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Biografía de Julia de Asensi en Wikipedia | |
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Los dos vecinos |
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III A las once en punto de la siguiente, Rafael se asomó, y su vecina no tardó en imitarle. Habían hablado la víspera y era natural que se saludasen. Ambos tenían curiosidad por saber quiénes eran el uno y el otro, y él sacó la conversación sobre esto, empezando por decir: –¿Hace mucho tiempo que se halla usted en este pueblo? –Quince días –contestó ella. –Yo también hace poco que he llegado. Vivía en Madrid, y tenía en esta tierra a un hermano de mi madre, al que quería mucho, y que ha muerto ahora, dejándome por heredero de todos sus bienes. Mi tío era muy conocido y apreciado aquí, D. Antonio León. –Era amigo de mi padre –interrumpió ella. –Es posible. ¿Cómo se llama su señor padre? –Pedro Vázquez. –No recuerdo haberlo oído nombrar. ¿Vive todavía? –Tengo la desgracia de ser huérfana. –¿Está usted aquí sola? –Completamente sola. –¿No tiene usted familia, ni hermano, ni esposo? –preguntó Rafael. –No tengo hermano, y soy soltera –contestó ella. El joven respiró libremente. –¿Vive usted por placer en este pueblo? –preguntó pasado un instante. –Me han mandado los médicos aspirar los aires puros del campo, y he elegido con preferencia este lugar porque no se halla lejos de la corte, donde he habitado siempre. Por lo demás, sé que todo cuanto haga será inútil porque mi mal no tiene remedio. –¿Está usted enferma? –Sí señor. –No será tan grave como piensa. –Tanto que temo morir aquí. –¿Por qué tiene usted tan triste pensamiento? –Quisiera equivocarme –murmuró ella–, pues a los veinticinco años nadie muere contento; pero si Dios lo dispone, me resignaré. –Bien, es joven, pensó Rafael; ahora me falta verla y averiguar su nombre. Hubo una breve pausa y él continuó: –No se la encuentra a usted en ningún lado. –No voy más que al jardín –contestó ella. –¿Ni a misa? –Me la dicen en el oratorio que tengo en mi casa. –¿Le han prohibido a usted salir? –Me lo he prohibido yo. –¿Puedo saber por qué? –Es un secreto. –¿Sería indiscreción hacer a usted otra pregunta? –prosiguió Rafael. –De ningún modo –respondió la joven–, hable usted. –Desearía saber el nombre de mi vecina. –Me llamo Carlota. ¿Y usted? –Yo Rafael Torres. Solo me resta pedirle un favor: ¿consentirá en asomarse un rato todas las noches? –Me asomaré con mucho gusto. –¿No faltará usted nunca? –Nunca. Las doce da el reloj de la parroquia y es hora que me vaya. Buenas noches. Los dos se alejaron, y desde aquel día se hablaron a la hora convenida, y pronto pudieron convencerse de que no eran indiferentes el uno al otro.
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