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Julia de Asensi

"La hucha"

Biografía de Julia de Asensi en Wikipedia

 
 
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La hucha
     

Habiendo quedado huérfanos Gabriel y Luis cuando eran muy niños, fueron confiados a su tutor, un amigo muy querido de su padre que le había apreciado principalmente por su honradez y su laboriosidad. Don Tiburcio, que así se llamaba, había aceptado sin replicar la misión que su buen compañero le diera y sin averiguar si los niños tenían algún dinero para educarlos, mantenerlos y vestirlos, que a él no le faltaba un buen sueldo para llenar cumplidamente aquellos deberes tan sagrados. Pero a los pocos días de tener a su cargo a las dos criaturas comprendió que no podría solo atenderlas y que no bastaba que él hiciera las veces de padre sino que necesitaban también una madre. Y este fue el motivo por el que Don Tiburcio se casó con Doña Generosa, una prima suya en cuarto grado a la que había tratado poco, que no era ya joven, pero de la que le dieron muy buenos informes sus parientes y amigos. Aquella era la esposa que le convenía, de carácter dulce y apacible, honrada, económica, muy cariñosa con los niños y muy buena mujer de su casa. Gabriel tenía entonces seis años y Luisito tres.

Generosa empezó por corregir algunos abusos, como ella los llamaba. En casa de Tiburcio había dos criadas; echó a la una y rebajó el salario a la otra. Se hacían allí dos comidas fuertes, además del desayuno y la merienda. Ella dejó el desayuno trocando la taza de café con leche por una jicara de chocolate hecho con agua y el bollo por un pedazo, no grande, de pan; les dio a las doce una comida modesta y poco abundante y por la noche, para cenar, otro chocolate como el de la mañana o unas sopas. Nada de merienda, esta quitaba la gana de cenar a los niños y si comían mucho dormían después mal.

—Tú trabajas ahora, decía a su marido; pero cuando seas más viejo ¿qué harás, si no has ahorrado nada?

El pobre Tiburcio, que siempre había sido de carácter muy débil, se sometía a todos sus deseos y llegó un día en que no pudo ir al café con sus amigos, ni fumar, ni leer un periódico, porque su mujer no le permitía que tuviese dinero.

En cuanto a los niños, como no cobraban más que una corta pensión, de ella se descontaba todo lo que se gastaba para los dos, y si quedaba algo, Generosa se lo daba para que lo echasen en una hucha que había comprado para cada uno, a fin, decía, de enseñarles desde su más tierna infancia a ser arreglados y económicos.

Como Luis era tan pequeño no dejó de aficionarse a aquel sistema de ahorro, que en todo veía, estando muy satisfecho cuando su hucha pesaba mucho. En cambio, Gabriel llevaba muy a mal que no le dieran algunos cuartos para comprar juguetes, lápices y alguna golosina.

Las huchas de los niños estaban guardadas en el armario donde tenían su ropa, y la mujer de su tutor los amenazaba con los más severos castigos si tocaban a ellas.

—¿Pero, no es nuestro este dinero? preguntaba a Tiburcio el niño mayor.

—Sí, hijo mío, respondía él, y Dios le libre a nadie de quitároslo, pero... pero...

Y el buen hombre no salía de ahí, porque no encontraba ninguna razón que dar al muchacho.

—¿Por qué la llaman a V. Generosa, dijo otro día Gabriel a la mujer de Tiburcio.

—Porque nací el día de Santa Generosa, el 17 de julio, contestó ella sin comprender al pronto la intención del chico.

—¡Ah, vamos! como se llama Blanca la vecina de enfrente, que es mulata, y Don Probo el usurero de la casa de al lado.

—¡Insolente! gritó Generosa.

Pero el niño tenía en su rostro una expresión tan inocente y tan tranquila, que creyó que no había tratado de faltarle.

En aquella época Gabriel había cumplido once años y ocho Luis.

Iban al colegio siempre juntos, una escuela que costaba poco, pero en la que el niño mayor aprendía bastante porque era muy listo y aplicado. Quería mucho a su tutor y a su hermanito y trataba también de dar su afecto a Generosa; pero como a esta no le importaba más que el dinero, era un tanto desabrida con Tiburcio y sus pupilos.

Una mañana, en que el buen hombre había ido a sus ocupaciones habituales y Luisito no había podido salir por estar algo enfermo, Gabriel se marchó solo a la escuela, de la que volvió a la hora acostumbrada.

Entró en la alcoba del pequeño y le enseñó un peón y una caja de soldados. El pobre Luis se puso muy contento a jugar con Gabriel; pero, pasado el primer entusiasmo le dijo:

—¿De dónde has sacado el dinero para comprar esto?

El otro hizo como que no lo oía; pero el muchacho, sin añadir palabra, se fue a la habitación contigua, abrió el armario, y halló las dos huchas; las cogió, viendo que la de su hermano pesaba un poco más que la suya. Esto le tranquilizó; Gabriel no había tocado a su dinero. Sin duda aquellos objetos se los habrían dado en el colegio o tal vez se los hubiera regalado Tiburció; pero, ¿cómo podía hacerlo si estaba tan pobre como los chicos?

Creyendo Gabriel que Generosa le había llamado, corrió hacia él cuarto de ésta y extrañó mucho que la puerta estuviese cerrada. Dio unos golpecitos en ella y no obteniendo contestación, temeroso de que le hubiera ocurrido algo, miró por la cerradura en la que estaba mal puesta la llave.

Generosa se hallaba allí muda, absorta, de pie delante de una mesa en la que había varios montones de oro y plata, billetes de Banco y títulos de sociedades de crédito. Los iba tocando uno por uno, gozosa, sonriente, casi bella, cuando tan fea era de ordinario, transfigurada por su amor al dinero, el único afecto que sentía. Gabriel se quedó pensativo. ¿Para qué quería aquella mujer esas riquezas, si no conocía el placer de vivir con holgura y de hacer el bien? ¿Era posible que fuese dichosa sólo por el gusto de ver y tocar una fortuna que, no gastándose, para nada valía?

El comprendía que se coleccionaran los libros que instruyen, los cuadros y las estatuas que encantan por lo hermosas, las antigüedades que revelan grandezas pasadas, pero ¿el dinero?

Seguía mirando con el mayor asombro y vió que Generosa encerraba su oro y su plata en cajas y los billetes y los títulos en carteras. Pero antes los acariciaba con los ojos y con las manos, con una expresión de ternura que él no le conocía. Todo fue guardado en el cajón de una mesa, del que quitó la llave que escondió en su pecho.

El niño se alejó con profundo disgusto, y cuando volvió al lado de su hermano, éste le encontró preocupado y distraído.

—¡Qué divertido es jugar! exclamó Luis que tenía formados los soldados y daba por vigésima vez cuerda al peón.

—Sí, respondió Gabriel, infinitamente más que tener el dinero en la hucha.

En aquel momento oyeron música en la calle y una voz de niña cantaba implorando la caridad pública. El niño mayor se acercó al balcón y vió a un anciano ciego que tocaba una guitarra y a su lado a una chicuela de pocos años, pálida y delgada, cuyo cuerpo apenas cubrían unos miserables andrajos.

Gabriel corrió al cuarto de al lado, sacó su hucha, la rompió y cogiendo un puñado de monedas se lo arrojó a la mendiga, que le dio las gracias con una sonrisa llena de dulzura.

En tanto Luis vió con el mayor asombro que la hucha de Gabriel no contenía mas que tres o cuatro monedas de plata y que había en cambio muchas de cobre; él sabía que allí debía de haber algunas
pesetas más.

—¿Qué has hecho de la plata que tenías? le preguntó.

—He cogido a granel; no sé si habré echado a la calle plata o cobre. He dado por los que no dán.

Aquello aumentó la preocupación de Luis; ¿habría sacado Gabriel el dinero por cualquier medio que él ignoraba y habría comprado los juguetes? Estaba muy contento con ellos, pero le tenía pensativo aquel temor. ¿Qué diría Geuerosa al ver rota la hucha, ella que no hacía una limosna jamás?

Cuando llegó Tiburcio, mientras Gabriel estudiaba sus lecciones para el día siguiente, el niño menor enteró al que hacía con ambos las veces de padre, de lo que había ocurrido durante su ausencia.

Entonces el tutor le dijo:

—No desconfíes de tu hermano, hijo mío, y oye lo que ha pasado, puesto que no hay más remedio que contártelo. Esta mañana salí yo a cobrar un dinero que desde hace años me debía un amigo mío y que hasta ahora no había podido pagarme. Al pasar por una calle vi parado delante de una tienda de juguetes a Gabriel y acercándome le dije: —¿Te gustan esos soldados? Él se volvió con algún sobresalto y me contestó: —Estaba pensando en Luis, que sería dichoso si tuviese algo de lo que hay aquí.— Entonces, faltando por primera vez a la voluntad de Generosa, entré con tu hermano en el bazar, compré los soldados y el peón y le regalé una caja de lápices. Gasté cuatro pesetas y con la otra, para completar un duro... perdona mi debilidad, niño mío, me compré en el estanco unos cigarros puros y una cajetilla y, ya en la calle, un periódico, El Impartial de hoy. Generosa cobrará un duro menos, pero algo hay que hacer por vosotros, y aun por mí; ella no sabe qué cantidad tenía que darme mi amigo. ¿Tú no le dirás nada, verdad?

—¡Ah! no, tutor querido, y voy al instante a pedir perdón a mi hermano por haber sospechado injustamente de él.

Tuvo un momento de vacilación y preguntó luego:

—¿Por qué tenía Gabriel menos plata que yo en la hucha?

—Por otra bondad de su alma, contestó Tiburcio; porque cuando se trata de repartir vuestro dinero, pone para ti las pesetas y para él los cuartos. Dice que como es el mayor, podrá ganar dinero antes que tú.

Llorando de remordimiento y con verdadero dolor de su corazón pidió Luis, como había dicho, a Gabriel que le perdonara, lo que le fue otorgado con la mejor voluntad.

Ya no quedó para el pequeño otro temor sino el de que viera Generosa la hucha rota de Gabriel; pero Dios, que vela por los niños buenos, se encargó de protegerle, a la vez que salvaba a la avara de la condenación eterna.

Cayó la mujer de Tiburcio enferma de gravedad y tuvo tiempo de conocer su estado y arrepentirse, diciendo a su marido dónde guardaba el dinero que le había quitado poco a poco.

Tiburcio que, a pesar de las muchas faltas de su esposa, la quería, la perdonó. Pasaron bastantes días después de su muerte sin que tocase Tiburcio a aquella fortuna que era suya, y que manejó hábilmente más tarde. Había sido muy gastador en su juventud y se hizo arreglado; esto fue lo único bueno que debió a Generosa. Dió mucho a los pobres, entre ellos al ciego y a la niña que cantando pasaba diariamente por su calle.

Gabriel y Luis tuvieron siempre su hucha, que era exclusivamente para sus gustos o caprichos. Todos los años al llegar la Pascua la rompían y con lo que tenían ahorrado, que eran hermosas monedas de plata, compraban libros, juguetes y otras cosas pava darlo a los niños pobres, aquellas tristes y buenas criaturas que no podían adquirir esos objetos por falta de dinero.

 

 

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