Ocho años hacía que el príncipe Pedro había contraído matrimonio con la princesa Rosalía, la mujer más buena y más hermosa de su época, sin que Dios hubiese bendecido su unión dándoles un hijo. Los sobrinos, presuntos herederos de aquellos vastos dominios, se regocijaban interiormente al pensar que uno de ellos sería el sucesor de sus inmensas riquezas y podría disponer un día de sus pueblos y de sus vasallos. Tenían ya toda una corte de aduladores que se creían seguros de ser los futuros ministros, generales y títulos de la nación.
Pero he aquí que cuando estaban más confiados corrió por el país, en voz baja primero, públicamente después, la nueva de que la princesa iba a ser madre, por lo que había encargado que se celebrasen funciones en acción de gracias en todas las iglesias del principado.
Los sobrinos viéndose despojados súbitamente por aquel heredero importuno, empezaron a conspirar contra él antes de que naciese.
-Le haremos incapaz de reinar -dijeron-, será un imbécil, la adulación matará el germen de todo lo bueno y cuando falte su padre le derribaremos sin dificultad del trono.
-Para eso -aconsejaron otros-, le apartaremos de sus padres, dándole preceptores sin ilustración primero, y malos consejeros después.
Estas palabras fueron repetidas a la princesa por un fiel servidor, que las escuchó casualmente, llenando de dolor y de terrores el alma de la bondadosa Rosalía.
Se prepararon grandes fiestas para cuando se verificase el nacimiento; bailes, iluminaciones, banquetes y conciertos en diferentes puntos de la capital para que pudiesen disfrutarlas todas las clases sociales.
También se destinó una gran cantidad obras benéficas. Una de ellas consistía en acoger en el palacio a los niños que nacieran cuando el heredero del principado, los varones para que fuesen sus pajes después y las hembras para educarlas en un colegio que fundaría la princesa. Todos habían de llevar el mismo nombre, Pedro los muchachos y Rosalía las niñas.
Al fin, el 1.º de marzo; la princesa dio a luz un hermoso niño que fue presentado a la corte. Y el mismo día nacieron solamente seis niñas y un niño, hijos casi todos de humildes trabajadores del principado.
Las niñas con sus madres fueron instaladas en la planta baja del palacio; en cuanto al niño, tuvo la desgracia de quedar huérfano a poco de nacer y se le tomó una nodriza. El padre, un pobre idiota que se pasaba media vida bebiendo, fue socorrido con una buena cantidad en metálico y no se volvió a saber de él.
El príncipe Pedro se criaba muy robusto, tenía el cabello y los ojos negros como su padre y había quien advertía entre ellos gran semejanza, aunque no tuviesen ninguna.
El futuro paje Perico era más débil, aunque no enfermizo, con el pelo obscuro también y los ojos claros.
El tiempo fue pasando y los sobrinos no descansaban para llevar a cabo sus proyectos. Todo parecía también favorecerlos: mientras el pequeño Perico se mostraba cada día más gracioso, más inteligente y más simpático, el príncipe Pedro, a quien apenas permitían que aprendiese a hablar, tenía un carácter irascible, le molestaba la gente y no demostraba cariño a nadie.
Mucho debían sufrir los príncipes, sus padres, si bien es verdad que los hábiles cortesanos, haciéndose esclavos de la etiqueta, no les dejaban ver más que contadas veces a su niño. La princesa sobre todo parecía siempre preocupada y recelosa, aunque intentaba ocultar sus sensaciones a las perspicaces miradas de sus súbditos.
En los pueblos vecinos empezaba a cundir la nueva de que el pequeño Pedro no tenía inteligencia ninguna y que no podría ser el heredero del principado.
Cuando salían juntos Pedro y Perico, siendo este ya el paje favorito, todas las miradas se fijaban con simpatía en el segundo y con pesar en el primero. El tierno servidor tenía que sufrir mil caprichos e impertinencias de su joven amo, haciendo el duro aprendizaje de la vida desde su infancia.
Para animar al príncipe a que estudiase, Perico compartía con él las lecciones y le aventajaba en todo; es verdad que el preceptor elegido por los sobrinos procuraba que el hijo de Rosalía no supiese nada; todo al parecer se conjuraba contra el príncipe y su desgraciada esposa, dándoles un heredero incapaz de llegar a ser su sucesor.
Así lograron que Pedro, entrado ya en la adolescencia, fuese también cobarde y que el pueblo le mirara con prevención. En cambio Perico era arrojado cual ninguno y varias veces combatió con denuedo por defender a su compañero de estudios y de juegos.
Tenían los dos jóvenes quince años cuando el príncipe, aquel modelo de esposos y de padres, que tanto bien hizo a su patria y con tan sincero afecto amó a su pueblo, cayó enfermo de mucha gravedad.
Los sobrinos se agitaron más al ver próximo el día en que habían de heredarle con perjuicio de su primo. ¿Cómo no habían de derrotar a una débil mujer y a un idiota?
Al fin una noche se dio en el palacio la triste nueva de que el esposo de Rosalía acababa de morir.
-¡El príncipe ha muerto! ¡Viva el príncipe! -dijo el primer ministro al pueblo usando la conocida fórmula empleada al fallecimiento de un rey.
Durante nueve días nadie vio a la princesa ni a su hijo. Después de los funerales se juzgó indispensable proclamar heredero al joven príncipe, lo que disgustaba a los nobles, a la clase media y al pueblo. Todos debían tener representantes en el palacio para asistir a la ceremonia y veían con temor el instante en que fuera su señor aquel ser tan mal dotado por la naturaleza.
El gran salón presentaba un aspecto brillante. Las damas vestían de gala, los caballeros de uniforme y la viuda había suprimido su luto para aquel acto solemne. A su lado se hallaban Pedro y Perico, ambos con lujosos trajes de terciopelo bordados de oro.
La princesa recibió a varias comisiones, y al ir estas a doblar la rodilla ante el nuevo señor, Rosalía, muy pálida y muy conmovida, pronunció estas palabras:
-Deteneos y no prestéis acatamiento a quien no lo debe tener. Nobles de esta tierra, bravos guerreros, pueblo amado; el heredero de mi buen esposo no es el que suponéis. Mi hijo es el que creíais paje y el paje es el que juzgabais príncipe.
Entonces en breves y persuasivas frases les contó lo ocurrido al nacimiento de su niño, como habían resuelto envolver en la sombra su inteligencia, hacerle odioso a sus súbditos fieles y como también al conocer los inicuos planes de los sobrinos de su esposo había ella tenido la luminosa idea de sustituir al día siguiente del nacimiento al hijo adorado por el desvalido huérfano. Los niños tan pequeños se parecen todos, ¿quién había de advertir aquel singular cambio?
-El príncipe que os doy -prosiguió Rosalía-, será bueno, valiente y generoso; acostumbrado a obedecer se mostrará compasivo con sus servidores; habiendo defendido al que creía su señor, ha sido bravo, y no dejará que ofendan a su pueblo; no habiendo poseído fortuna, será modesto y no pedirá impuestos a nadie.
-¡Viva el príncipe Pedro! -exclamaron muchos.
Y hubo hombre que gritó:
-¡Viva Perico!
Los dos jóvenes estaban asombrados. Pedro veía que perdía su poder; en cuanto al antiguo paje se explicaba entonces varias cosas que antes habían sido incomprensibles para él. Recordaba que algunas noches se había despertado al recibir los amorosos besos de una mujer cuya semejanza con Rosalía era notable, que apenas abría los ojos huía la hermosa visión; que otras veces era un hombre igual al príncipe Pedro el que se acercaba a su cama y que los más ilustres señores vigilaban su cuarto y velaban su sueño. Él amaba a los príncipes como a sus padres y le parecía que había nacido para realizar grandes empresas; su porvenir como paje era poco halagüeño.
Los sobrinos del difunto príncipe trataron de negar el hecho, pero Rosalía añadió:
-Todos los que asististeis a la presentación de mi hijo cuando nació recordaréis, porque así intencionalmente lo hizo constar nuestro fiel primer ministro, que el niño tenía una señal en el brazo derecho; mirad los brazos de Pedro y de Perico y veréis cual es nuestro legítimo heredero.
Hecha la prueba se vio en efecto que la señal, bastante distinta, estaba en el brazo del antiguo paje.
Entonces este se acercó a la princesa, prodigándose madre e hijo las caricias más tiernas. El adolescente fue proclamado príncipe, y sus primos, que el pueblo quiso desterrar, no tuvieron más remedio, al ser perdonados, que someterse a él y a su madre.
Pedro obtuvo una brillante posición más en armonía con sus gustos e inteligencia y fue siempre el mejor amigo de Perico el paje, al que nunca se acostumbró a mirar como a su príncipe y al que llamó con la familiaridad de otros tiempos.
Fue un digno descendiente de Pedro y de Rosalía y nunca se vio Señor más querido y más respetado.
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