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Julia de Asensi

"La princesa Elena"

Biografía de Julia de Asensi en Wikipedia

 
 
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La princesa Elena
     

Aquel príncipe tan amado de sus súbditos, casado con la princesa Rosalía, que presenté a mis lectores en el cuento titulado Pedro y Perico, tenía un hermano menor llamado Enrique que, al morir sus padres, había heredado también numerosos Estados y grandes bienes de fortuna.

Así como los primeros no habían tenido de su feliz unión más que un hijo, Enrique y su esposa la princesa Amalia no temían más que una niña, a la que habían dado el nombre de Elena.

La heredera del principado, porque en él podían las hembras ser sucesoras, era una criatura bellísima, de cabellos rubios y ojos azules, frente despejada y tez blanca teñida de un ligero sonrosado.

Rodeada de cuidados solícitos, la princesita podía vivir tranquila, si no contenta, en el soberbio palacio donde habitaba. Y si digo que no vivía contenta es porque la princesa amaba todo aquello de que se la privaba, correr por el campo, tener por amigas a niñas de su edad, ser expansiva sin que se tomasen sus demostraciones por familiaridades poco en armonía con su alto rango, no estar constantemente vigilada, en fin olvidar aquella etiqueta con que la mortificaban desde por la mañana hasta por la noche.

Tenía varios profesores y un aya encargada de no separarse de ella ni un segundo.

Cuando Elena paseaba en su carruaje, miraba con envidia a las niñas que jugaban sin que nadie se lo impidiera, y con placer hubiera cambiado su suerte por la de cualquiera de aquellas criaturas.

Una tarde del mes de Mayo iba la princesa, como de costumbre, en coche con su aya y otro individuo de su alta servidumbre por los alrededores de la ciudad. Hacía un tiempo magnífico, los árboles, completamente cubiertos de ramaje, formaban una bóveda sombría, la tierra estaba cubierta de césped y de flores; los pájaros cantaban alegremente; el cielo, que apenas se divisaba entre las verdes hojas, tenía un hermoso azul, estaba completamente despejado, y a lo lejos se veía un ancho río con algunas lanchas de pescadores.

-¡Qué feliz sería yo si me bajase para pasear! -exclamó la princesa.

El aya miró al caballero, y este, que quería mucho a la niña, dijo:

-Verdaderamente por una vez bien podría darse ese gusto a su alteza.

Apenas hubo pronunciado estas palabras, Elena dio orden de que parase el coche; se bajó seguida de los dos individuos de su servidumbre y, diciendo al cochero que la esperase allí, echó a andar yendo detrás de todos el lacayo. Este era un muchacho de pocos amos y viendo a otros chicos de su edad que estaban jugando a la pelota, como él no tenía tampoco aquellos ratos de expansión, dejó que se alejaran un poco la princesa y sus acompañantes y propuso a los
niños ser de la partida, a lo que ellos accedieron gozosos.

Elena corría sin separarse mucho del aya y de su servidor. Al fin, al llegar a una plazoleta, de la que la niña prometió no salir, el caballero dijo a la dama:

-Mientras la niña juguetea, bien podemos nosotros conversar un rato, haciendo grato paréntesis a la enojosa etiqueta de palacio.

Guillermina, que era un tanto curiosa, se embelesó con los sucedidos que su compañero, con gracia y donaire, le fue explicando, y así entretenida pasó algún tiempo, hasta que recordando sus deberes, buscó con la vista a la princesa. Elena había desaparecido. El aya y Federico la llamaron, corrieron en distintas direcciones, interrogaron al lacayo, que se había cansado de jugar y había vuelto al lado del carruaje; todo en vano, nadie había visto a la princesita, ni ella acudía a sus voces.

Ya muy tarde regresaron a palacio; con verdadera pena y con temor profundo refirieron los dos servidores a los príncipes lo ocurrido y los amantes padres, desesperados, locos, hicieron que se buscase a la niña por todo el principado, a pesar de que suponían que no podía estar lejos, e hicieron encerrar en estrecha prisión a Guillermina, a Federico, al cochero y al lacayo.

Poco se tardó en saber por casi toda la nación el extraordinario suceso; los unos suponían que el aya y el servidor habían dado muerte a la princesa, otros que la habían escondido en alguna cueva con el objeto de que a la muerte de los príncipes la sucesión fuese para algún protegido de ellos y la niña no pudiera presentarse a pedir la herencia, estando muy bien vigilada; algunos, los menos, los creían inocentes e imaginaban que Elena había sido robada por otra persona.

Ello fue que el tiempo pasó y nadie dio noticias de la princesita. Guillermina y los tres servidores seguían presos e incomunicados y los príncipes apenas salían de su palacio sufriendo amargos pesares para los que no hallaban consuelo.

¿Qué había sido en realidad de la niña?

Viendo que su aya y su acompañante no se ocupaban de ella, Elena echó a correr tras una mariposa blanca y no se detuvo hasta que llegó junto al río. Allí había una barca mal amarrada con una cuerda.

-¡Qué hermoso debe ser embarcarse! -exclamó la princesa.

Y se metió en la lancha. Soltó la cuerda y la frágil embarcación se fue alejando poco a poco. Quiso entonces retroceder, pero no era tiempo y, como los otros botes no estaban hacia allí, nadie pudo auxiliarla.

Una hora después pasó en otra barca un pescador que, adivinando sin duda algo de lo ocurrido, recogió a Elena dejando la lancha en que iba ella abandonada. Pero aquel hombre era extranjero y en balde interrogó a la princesa en su idioma, porque la niña no le comprendió.

Elena estaba seriamente alarmada, lo que no le había ocurrido hasta entonces, y suplicaba al pescador que la llevase a su palacio.

Era aquel extranjero un hombre honrado y caritativo que se había visto obligado a dejar su país porque, habiendo un hermano suyo cometido un crimen, todos le miraban con horror en su tierra, aunque él era inocente, y había huido al principado aquel con su mujer y dos hijos de corta edad, en busca de mejor fortuna.

Vivían en una pequeña población que contaba escasos habitantes, y se mantenían con los productos de la pesca que el iba a vender a la ciudad a un antiguo amigo suyo.

La mujer y los niños del extranjero acogieron a la princesa con cariño, la hicieron comer manjares que ella jamás había probado y luego la acostaron con la otra niña en una pobre cama donde la princesita no tardó en quedarse profundamente dormida.

Al siguiente día tuvo que hacer la misma vida que los extranjeros, ayudar a la niña a limpiar la casa, comer modestamente y jugar algo con las dos criaturas a las que entendía un poco, porque ya habían empezado a aprender la lengua del país, lo que no ocurría a sus padres. Contó su historia Elena, pero pareció a los chicos tan inverosímil que no la creyeron ni le dieron importancia ninguna. A aquel lugar no habían llegado las pesquisas que se hicieron para buscar a la princesa, pues nadie imaginaba que se hubiera refugiado allí.

La niña aprendió a coser y otras muchas cosas útiles que no sabía, y el pescador y su mujer, viéndola de carácter tan dulce y bondadoso, le tomaron cariño y se hicieron cuenta de que tenían una hija más.

Sus lujosas ropas se echaron a perder cuando llevó algún tiempo de estar en aquella población, y la princesita fue vestida pobremente como los otros dos niños. Las joyas que llevaba, que consistían en dos pulseras, un medallón con cadena de oro y algunas sortijas, fueron vendidas a las mujeres más ricas de la comarca para emplear su producto en efectos más útiles para Elena; así ella no conservó nada de lo que llevaba puesto cuando salió de su palacio. Como era naturalmente elegante y no ocultaba su historia a los muchachos que con ella jugaban en el pueblo, estos le hacían burla y le daban el nombre que por derecho propio le correspondía, por más que allí nadie creía que la historia fuese real; la llamaban la princesa Elena.

Sus mismos protectores, que ya comprendían perfectamente su idioma, sí la creían hija de algún gran señor, pero no la heredera del principado.

Así se pasaron algunos años sin que ningún acontecimiento fuera a alterar en lo más mínimo la vida de aquellas buenas gentes. Pero he aquí que un día llegó a una posada un caballero y contó al dueño de ella lo ocurrido a los príncipes, añadiendo que no se explicaba como la princesita no había parecido ni viva ni muerta. El posadero se calló, pero apenas el señor se alejó del lugar, llamó a su mujer y le dijo:

-¿Sabes que la historia contada por Elena ha resultado cierta? Ella es la heredera del trono; pero mira que buena, ocasión se nos presenta para hacer de nuestra hija Clara una princesa; tiene la misma edad que la otra niña, sabe esa historia, es inteligente y, con poco que le expliquemos, hará creer que es la princesa que se perdió hace años. Como pruebas, presentamos las dos pulseras que le compré cuando el pescador extranjero tuvo que venderlas, y así nadie dudará que nuestra Clara es la princesa Elena.

La mujer aprobó el plan y se lo dijeron a la niña, que era por su carácter muy a propósito para hacer la sustitución. Clara era vanidosa y no pudo menos de divulgar el secreto del posadero para que se supiera que ella iba a ser princesa. Enseguida todos los padres que tenían hijas de aquella edad próximamente y que también habían comprado las joyas de la princesita, pensaron hacer lo propio, reuniéndose en un momento tres falsas princesas que salieron el mismo día para la capital del principado.

El pescador extranjero, que comprendió que la verdadera princesa era la que él tenía en su casa, se embarcó en su lancha con Elena y partió en busca de los príncipes Enrique y Amalia, los inconsolables padres de la niña.

Pronto se divulgó por la capital la noticia de que la princesa había sido hallada en una modesta población. Algunos señores quisieron ser los que llevasen a palacio a la niña, y el uno se encargó de presentar a Clara y los otros a las llamadas Mariana y Clotilde que eran las que poseían, como pruebas de su identidad, las joyas que habían pertenecido a la princesa.

Enrique y Amalia, al saber que había tres criaturas que decían ser Elena, se hallaban muy preocupados y citaron en su palacio a las presuntas herederas del trono.

El pescador y su protegida se presentaron también, aunque no había en la nación nadie que se interesase por ellos.

Los príncipes con algunos de sus vasallos se hallaban en un gran salón cuando fueron las cuatro niñas llevadas a su presencia.

Clara, Mariana y Clotilde iban bien vestidas y lucían las joyas de la princesa, que un hábil platero había agrandado para ellas, excepto el medallón y la cadena, que pertenecían a la segunda, y que habían quedado tales como eran. Elena, con su modesto traje y su aire tímido fue la que excitó menos la atención. Una después de otra refirieron la historia con idénticos detalles, casi con más las que llevaban el papel estudiado que la que sabía lo ocurrido realmente.

Los cortesanos no se atrevían a decir nada; los unos encontraban que Clara tenía el porte distinguido de Amalia, los otros que Clotilde era muy semejante en la mirada a Enrique, y los más que Mariana, que era rubia y con los ojos azules, se parecía a la niña que se perdió. El príncipe se retiró a otra instancia con sus súbditos más notables para deliberar. Nadie podía resolver el conflicto.

De repente el bufón, que era un hombrecillo de la estatura de un niño de dos años, con una cabeza descomunal y una joroba enorme, se detuvo ante Enrique y le dijo tratándole con la familiaridad que le era propia:

-Había una vez un gran señor que tenía frecuentes accesos de melancolía. Le regalaron un mono y este distrajo a su amo de tal manera, que ya no necesitó más para ser feliz. Pero he aquí que un día se perdió el mono y el señor volvió a tener sus ratos de tristeza. Se ofreció una fuerte suma al que lo llevase a palacio y antes de los tres días le presentaron una docena de monos tan iguales al suyo que nadie podía distinguirlos. El señor mandó abrir las puertas de su mansión y dio orden de que los dejasen sueltos. La mayor parte de ellos entró; uno se dirigió a la sala, otros al despacho, cual a la galería de cuadros o a la biblioteca. Uno pasó a la cocina y se fue derecho al sitio donde le daban de comer. -«Este es mi mono», dijo el señor. Pagó al que se lo había llevado y despidió a los otros. Príncipe Enrique, aplícate el cuento. Aunque hace siete años que se perdió la princesa, algún recuerdo debe guardar de su palacio. Suelta a las cuatro chicuelas y comprenderás cuál es tu hija.

No era malo el consejo y además nadie había dado otro mejor.

Clara fue la primera que recibió la orden de buscar su cuarto y, como era natural, se detuvo en la alcoba que encontró más próxima. Sin decirle si había acertado o no, se la hizo volver a la sala.

Mariana fue más lejos, parándose en otra alcoba precedida de un tocador lujoso; Clotilde hizo poco más o menos lo mismo.

Elena, que era la última, pasó por aquellos dormitorios sin fijar la atención en ellos y no se detuvo hasta llegar a un oratorio.

-Aquí me parece que estaba -murmuró-, pero mi cama la han quitado.

Entró en otra pieza en la que había, entre otros muebles, un armario, lo abrió y sacó de él una muñeca vestida de blanco.

-Esta es la que me regaló Guillermina, mi aya -prosiguió.

Pero todo lo que hablaba no lo decía para que lo oyesen, parecía en aquel momento creerse sola y transportada a otros tiempos.

Sacó entre varios objetos los retratos de sus padres como eran algunos años antes, porque la pena los había cambiado tanto que ya no parecían los mismos, y los besó con profundo respeto.

-Otra prueba aún -dijo el príncipe Enrique-; que vayan las niñas al jardín.

Fueron en efecto, pero apenas habían entrado en él, un perro se dirigió hacia ellas, ladró alegremente y luego, moviendo la cola, lamió las manos de Elena y le prodigó otras caricias.

-¡Pobre León! -exclamó ella-, ¿te acuerdas todavía de mí?

Y le besó con cariño.

Ya no quedaba la menor duda, la única niña que no poseía la menor prueba de ser la hija de Enrique, era la princesa Elena.

Los padres no cesaban de abrazarla y los súbditos vitoreaban a los tres.

Las niñas se volvieron a su pueblo, no castigándose a los padres por haberlo rogado así la princesa; Guillermina, Federico y los otros servidores fueron puestos en libertad; al bufón, que era de carácter triste, se le permitió que no hiciese reír más a nadie en palacio, pero que continuase en él, y el pescador y su familia obtuvieron grandes riquezas, porque la princesita los quiso siempre con ternura recordando lo que por ella habían hecho.

Los príncipes y su hija fueron completamente dichosos y algunos años después la princesa Elena se casó con su primo Pedro reuniéndose en un principado los vastos dominios de los dos.

 

 

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