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Julia de Asensi

"La gota de agua"

Biografía de Julia de Asensi en Wikipedia

 
 
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La gota de agua
     

I

Jamás se vio un matrimonio más dichoso que el de D. Juan de Dios Cordero –médico cirujano de un pueblo demasiado grande para pasar por aldea, y demasiado pequeño para ser considerado como ciudad–; y doña Fermina Alamillos, ex-profesora de bordados en un colegio de la corte, y en la actualidad rica propietaria y labradora. Hacía veinte años que se habían casado, no llevando ella más dote que su excelente corazón, ni él más dinero en su bolsillo que 60 reales; y a pesar de esta pobreza, conocida su proverbial honradez, sin recibir ninguna herencia inesperada, al cabo de cinco lustros, el señor y la señora de Cordero eran los primeros contribuyentes del lugar. ¡Pero qué miserias habían pasado durante esos cinco lustros! En aquella casa apenas se comía, se dormía en un humilde lecho, y su mueble de más lujo lo hubiera desdeñado cualquier campesino.

Cuando alguien preguntaba a doña Fermina por qué no teniendo hijos a quienes legar su fortuna había ahorrado tanto dinero a costa de su bienestar y acaso de su salud, la buena señora respondía: «Hice como la hormiga, trabajé durante el verano de mi vida, para tener alimento, paz y albergue en mi invierno. He cumplido cincuenta años; si vivo veintitantos o treinta más –que bien puede esperarlo, la que como yo, sólo encuentra en su casa gratos placeres–, daré por bien empleada mi antigua pobreza, que hoy me brinda una existencia serena y desahogada».

Juan de Dios no tenía más opinión que la de su mujer; a él le había tocado trabajar como médico-cirujano, y a su esposa economizar lo ganado en aquel pueblo a fuerza de sudores y fatigas, porque no todos los enfermos pagaban; unos por falta de recursos, y los más porque se morían. Esta era la única mancha que tenía Juan de Dios sobre su conciencia; muchos de los pacientes, a los que había dado pasaporte para el otro mundo, no estaban condenados a morir. Acostumbrado a curar siempre con sangrías, había precipitado con ellas el fin de bastantes desgraciados; pero cuentan, que a pesar de eso, el honrado doctor, hombre excelente, dormía como un bienaventurado, y que jamás se le apareció en sueños, ninguna de sus víctimas.

Acababa de acostarse Juan de Dios, serían las nueve de una noche fría y lluviosa del mes de Marzo, cuando llamaron a la puerta. Marido y mujer se sobresaltaron; hubo una ligera polémica sobre si debía abrirse o no, y ya era cosa resuelta que no se abriría, porque este fue el parecer de la esposa, cuando entró la criada en la habitación de sus amos, y dijo:

–Señor, avisan a usted con urgencia para una enferma.

–No puede ir –gritó doña Fermina.

–Mujer, por Dios –suplicó el marido...

–Te vas a resfriar.

–¿Y si por no constiparme se muere esa desgraciada?

–¿Y si coges una pulmonía y te mueres tú?

–Iré bien abrigado.

–Vamos, no lo consiento.

–¿Qué respondo al criado de la señora baronesa? –preguntó la criada.

–¡Ah! ¡Se trata de la señora baronesa! –exclamó Fermina abriendo con asombro los ojos–; eso es otra cosa.

Entre las debilidades de aquella honrada mujer, pues todos las tenemos, era la principal su deseo de tratar a personas de elevada alcurnia. Hacía más de un año que la baronesa vivía en el pueblo con su marido y su hijo, y doña Fermina no había encontrado una ocasión propicia para introducirse en su casa; nunca se había visto una familia de mejor salud; al fin un individuo de los principales, reclamaba los cuidados científicos de Juan de Dios, éste salvaría a la paciente y la amistad entre la ilustre dama y la antigua profesora, llegaría a ser un hecho real y positivo.

–Di al criado de la señora baronesa –se atrevió a murmurar Juan de Dios– que no me siento bien y que me es imposible ir.

–¿Qué estás diciendo? –exclamó la esposa–. ¿Dejarás morir a esa señora?

–Por no resfriarme, por no darte un disgusto...

–No, esposo mío, no te resfriarás. Ponte el abrigo forrado de pieles, la bufanda, la capa, el gorro bajo el sombrero y ve en coche. ¿Ha mandado el suyo la baronesa?

–Sí, señora –contestó la criada.

–Pues anda, Juan de Dios, no te detengas, así no te pondrás enfermo.

Diez minutos después salía el médico de su casa.

Doña Fermina, rebosando de satisfacción, no pudo conciliar el sueño en el resto de la noche.

II

Juan de Dios volvió a las nueve de la mañana del siguiente día. Su esposa fue a su encuentro con la ligereza propia de una niña, y apenas vio a su marido, le preguntó:

–¿Qué quería la baronesa? ¿Te ha recibido bien? ¿Te ha ofrecido la casa? ¿Te ha rogado que vaya a visitarla o te ha dicho que ella vendrá primero a verme? ¿No me contestas?

–Cuando acabes de preguntar, Fermina.

–Pues ya he concluido.

–La baronesa estaba enferma, y solo me ha hablado de lo referente a su dolencia; no me ha preguntado por ti.

–¡Qué grosería!

–La baronesa, dos horas después de mi llegada, dio a luz una robusta niña, que ha sido recibida con verdadero júbilo, pues ya sabes que no tenía más que un hijo y ella deseaba vivamente una hija.

–Y después, ¿qué has hecho?

–Ya dejaba tranquila a la ilustre señora, ya salía de su casa y me disponía a volver a la mía, cuando una mujer pobremente vestida me llamó. «¿Es usted el doctor?» me preguntó. Y al oír mi respuesta afirmativa, añadió: «¿Puede usted asistir a una vecina mía?» ¿Cómo negarme a hacerlo? Subí a una humilde boardilla, y encontré a una infeliz joven que se hallaba en el mismo caso que la baronesa. Comparé lo que acababa de dejar con lo que estaba viendo: en el palacio muebles lujosos, ricas colgaduras, luces, espejos, suntuosos trajes, un esposo amante, amigos solícitos, criados esperando con interés la feliz nueva... En la boardilla, desnudas paredes, vigas carcomidas, un jergón, harapos, soledad, tristeza. Aquella desgraciada acababa de quedar viuda; su marido no le había dejado recursos de ningún género y ella se moría de hambre y de pena. Dio a luz otra niña, flaca y que no parecía tener más que un soplo de vida. Pero acaso no muera: nace con mala estrella para dejar tan pronto el mundo. Perdona Fermina si le di, sin contar con tu beneplácito, una moneda de plata a aquella mujer.

–Que trabaje.

–Su estado no se lo permite: ya trabajará.

–Casi todas las que están en el último grado de miseria, tienen la culpa de lo que les sucede.

–Ella me ha pedido ayuda y protección.

–Yo también fui pobre, trabajé, y ahora disfruto un grato bienestar; que haga lo mismo y no será desgraciada.

Fermina estaba de mal humor, porque la baronesa no había preguntado por ella, y por eso hablaba de ese modo; por lo demás su corazón era bellísimo, y al siguiente día encargó a su marido que enviase ropas, caldo y otras cosas a la pobre viuda.

III

Esta no fue tan digna de compasión como era de suponer. Un acontecimiento inesperado vino a sacarla de aquella situación angustiosa. La nodriza que había buscado la baronesa para criar a su hija tuvo que volver a su pueblo al mes de nacer la pequeña Camila, y no encontrándose ninguna con la premura necesaria, Juan de Dios le propuso a la mujer de la boardilla, que se había restablecido por completo, gracias a los cuidados de doña Fermina. La joven fue admitida con la condición de que había de buscar alguna persona que se encargase de su niña. Así esta, la pobre Benigna, por ser desgraciada en todo, no gozó, ni en los primeros meses de su vida, las caricias de su madre. Fue confiada a una vecina, que la crió al propio tiempo que a un hijo suyo, y únicamente cuando la niña anduvo sola y dio poco que hacer, se consintió al ama de Camila que llevase a Benigna consigo.

Camila era muy bonita, Benigna fea, medio raquítica, solo tenía hermosos cabellos castaños y grandes ojos azules, en los que ya se reflejaban la bondad y el candor de su alma.

Cuando Camila no necesitó ama, doña Fermina y Juan de Dios quisieron llevarse a la viuda a su servicio; ella no consintió, y acaso de aquella negativa nacieron todas las desgracias de su hija. Tal vez el médico y su mujer hubieran adoptado a la niña, legándole en su testamento su fortuna, que harto lo prueba que así lo hicieron más tarde con una huérfana que acogieron; pero a la madre de Benigna le deslumbró el brillo de un título, y no consintió en abandonar a la baronesa.

Doña Fermina no realizó jamás su dorado sueño de ser amiga, ni aun conocida de la ilustre dama.

IV

Ya tenían las niñas seis años, cuando la nodriza murió. Benigna, que la quería tiernamente, sintió un inmenso vacío en su derredor; pero en la infancia se olvida fácilmente, y poco tardó en compartir los juegos de Camila.

Una tarde, la hija de la bella señora y la huérfana, sentadas ambas sobre la alfombra, vestían y peinaban una gran muñeca, mientras la baronesa, no lejos de ellas, conversaba con varios de sus amigos. Su vista se fijó en las dos niñas, que no advirtieron la atención de que eran objeto.

–¿Pero quién diría –exclamó riéndose y comparando la esbelta y graciosa figura de su hija con el defectuoso cuerpo y el feo rostro de Benigna–, que estas dos criaturas han nacido en el mismo día? Vean ustedes: Camila le lleva más de la cabeza.

–¡Ah! Camila es encantadora –dijo un admirador de la madre.

–¿Y cómo consiente usted que su niña, que está tan bien educada, pase tantos ratos al lado de esa chicuela? –preguntó otro.

–Es su hermana de leche. Camila le tiene algún cariño a causa sin duda de que nunca la contraria, y a mí me da pena sacarla de mi casa.

–¿No tiene padres?

–Su madre, única persona que le quedaba en el mundo, murió el verano pasado.

Nadie volvió a ocuparse de las niñas, hasta que Camila se incomodó porque Benigna había dejado caer inadvertidamente la muñeca. Su diminuta mano golpeó repetidas veces el rostro de su compañera de juego, que se alejó llorando.

La baronesa tomó en sus brazos a Camila, y para calmarla prometió comprarle nuevos juguetes. Benigna se dirigió a su cuarto, y después de enjugar sus lágrimas se consoló de la ingratitud de su joven ama, viendo la colección de muñecas rotas que aquella le había dado, y formándolas junto a la pared para que se sostuvieran de pie. Allí se puso a imitar las conversaciones que oía a los señores y a los criados, haciéndose ella representar por una muñeca de agraciado rostro que distaba mucho de parecérsele.

V

Pasaron los años y Camila fue llevada a un colegio; su hermano había empezado antes su educación. Benigna no aprendió nada; en casa de la baronesa la vestían y la alimentaban del mismo modo que daban de comer y cuidaban a los perritos preferidos de los amos, para que viviesen, sin ocuparse de nada más.

Benigna cambió poco; al llegar a la adolescencia no tenía ni aun esa belleza propia de los quince años. Su rostro carecía de atractivos, su talle de la esbeltez de la juventud, su estatura era pequeña, solo había en sus grandes ojos azules una melancólica y dulce expresión, que hubiese podido impresionar algunos corazones, si alguien se hubiese dignado fijarse en ellos; pero a Benigna no la miraban ni los criados de la baronesa.

Al cumplir los quince años sacaron a Camila del colegio: era una señorita bien educada, pero fría, egoísta y orgullosa. Benigna había puesto todo su cariño en ella; así es que al verla, olvidando la diferencia de clases, fue a echarse en los brazos de su hermana de leche, pero esta la rechazó con dureza. Benigna se apartó de ella con el corazón destrozado.

El hijo del barón tenía diez y nueve años: también él volvió a la casa paterna después de haber estudiado y viajado. No era tan vanidoso como su hermana, pero su carácter se asemejaba bastante al de esta. Benigna los veía como a dos ídolos, a los que adoraba de lejos, sin que los ídolos se dignasen concederle ni la más insignificante de las gracias.

Una noche, era más de la una, la pobre niña velaba en su cuarto, cuando oyó pasos furtivos en el corredor. Salió sobresaltada y vio al joven que se dirigía a un aposento no lejano del de su madre.

–Benigna –dijo retrocediendo al verla–; he perdido mucho en el juego, y necesito dinero; ¿dónde guardan mis padres el suyo? Tú debes saberlo.

–No lo sé, señor, y aunque lo supiera lo callaría.

–Eres una imbécil, pero me es indiferente que lo calles; yo lo averiguaré.22.05

Y siguió su camino a pesar de las súplicas de la joven.

A la mañana siguiente la baronesa notó la falta de una crecida cantidad de dinero. Los criados dijeron que habían oído por la noche hablar a Benigna con un hombre. Ella no negó que a esa hora estaba levantada; pero no reveló, por cariño al joven, lo que este le había dicho, y él en su egoísmo lo ocultó también. El barón y su esposa no dieron parte a la policía, y encerraron a la niña en su cuarto hasta que descubriese a quién había entregado el dinero.

Benigna tuvo siempre una salud delicada; le causó una dolorosísima impresión verse tratada de tan inicuo modo, y cayó gravemente enferma. Juan de Dios, el que asistió a la madre cuando el nacimiento de la niña, fue llamado para asistir a esta en su postrera enfermedad.

Una tarde, era en el mes de Mayo, Camila fue enviada por su madre para informarse del estado de Benigna.

–No le quedan muchas horas de vida –contestó el doctor.

La joven alzó los ojos, que fijó de un modo extraño en su hermana de leche.

–D. Juan –dijo señalando a Camila–; ¿por qué si nacimos juntas, vivió ella entre el fausto y los halagos de la suerte, y yo no tuve ni familia ni hogar?

–Bienaventurados los que lloran, hija mía –contestó Juan de Dios.

–¿Por qué nació hermosa, por qué vive feliz, por qué no le dirigen injustas acusaciones?

–El Señor lo sabe; piensa en que hay otra vida de dicha y recompensa para los que sufren en esta.

–¿Quién se acordará de mí después que muera?

Benigna se incorporó en el lecho. Su habitación, situada en el piso bajo, tenía vistas al jardín. Desde su cama se divisaban árboles, flores y una fuente. Había llovido, y en las hojas de los tilos brillaban algunas gotas de agua. La niña vio caer dos de ellas; la una fue a perderse en la fuente, agitando levemente su superficie, la otra cayó al suelo y no dejó huella ninguna en la arena.

–Así somos nosotras –murmuró Benigna–; Camila la gota de agua que enriquece la fuente, yo la que absorbe la tierra, sin que de ella quede rastro ni memoria. Acaso sea mejor; nadie me sentirá en el mundo, y mis padres me esperarán en el cielo. Cuando ella muera su familia no tendrá consuelo. ¡Pobres gotas de agua! Yo tampoco os miré hasta hoy, y quizá vosotras descendéis de las nubes para llorar mi prematuro fin. A la tierra vais como yo: ¡cuántas humedeceréis la que ha de cubrir mi sepultura!

Y aun habló más Benigna, pero poco a poco sus ideas fueron menos lúcidas, y en su delirio refirió, sin sospecharlo, cómo se habla hecho el robo y nombró al autor de él. Los padres lo supieron con espanto; el hijo declaró que era cierto, y la baronesa y su esposo encargaron a Juan de Dios que nada dijese.

–Que los criados no sospechen la conducta de mi hijo –murmuró la madre–. ¿Qué importa que acusen del robo a Benigna? ¿Qué tenía esa muchacha que perder? Ni nombre, ni familia, ni hogar...

No respetaron ni su memoria; ¡pobre gota de agua!

 

 

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