el paisaje, cantaban los pájaros y las flores me enviaban sus mágicos perfumes.
De repente creí escuchar rumor de pasos, pero de pasos que se recataban, y una sombra se divisó a corta distancia que fue acercándose a mí lentamente.
Un rostro se inclinó sobre el mío o le miré y vi una figura encantadora, con cabellos castaños, largos y flotantes, ojos claros, delicada frente, boca de grana. Los rizos rozaron mis labios y los besé. Llevaba un traje masculino de pieles y plumas, un verdadero traje de salvaje, que completaban un arco echado a la espalda y un carcax con flechas.
–¡Víctor! –gritó una voz a lo lejos.
–¡Padre! –contestó el ser que me miraba.
¡Oh, desencanto! Mi Eva era un niño o más bien un adolescente; en aquel paraíso faltaba el mejor ornato, la mujer.
–¿Qué haces? –repuso el padre.
–Ver si se ha muerto ya de hambre el forastero.
–¿Está ahí?
–Seguramente.
–¿Muerto?
–No, vivo.
–¿Respira?
–Sí –contestó riendo–, respira y... besa.
El padre, alarmado, se acercó a mí, yo volví a cerrar los ojos y procuré no moverme.
–¡Como todos! –murmuró, sin que entendiera el significado de sus frases–; si no quiero tener graves disgustos, será preciso que me libre de él.
–No le mates, padre –dijo el niño con su dulce voz.
–¿Por qué? –preguntó el viejo, preocupado.
–Porque es joven y bello y... porque me es simpático.
–¿A ti?
–No lo extrañes –prosiguió Víctor–, no he tenido un amigo jamás, tú eres ya viejo para acompañarme, este pobre náufrago vendrá a cazar conmigo, tenderemos juntos nuestras redes, nos haremos mutuas confidencias, él explicándome lo que ha visto más allá de estos mares, yo contándole mis sueños.
–No puede ser.
–Tú dices que no vivirás muchos años –continuó el adolescente–, y que yo no podré salir nunca de aquí, porque estamos en un oasis en medio de un desierto de agua; ¿qué quieres que haga solo cuando tú me faltes? Catorce años hace que estamos aquí, y este es el primer hombre que llega a la isla; acógele como a hermano y ofrécele tu leal hospedaje.
Esto era dicho en correcto castellano y el viejo respondía en la misma lengua; indudablemente me hallaba entre dos compatriotas míos.
–Había jurado que no verías a un hombre jamás –murmuró el padre.
–Dios te hace faltar al juramento y no tu voluntad. Vamos, sé complaciente, déjame darle de beber.
El niño se arrodilló a mi lado y me presentó una redoma hecha de una extraña raíz; la acercó a mis labios y yo, dejando ya el disimulo, bebí con avidez. No sé lo que era aquel líquido, pero lo encontré delicioso.
Víctor me contemplaba con infantil curiosidad, mientras su padre, triste y pensativo, fijaba en nuestro grupo una distraída mirada. Debía ser bastante viejo; tenía los cabellos y la larga barba de una blancura deslumbradora, e iba vestido igual que el adolescente.
–¿Cómo se llama esta isla? –le pregunté.
–Victoria –contestó el anciano.
–¿Pertenece a Inglaterra?
–No, es mía y le he dado el nombre de mi hijo.
–¡Ah! ¿Es de usted?
–Nadie conoce este lugar más que los tres; la casualidad nos trajo a esta tierra hace catorce años, de igual modo que a usted hace cuatro días. Me era grato nuestro aislamiento, pero ya que está aquí y que Víctor se interesa por usted, viva, pero ojalá no tengamos nunca que arrepentirnos, usted de haber llegado, ni de haberle recibido yo.
Salvada mi existencia, gracias a la intercesión del mancebo, fui curado por su padre, pero no me dieron un asilo en su morada. Esta estaba en las rocas, formada por grutas naturales, en las que no me permitieron entrar.
La más dulce amistad nos unió en breve; el viejo era un sabio, el niño una criatura encantadora, buena y sencilla, a la que no se podía menos de amar.
El primero me refirió su historia. Ya anciano, se había casado con una bella joven que pagó sus beneficios, pues la había sacado de la miseria, con la más negra ingratitud. Un día huyó de su hogar, dejándole un hijo de pocos meses, triste fruto de aquella unión. Vivió él desesperado, anhelando vengarse de aquella infame mujer. Supo que iba a partir para América y tomó la resolución de seguirla en el mismo buque. Este naufragó, después de extraviarse, como el Juan–Antonio, y como este quedó sin capitán, sin tripulación y sin pasajeros. El padre de Víctor sabía nadar muy bien; cogió a su hijo, lo sujetó como pudo a su cuello y se arrojó a una balsa rechazando duramente a su mujer que quería seguirle o imploraba su perdón. Fueron juguete de las olas mucho tiempo, y ya de noche, sin saber dónde estaban, la balsa se estrelló contra las peñas, arrojando al agua al padre y al niño. Después de inauditos esfuerzos llegaron a la isla, de la que no pudieron salir más. Como era hombre entendido, encontró el medio de vivir en aquel país inculto, no careciendo de nada. Enseñó a leer y a escribir a su hijo, y la caja encontrada por mí contenía un papel y una tinta hechos por él. No le hablé de aquel hallazgo, porque me convenía conservarlo.
Yo no tenía historia, y le referí lo poco que mi pasado encerraba. Creo que llegó a reconciliarse conmigo. Sin embargo, notaba siempre en él algún recelo y mi amistad por Víctor le contrariaba vivamente. ¿Temía que compartiese conmigo el cariño que antes el joven le profesaba únicamente a él? Cuanto más se obstinaba en separarnos, más el niño deseaba aproximarse a mí; buscaba mi conversación y mi presencia, y por mi parte también me sentía atraído hacia él por una misteriosa simpatía.
Víctor deseaba estar a solas conmigo, pero su padre nos acompañaba siempre; a pesar de su avanzada edad, el cansancio nunca le rendía, y ya fuésemos de caza, ya a recorrer la isla, no nos abandonaba jamás.
Dos veces le sorprendí pronto a lanzarme una flecha, una de esas flechas de los salvajes cuya herida es mortal; pero al verse descubierto, cambió con destreza la dirección y no me atreví a reprocharle nada. Quizás aquello había sido una ilusión mía, nada indicaba que tuviese tan grande animosidad contra mí.
Comía en medio del campo con el viejo y el niño, y pronto adopté su traje y sus costumbres.
III
Seguían a estas páginas otras muchas en las que Gerardo Ávalos narraba sucesos sin importancia de su monótona existencia, viendo pasarse los días y los meses sin pena por hallarse en aquel destierro, si se exceptúa la que le causaba el estar separado, quizá para siempre, de su familia, y luego continuaba así el manuscrito:
Para celebrar el aniversario de mi llegada a la isla Victoria, el viejo me convidó a visitar su gruta por la primera vez; quería que comiésemos allí.
Era su morada bellísima y no carecía en absoluto de comodidades, como había sospechado. Había en ella muchos objetos que no podían estar fabricados por el anciano, y este me dijo que, en efecto, eran restos de un naufragio, el del buque en que iba él, que pudo recuperar milagrosamente sacándolos más tarde del mar.
La mesa estaba puesta, sobre ella se veían apetitosos manjares y extrañas bebidas.
Aprovechando una momentánea salida de su padre, Víctor me dijo:
–Bebe de todo lo que quieras, menos de ese licor verde.
–¿Acaso está envenenado, niño? –le pregunté.
–Pudiera ser –me respondió.
–¿Tan mal me quiere tu padre?
–Te odia.
–¿Y por qué?
–¿Por qué? –repitió mirándome con ternura–, porque yo te adoro y tiene celos.
Aquellas palabras fueron una revelación para mí; no eran las frases que podía emplear un amigo para otro amigo, no era posible que salieran de otros labios que de los de una mujer. Miré fijamente al niño, y al ver su rubor, comprendí que no me había engañado. El viejo había trocado el nombre y el traje de su hija. Víctor, o mejor dicho, Victoria, era una bellísima joven que me amaba y de la que yo había hecho mi ídolo sin sospecharlo. Ahora me explicaba la influencia misteriosa que ejercía sobre mí, por qué me sometía con placer a todos sus gustos, por qué vivía contento allí. Desde el momento en que había una mujer en la isla, ya podía comprenderse que se encerraban en ella los encantos del mundo entero.
La comida fue triste, el anciano no hablaba y Victoria y yo sosteníamos un diálogo con los ojos, haciéndonos confidencias, enviándonos promesas y suspiros y jurándonos eterno amor.
Arrojé al suelo el licor verde que me fue servido y perdoné al padre que quería asesinarme por afecto a la hija.
¡Cuántas veces burlamos la vigilancia del anciano para vernos a solas! Victoria confirmó lo que había yo sospechado y nuestros coloquios de amor no tuvieron fin.
Ya no me importaba haber muerto para el mundo, ni mis estudios inútiles en aquel desierto, ni las zozobras pasadas. Amaba y era amado, ¿qué más podía desear? Sí, era amado como jamás lo fue mortal alguno, por una mujer que no había conocido a otro hombre ni había de tratar a ninguno nunca.
El anciano supo al fin nuestras relaciones. Se mostró muy afectado al principio, pero al cabo nos perdonó.
–Tenía que ser así –dijo–; en balde quise hacer de mi hija un hombre sin corazón; el amor germina en todas las almas y bajo todos los climas, y la mujer es siempre mujer. Quiérela mucho, Gerardo, y después de mi muerte, cuando te falten mis consejos, considérala lo mismo que hoy.
Desde entonces, el padre de Victoria cambió totalmente y me trató con el mayor afecto.
Con él he aprendido mucho, todo lo que un hombre puede estudiar, excepto el medio de salir de esta isla; ninguna barca nos llevaría lejos, y son tantos los escollos que hay en este sitio, que con toda certeza naufragaríamos.
No importa. He aquí el Paraíso terrenal; para nosotros no hay más mundo que este nido, donde somos felices porque nos amamos. Solo tiene un inconveniente; no somos inmortales, y el fin del primero traerá la desesperación a los otros.
Este manuscrito lo dedico a mis padres, voy a encerrarlo en una botella, única que tenemos; a falta de lacre la cubriré con una resina que he visto lo puede sustituir, y luego la arrojaré al mar.
Si Dios quiere que ellos sepan que vivo y soy dichoso, la hará llegar más o menos tarde a sus manos; si no, me llorarán perdido para siempre, y sus oraciones aumentarán mi ventura.
No los olvido, y Victoria y yo los amamos y bendecimos con todo nuestro corazón».
Después de estas líneas, Gerardo Ávalos había firmado el manuscrito, poniéndole luego la dirección de la casa de su familia, donde, como hemos dicho al principio, lo había llevado el pescador.
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