Una hermosa mañana de Junio salió la niña Margarita a pasear con su aya. Era hija única y sus padres le otorgaban hasta los caprichos más raros y más costosos. De esto resultaba que era muy voluntariosa y no podía soportar la menor contradicción.
Habían estado primero en una frondosa alameda y luego penetraron en una calle a cuyos dos lados se veían preciosos jardines. La institutriz, que conocía de nombre o de trato a los propietarios de la mayor parte de ellos, iba diciendo a la niña quiénes eran, y esta la escuchaba con indiferencia exclamando a cada momento cuando se paraba delante de una verja:
-¡Hermosos claveles! pero los de mi jardín son más dobles.
-Mira qué dalias, pero las mías tienen colores más variados.
-Repara qué jazmines y qué heliotropos, pero me agradan más los que cultiva mi jardinero.
Al llegar a la última de aquellas posesiones, Margarita se detuvo y el aya le dijo:
-Esta ignoro de quién es, aunque se ha vendido hace ya algunos años.
Por la puerta de hierro se veía una espaciosa plazoleta con una bella fuente en el centro, las estatuas a los lados de las cuatro estaciones, árboles seculares por cuyos troncos trepaba verde hiedra y una infinidad de flores de puros matices, admirablemente combinados, entre las que descollaba un hermoso rosal cuajado de capullos y con una sola rosa completamente abierta.
Aquella rosa blanca, de un tamaño extraordinario, era de una belleza tal que jamás recordaba Margarita haber visto nada semejante.
-Dámela -dijo la niña al aya señalando con su mano la flor.
-¿Pero cómo puedo cogerla? -preguntó la institutriz alarmada por aquel extraño capricho.
-Llama y pídela al que abra.
Bien comprendía la pobre mujer que aquello era imposible, pero sabía que contrariar a Margarita era perder la plaza que desempeñaba y tiró de la campanilla.
Un jardinero apareció detrás de los hierros, pero no abrió la puerta.
-¿Qué quieren Vds.? -preguntó.
-¿Podríamos comprar esa rosa? -dijo el aya con tímido acento.
-Aquí no se venden flores -contestó el jardinero bruscamente.
-Esa nada más, la niña tiene capricho y...
-A mi amo no le importa eso -interrumpió aquel hombre-; precisamente ese rosal es todo su encanto, no sé cuantos años ha tardado en lograr una flor semejante y no la daría por todo el oro de la tierra. Es un hombre ya de edad, sabio, extraño; ha dedicado su vida al cultivo de plantas raras y no hay para el más goce ni más ilusión en el mundo.
-¿Tiene familia?
-Es viudo y su única hija se le murió; está enterrada debajo de ese rosal y a eso atribuye el amo la belleza de sus flores. Era una niña rubia, blanca y pálida como esa rosa; el señor no permite que nadie se aproxime ahí ni para quitar una hoja seca, sólo lo puede tocar él. Si estuvieseis dentro del jardín, veríais que al otro lado del rosal hay una lápida en la que se lee el nombre de la niña: Rosa. Mucho le ha costado a mi amo que le dejasen enterrar a su hija en esta posesión que compró hace pocos años, pero como cuenta con buenas influencias, lo logró al fin. Siento mucho no complacer a Vds., cualquier flor puedo darles menos las del rosal.
-Yo quiero la rosa blanca -gritó Margarita-, no me marcho sin ella.
-Pero si es imposible -dijo el aya.
-No hay nada imposible cuando lo pido yo.
El jardinero cansado de oírla, se despidió y se alejó de nuevo.
La institutriz no podía apartar a Margarita de allí. En balde le hacía toda clase de ofrecimientos para que esperase tener aquella flor otro día unas veces, otras trataba de atemorizarla recordando que había brotado sobre la tierra que guardaba el cuerpo de una niña; una atracción extraña obligaba a la discípula a no moverse de aquel sitio desde donde divisaba la rosa blanca, objeto de sus deseos.
-No hay otra en el país igual -decía Margarita.
-Haremos que las siembren semejantes en el jardín de casa.
-Para eso hay que esperar muchos años y yo la necesito ahora.
Cogió el cordón de la campanilla y lo agitó repetidas veces, pero el jardinero que veía desde corta distancia lo que ocurría, no se volvió a acercar.
Margarita lloraba, gritaba, maltrataba a su aya y esta al fin se vio en la precisión de hacerla andar a viva fuerza para que volviese al lado de sus padres. ¡Pero en qué estado llegó! Roto el vestido, sin sombrero, que había perdido en el camino, con el semblante encendido, los ojos brillantes y las facciones descompuestas, y el aya con señales inequívocas de numerosos mordiscos y arañazos.
La institutriz contó lo ocurrido en breves palabras y los padres se alarmaron al ver el estado de la niña. Supieron con terror que se había detenido en el campo a beber agua de una fuente, a pesar de las súplicas de su aya, y no tardaron en advertir las consecuencias de todo aquello, hijas de la mala educación que habían dado a Margarita.
La niña cayó gravemente enferma y en el delirio de la fiebre no hablaba más que de la rosa blanca. Los mejores médicos habían sido llamados para asistir a Margarita y en vano agotaban para ella los recursos de su ciencia.
La inconsolable madre, que no se había apartado ni un momento de su hija, salió de su casa una tarde con gran extrañeza de todos. No dijo a nadie donde iba ni se hizo acompañar por ninguno de sus criados. Se dirigió rápidamente a casa de aquel señor que se dedicaba al cultivo de plantas raras.
Algo le costó ser recibida porque el sabio huía todo trato social, pero al oír que una mujer bañado el rostro en llanto, quería hablarle, hizo una excepción en su favor y la madre de Margarita logró ser introducida en el despacho donde estaba el dueño de la casa arreglando por orden, en una caja con divisiones, varias semillas.
-Señor -dijo ella-,V. puede salvar a mi niña, es la única que tengo, todo mi amor, mi sólo consuelo. El origen de la enfermedad que va a arrebatármela es haber deseado ardientemente una rosa blanca que crece en el jardín de V.; se la negaron y volvió a mi casa en el más lamentable estado. Yo abrigo la esperanza de que si le llevo esa flor se mejorará.
-Señora -contestó él-, no debemos satisfacer todos los caprichos de los niños.
-Aseguro a V. que cuando se ponga buena, la educaré de otro modo, enseñándole a soportar las contrariedades de la vida. Pero hoy está enferma, no me niegue lo que le suplico; V. también ha sido padre y no oirá mis ruegos con indiferencia.
-Ese rosal -murmuró el caballero-, ha brotado junto al sepulcro de mi hija y para mí es una profanación tocar esas flores. Cuando bajo por las noches al jardín, esa rosa me parece que es ella, que su perfume es el de su inocencia; su blancura la de su rostro y su belleza la de su alma. Pero no seré yo, padre desconsolado, el que contribuya al pesar de una madre; tome V. esa flor que es mi encanto, por que los otros capullos no han abierto todavía, y ella pueda evitar que otros viertan las lágrimas que yo he derramado desde hace algunos años.
Llamó y, al presentarse un criado, dio orden de que el jardinero cortase la rosa blanca.
La madre de Margarita le echó mil bendiciones comprendiendo el sacrificio que aquel hombre hacía, cuando al llevarle la rosa vio que la besaba con respeto.
Al llegar la dama a su casa la niña continuaba lo mismo. La madre se acercó al lecho y colocó ante los ojos de Margarita aquella hermosa flor. La enferma la miró, sacó una de sus manos de debajo de los ropas y cogiendo la rosa aspiró su aroma primero y sonrió dulcemente después. Enseguida se quedó dormida, sin haber soltado la flor.
Poco a poco se fue mejorando la niña. Su madre había colocado en un precioso vaso de cristal la rosa blanca y varias veces al día la llevaba a la alcoba para que Margarita la viese. Los padres recobraban su contento y la casa iba tomando otra vez su aspecto ordinario. El aya estaba asombrada al ver que su discípula no había tenido ningún otro capricho. El carácter de Margarita había cambiado mucho durante la enfermedad; ¿sería acaso influencia de la rosa blanca?
Cuando se mejoró y pudo salir, su primer deseo fue visitar al sabio que había dado la flor a su madre.
Esta se prestó a acompañarla y las dos fueron recibidas por el caballero en su mismo despacho.
-Vengo a darle las gracias por la rosa -dijo la niña-; ya se ha secado, pero la guardaré así siempre. Quiero parecerme a su hija de V. y venir a verle todos los días para consolarle. Cuando me llevaron la flor, me figuré que veía a una niña que me mandaba todo esto y me decía que fuese buena. Debía ser su hija de V. Lléveme al jardín para que rece ante su sepulcro y el rosal que nació a su lado.
Bajaron y hallaron que tenía muchas rosas abiertas, todas tan hermosas como la primera. El caballero estaba muy conmovido, comprendiendo que algo extraño le ligaba a aquella niña que tenía la edad de la suya cuando esta murió.
Margarita cumplió lo ofrecido y fue a ver al caballero diariamente; este la recibió al principio con agrado y acabó por no poder vivir sin ella.
La niña fue siempre buena y cariñosa, nadie tuvo la menor observación que hacerle y todo el mundo atribuía aquel cambio a la flor.
Margarita y el caballero cuidaron con esmero el rosal, que cada año dio mayor número de rosas blancas.
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