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Julia de Asensi

"Tula y León"

Biografía de Julia de Asensi en Wikipedia

 
 
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Tula y León
     

Los héroes de mi cuento pudieran ser una mujer y un hombre, que de ellos tenían las buenas cualidades y los defectos; pero eran una perra y un perro que vivían con sus amos en una calle de Madrid, no de las mejores ni de las peores tampoco.

Ella era una galguita de color gris elegante y esbelta, limpia, bien cuidada, de graciosos movimientos, de mirada inteligente, un tanto engreída porque todos le decían que era bonita y que la querían mucho. Su ama era una encantadora niña rubia, de ojos negros; tez blanca y sonrosada, hija única, mimada, pero buena en el fondo y que no abusaba demasiado del amor de sus padres con extravagantes caprichos ni irrealizables deseos.

Él era un perro algo viejo, feo, de color indefinible, poco aseado, que había pasado casi toda su vida en casa de Don Probo, el prestamista, que daba muy poco de comer al animal y lo tenía con el solo objeto de que guardase su casa. Aquel hombre ya anciano, sin afecciones hacia el prójimo, ni más amor que el dinero, vivía con un muchacho de quince años, sobrino suyo, que le servía de criado y que no salía apenas de la casa, para que no pudiera hablar a nadie de los negocios que hacía su tío, si de alguno se enteraba. Su trabajo se reducía a barrer la habitación, abrir la puerta de la calle, después de tomar no pocas precauciones, a los infelices que iban a dejar allí alhajas, ropas y otros objetos a cambio de un dinero por el que habían de pagar crecidos intereses, y cuidar de la comida escasa y mala con la que el usurero se contentaba para él y pagaba los servicios del chico. Este quería mucho al fiel animal, que ya se llamaba León cuando se lo regalaron a Don Probo, pues él, por no dar, ni tan solo diera nombre a su perro.

León era un buen guardián del dinero de su amo, pasaba la noche junto a la caja de hierro en la que el prestamista encerraba sus caudales y al menor ruído enderezaba las orejas y lanzaba un sordo gruñido, que se hubiera trocado en ladridos furiosos si alguien hubiese intentado entrar en el despacho.

Durante algunos años él perro había vivido encerrado en aquella casa sin amor a la libertad, ni deseos de ver un poco el mundo. Pero una mañana, ansioso de recibir un rayo de sol, se asomó a uno de los balcones y miró distraído a los de la casa de en frente, que había estado desalquilada desde hacía dos años. Antes de esa época, él recordaba haber visto allí a una mujer muy vieja que hacía calceta sentada detrás de las vidrieras, que no le había dirigido jamás una mirada de compasión o de interés. La vieja se había muerto; los herederos, después de coger lo poco que en la casa había, pues la anciana aunque era rica no tenía más que escasos y modestos muebles, habían dejado la habitación, y después de aquellos dos años de estar desalquilada, la había tomado un matrimonio, los padres de la preciosa niña ama de Tula.

León vió asomada a la gentil perrilla, que le miró con cierto desdén, pero no sin advertir el buen efecto que en su vecino había causado. Desde entonces el perro no tuvo más deseo ni más afán que verla, y cuando no lograba escaparse para ir a la calle si Tula había salido, se asomaba para admirarla de lejos.

Y León ya no fue el mismo; ni de día ni de noche era un buen guardián, de día porque procuraba abandonar su casa a cada instante, de noche porque se dormía no teniendo interés en vigilar la caja de caudales. Es cierto que al menor ruído se hubiera despertado, pero confiaba el perro en que no entraría nadie allí y no velaba como antes.

El sobrino de Don Probo no había dejado de advertír el cambio que se había operado en León, participándolo al criado de la casa de en frente, que era amigo suyo, porque había ido muchas veces a empeñar su ropa, y como éste no era honrado, tenía ambición y sólo anhelaba ser rico, resultó que de acuerdo con el muchacho, resolvió entrar una noche en casa del prestamiata para robarle el dinero.

El chico se resistió, porque no era del todo malo, mas por último fue vencido.

Acababan de dar las dos en el reloj de una iglesia cercana. Era una noche triste y obscura, pues el cielo, en el que no brillaban las estrellas, dejaba a la tierra sumida en densas sombras. El alumbrado era allí muy escaso; dos moribundos faroles en las esquinas de la calle y otro en el centro, dos o tres casas más allá de la morada del prestamista.

León dormía echado en el suelo y es posible que, si los perros sueñan, estuviera soñando con Tula. Pero al sentir rumor de pasos se despertó. El que entraba en la habitación era el sobrino de su amo, así es que el animal no se movió siquiera. El muchacho le enseñó un buen pedazo de queso y, con él en la mano, lo llevó hasta el balcón. Después que León hubo comido, miró hacia la calle, y vió con sorpresa al criado de la casa de en frente que a hora tan desusada se paseaba llevando a Tula atada de un cordel. Su delicado hocico estaba aprisionado en un bozal que a León le pareció un horrible instrumento para atormentar a la perrilla. ¿Había hombres tan inhumanos que consintieran aquello?

Tula vió a su amigo y le dirigió una mirada como si implorase su protección.

-¡Si yo pudiera salir! se dijo él.

Y ¡oh sorpresa! al llegar al corredor donde estaba la puerta de la calle, la vió entreabierta. Había el hueco suficiente para que pasase, y se lanzó hacia la escalera. La salida del portal estaba franca, y León se dirigió al sitio donde había visto, desde el piso de arriba, a la perra. El criado ató el cordel a la reja del cuarto bajo y desapareció.

Y en tanto que Tula pugnaba por quitarse el bozal y León se aproximaba á ella, sin inquietarse por lo que pudiera ser del perro y la galguita, el criado subió a casa del usurero con el objeto de realizar el robo. Pero había una dificultad, con la que no contaban y era que no sabían abrir la caja de caudales por no conocer su mecanismo.

Engolfados en su faena los dos, al intentar descenrajarla, no sintieron los pasos del prestamista, que se había levantado. Tenía un sueño muy ligero y había oído algún rumor, extrañándole que, a pesar de eso, el perro no ladrara. Por precaución había cogido un revólver que tenía siempre al lado de su cama, y se había acercado lentamente a su despacho, dispuesto a defender lo único que había amado siempre, su oro.

Cuando el sobrino del prestamista, con objeto de descansar un poco, se había puesto en pie, enjugando con el pañuelo el sudor de su frente, vio a Don Probo tranquilo, apuntándole con aquel arma de cuya precisión le había hablado varias veces.

-¡Perdón! exclamó.

El criado, al darse cuenta de lo que pasaba, echó a correr, mientras el prestamista sonreía al ver el gran valor de aquellos dos ladrones.

-¡Así pagas lo que he hecho por tí!, dijo el anciano al mozo, cuando pensaba dejarte por heredero, después de mi muerte, de lo poquísimo que poseo! Sal ahora mismo de mi casa y da gracias a que no quiero escándalos ni que la justicia se mezcle en mis asuntos, por si tuviera que pagar algo. En lo sucesivo no me fiaré de nadie y viviré solo. Valen más una buena barra y una llave segura que todos los criados que pueda tener.

-¡Tío!

-Márchate, y pronto.

-Estoy arrepentido, seré bueno...

-No es imposible; pero no me fío de tí. El que me engaña una vez, bien puede hacerlo dos.

Cuando por la mañana salió la cocinera de los amos de Tula para hacer la compra, vio a la perrita atada aún a la reja y a su lado el feo y sucio perro del prestamista.

El criado había desaparecido por temor a que Don Probo lo denunciara a sus señores. Habiendo intentado más tarde un robo de consideración en otra casa, fue descubierto y metido en la cárcel, donde permaneció mucho tiempo.

La cocinera se llevó á Tula dejando a León triste y cabizbajo. El animal se acordó en aquel momento de su amo y quiso volver con él; pero fue recibido a palos por su antiguo dueño, por haber cumplido tan mal con sus deberes. Se había portado lo mismo que hubiera hecho un cajero infiel.

Anduvo errante algunas horas y habiéndolo visto un trapero se lo llevó a su casa, donde estuvo atado una semana, al cabo de la cual, creyendo el hombre que ya no se escaparía, le dejó un poco de libertad, que él aprovechó pará ir al barrio donde antes vivía. Allí le esperaba una sorpresa; el usurero se había mudado de casa y aunque el perro hubiese podido preguntar las señas del nuevo domicilio, nadie se las hubiera dicho porque Don Probo no las había dejado.

Tula no salía ya al balcón; había trabado conocimiento con otro perro por las ventanas que daban al patio y ya no se acordaba siquiera de León.

Los días pasaban y el animal no comía
más que lo que encontraba en las espuertas que bajaban de las casas para echar los desperdicios de todas clases en el carro de la basura. Bebía en los charcos que se formaban en las calles después que las regaban y se iba quedando cada vez más flaco y más triste. Algunos chicos del barrio querían jugar con él, y como se resistía, le pegaban.

Una mañana muy temprano, vió cerca de él, casi a su lado, a un hombre que arrojó un objeto al suelo, un embutido como algunos que el perro había visto en las tiendas, creía estar seguro de ello; pero que no había esperado probar nunca. ¡Qué buen gusto debía de tener! ¡Qué fuerte y qué gordo se pondría él con un alimento semejante! ¡Con cuánto placer lo hubiese compartido con Tula!

Se lanzó con ansia sobre el embutido y lo devoró en un momento. Era un poquito picante, pero estaba bien hecho. El deleite con que lo había saboreado fue de corta duración.

León sintió un gran malestar, le parecía que se abrasaba, sentía horribles dolores y daba lastimosos alaridos. El pobre animal había sido envenenado. Tal vez en aquel instante comprendió vagamente la utilidad de los bozales y envidió a Tula, que nunca podría tomar un alimento tan perjudicial.

La perrilla, coquetamente adornada con un collar precioso y algunos lazos, salió con su ama al balcón al mismo tiempo que León moría en medio de la calle. Y al dirigirle él su última mirada, ella saltaba alegre y ligera para coger un bizcocho que la niña tenía en la mano y que era.... una de las muchas golosinas con que la obsequiaba diariamente.

 

 

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