La escena que voy a referir pasó una tarde del último verano en un cobertizo. Nada tenía este de notable, se veían en él algunos instrumentos de labranza, más o menos viejos, una escalera y varios cacharros con restos de comida o con agua, en los que iban a buscar su alimento o a mitigar su sed los pollos del vecino corral.
Entre las vigas que formaban el techo cuatro parejas de golondrinas habían colocado sus poéticos nidos. Eran vecinas desde hacía tres años y acaso emigraban hacia la misma tierra donde tenían su albergue también juntas.
En el tercero de aquellos nidos se hallaba la madre sola con sus hijos; el padre había ido en busca del sustento y tardaría poco en llegar. Las avecillas piaban y la golondrina procuraba tranquilizarlas, prometiéndoles una abundante cena. Aunque el hombre si se hubiese encontrado por casualidad uno allí, no la hubiera comprendido, la tierna madre hablaba con su cría, que apenas empezaba a cubrirse de plumas.
—La noche se acerca, decía, pronto volverá vuestro padre y comeréis.
—¿Y dónde va todos los días?—preguntó uno de los hijos.
—Va cerca de aquí, a un jardín donde hay frondosos árboles, cristalinos arroyos, bellos huertos y un hermoso palacio.
—¿Por qué no has puesto en él tu nido?
—Los nidos afean las fachadas de los grandes edificios, y nos hubieran arrojado de allí, bien estamos bajo este cobertizo donde no nos molesta nadie.
—Pero donde nada vernos. Madre: ¿hemos de pasar la vida siempre aquí?
—Ya volaréis.
—¿Cuándo?
—Antes de que empiece el frío. Este es nuestro refugio en el verano, durante el invierno nos proporcionamos otro.
—¿Siempre el mismo?
—Siempre, igual que aquí.
—¿Y lo tienes en lugar seguro?—preguntó una hija.
—Aún me agrada más mi casa de invierno que la de estío,—-contestó la madre.—Para entreteneros mientras vuestro padre llega, voy a referiros una aventura que no dudo os interesará, en la que sin saberlo, he tomado activa parte.
—Habla, habla, piaron los polluelos.—Y alzando la cabeza, escucharon con profunda atención el siguiente relato de la golondrina:
—«Mis padres construyeron su nido, no lejos de aquí. Nací, como vosotras, en un estío tranquilo, me fui cubriendo de plumas, me enseñaron a volar, y al entrar el otoño, un otoño que había de ser frío, y lluvioso, emigramos toda la familia y muchos compañeros juntos. Cruzamos la tierra española, atravesamos el mar, descansando en los mástiles de los buques, siendo respetadas por los marineros y al llegar a África, o un país cálido, hermoso, donde crecen las palmeras, los naranjos y los limoneros, me dijeron mis padres:—He aquí el compañero de tu vida, y designaron a un ave, de mi misma raza; vuela a formar tu nido, y familia aparte en él. Los padres se alejaron, y jamás los volví a hallar en mi camino.
—¿Dónde buscaremos albergue?—pregunté a mi compañero;—y habiendo divisado un alto edificio, escogimos para nuestra vivienda la parte más elevada, donde había una ventana con rejas.
La casa se hallaba deshabitada. Vivimos aquí en primavera, llegó otro otoño y me dispuse a partir. Las golondrinas son generalmente respetadas en todos lados, dicen que cuando crucificaron a Jesucristo ellas quitaron las espinas de su frente coronada, así los hombres nos miran con profunda simpatía. No hay, sin embargo, regla sin excepción. Cruzábamos un pueblo. Un muchacho que llevaba una escopeta, quizá cansado de no encontrar mejor caza, tal vez porque nos tomara por otras aves, tuvo la mala idea de disparar un tiro, y dos de nuestros compañeros cayeron muertos a sus pies.
Uno era el mío el otro una hembra. Nos detuvimos las dos que quedábamos solas, la bandada de pájaros siguió alegre su viaje; no deseaba más que ponerse en salvo. Miramos con tristeza al inhumano joven, que se llevaba aquellos amados despojos; y cuando quisimos huir de tan fatales sitios, no logramos alcanzar a las demás golondrinas.
Hicimos juntos la excursión, llegamos a África, allí esperaba a mi nuevo amigo otro pesar. Acostumbraba a descansar en una mezquita ruinosa y esta había desaparecido. Se vino conmigo, y fue desde entonces mi compañero inseparable; es vuestro padre.
Al llegar, no se me ocurrió acercarme a los hierros de la ventana por ver si ocupaba alguien la antes desierta habitación. Pero oí cantar, me sobresalté, y observé que un joven, casi un niño, se encontraba en aquel cuarto echado sobre un montón de paja. Debía ser europeo, tenía el cabello rubio, los ojos azules, un tipo opuesto al árabe, lo que me hizo al punto adivinar, como supe después en efecto, que era un cristiano hecho prisionero por los moros de la comarca. El joven cautivo cantaba a pesar de su desgracia.
El primer día que me vio, la alegría se pintó en su rostro. Alargó la mano para acariciarme, huí; compartió conmigo su comida y nos hicimos amigos. Le gustaba yo más que mi compañero, salía a la ventana cuando éste se alejaba, y llegó un día en que me dejé coger por él.
Debía conocer bien nuestras costumbres, porque momentos antes de partir para España me ató un papel con una cinta en el que había escrito algunos renglones. ¿Cómo podía yo adivinar dónde quería él que su carta fuese leída? Se me cayó en un pueblo de Andalucía, donde una niña bella y graciosa la recogió. Mi viaje no fue provechoso para el prisionero.
Al otoño siguiente le hallé más triste y preocupado que antes; fijaba sus ojos en un punto lejano que yo conocía, porque en él había un pequeño lago en el que acostumbraba a beber. Algunas veces encontraba en el camino a un hombre hermoso y robusto que tampoco me parecía árabe. Poco tardó este hombre en darme de comer como el prisionero. Luego que comprendió que no le temía, envió a mi joven amigo una carta por mi conducto; el preso le contestó, y de aquella correspondencia, ¿no adivináis cuál fue el resultado?
Una noche, esto era en el último invierno, me desperté sobresaltada. Oí ruido de armas al pie del torreón. Algunos hombres mandados por uno de mis conocidos, llegaron con sigilo para librar al joven del cabello rubio y los ojos azules; desarmaron a los moros después de una corta lucha, y llamaron al cautivo para que bajase.
No fue ingrato el europeo, yo le había puesto en comunicación con sus amigos, y no quiso irse sin despedirse de mí. Me cogió entre sus manos que temblaban, me acercó a sus labios y dejó en mis oscuras alas una lágrima y un beso. ¿Quién sabe si sintió partir?
¡Qué triste me pareció mi nido después!
Llegó la primavera y vine a España en el mismo buque que él; desembarcó en Gibraltar, y lo perdí de vista. Ya no lo encontré más. Es el mejor amigo que he hallado entre los hombres. ¡Qué Dios lo haga feliz! El que ama los pájaros y las flores no puede ser malo. Si algún día se presenta en vuestro camino, no huyáis de él como de otros seres..»
Así terminó su historia la golondrina; apenas la acabó, llegó su compañero, que fue saludado por un armonioso coro de gorgeos. El padre acarició a sus hijos, les dio de comer y todos se disponían a dormir, cubriendo la madre a las tiernas avecillas con sus alas, cuando dos muchachos de ocho a diez años entraron en el cobertizo.
—He oído que piaban por aquí los pájaros, —decía uno.
—¿Y dónde quieres que estén?—preguntaba el otro.
—No lo sé, por eso vengo a buscarlos.
—¿Con qué objeto, Marcial?
—Con el de coger nidos, Joaquín. Algunos tienen huevos muy bonitos, otros pájaros pequeños que no sirven para nada.
—¿Y qué les haces?
—Los mato.
—¿Por qué?
—Porque no me gustan.
—Pero esos pájaros,—replicó Joaquín,— tendrán padres que los quieran como a tí te aman los tuyos.
—¡Creerás tu que son como los hombres!
—Para querer a sus hijos sí.
—Eres un necio.
Marcial vio los nidos, y empezó a tirarles piedras. Las golondrinas agitaron sus obscuras alas, pensaron huir, aún algunos padres salieron del nido, pero las madres, que sabían que sus pequeñuelos no volaban, ya que no podían
a defenderlos, se quedaron allí tal vez para morir con ellos.
—¡Una escalera!—gritó Marcial,—ahora verás como las alcanzo.
No sin dificultad, llevó la que había en el cobertizo cerca de los nidos. Subió rápidamente y ya lanzaba una exclamación de júbilo al creer coronados sus deseos por un éxito feliz, cuando perdió el equilibrio y cayó al suelo a los pies de Joaquín. A las voces de éste acudieron los padres de Marcial, que cogieron al niño en sus brazos trasladándolo a su habitación.
Marcial estuvo enfermo bastantes días a consecuencia del golpe que recibió; pero aquello le sirvió de lección, no volviendo desde entonces a mortificar ningún animal. Hacerlo demuestra un alma perversa, pero Marcial está ya arrepentido y es seguro que el verano próximo no dejará de decir a sus compañeros:
—Respetad, cuando juguéis, los nidos de los pájaros.
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