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Julia de Asensi

"La empanada"

Biografía de Julia de Asensi en Wikipedia

 
 
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La empanada
     

Emilio era un hermoso niño de diez años, de buenos sentimientos, cariñoso y amable y sin más defecto que el de ser demasiado glotón. La mayor felicidad para él consistía en comer mucho y en tener un gran cocinero. Como gozaba de excelente salud y nada le hacía daño, pasaba casi todo el día comiendo sin que nadie se lo impidiera, porque sus padres no veían ningún mal en ello, ni juzgaban como grave defecto la afición de su hijo a saborear toda clase de manjares.

Aunque almorzaba bien a las doce, a las tres de la tarde, al ir a paseo , ya llevaba preparada la merienda y apenas se veía en el campo, se detenía, se sentaba en una piedra grande y empezaba a comer.

Uno de aquellos días en que había salido con un antiguo criado de su casa, en el momento en que sacaba de una cesta pequeña medio pollo y dos pastelillos, se acercó a él una encantadora niña que podría tener, poco más o menos, su misma edad. Era morena, con hermoso cabello obscuro, ojos grandes y negros, pero estaba muy delgada y muy pálida. Llevaba un trajecito de percal bastante usado y un delantal con algunos remiendos. Iba descalza y tenía puesto en la cabeza un pañuelo un tanto deteriorado.

- Una limosna por amor de Dios, dijo con voz a penas perceptible.

Emilio registró sus bolsillos, pero no llevaba en ellos ninguna moneda.

- Esta niña debe tener hambre, le indicó el criado.

- ¡Ah! si señor, mucha, murmuró ella.

- Pues el caso es, profirió el niño, que no tengo nada para darle limosna...

- Tienes comida, ofrécete algo, interrumpió el sirviente.

- ¡Pero si no he traído más que lo preciso para mí! ¿Qué se va a dar de medio pollo? ¿la pata? ¡está tan buena así fría, doradita y no dura! ¿La pechuga? me gusta mucho y casi es lo único en que hay algo que comer... ¡lo demás tiene tantos huesos!

-Dale pan...

- No me has traído mas que un panecillo pequeño...

- Un pastel...

- Sí, tengo dos, pero no son iguales, uno es de crema y otro es de dulce; no sé cual me gusta más... En fin, empezaré a merendar y si queda alguna cosa se lo daré a esta niña...

Comía con gusto y como ella, la pobre mendiga, no cesara de mirarlo, le volvió la espalda para no caer en la tentación de darle su merienda o parte de ella por lo menos.

En un instante desapareció todo, el pollo, el panecillo y los pasteles.

Cuando la niña comprendió que no quedaba nada, se alejó lentamente, llena el alma de indecible angustia. ¿Quién le daría un pedaza de pan?

Era hija de un carpintero muy trabajador, que había tenido la desgracia de romperse el brazo derecho en una obra y hacía más de un mes que el infeliz no podía ganar su jornal. Poco a poco había ido su mujer empeñando todo lo que tenía en casa y ya hacía veinticuatro horas que no había nada para comer. Ángeles, la pobre niña, había salido a pedir limosna, sin recibir ninguna moneda, y al separarse de Emilio volvió a su pobre vivienda llorando amargamente.

La casualidad hizo que aquella noche leyera el padre del niño en un periódico de la capital la noticia de haber muerto de hambre en una calle poco concurrida un miserable mendigo.

- ¿Es posible que se muera uno de eso? preguntó Emilio.

- Sí, hijo mio, le contestó su padre, y es una de las muertes más horribles. Afortunadamente para ti, y teniendo en cuenta tus aficiones, no hay ni la menor probabilidad de que mueras por ese motivo y tampoco, Dios mediante, habrás de carecer de medios para comer bien.

A la hora de la cena, el muchacho había logrado olvidar por completo a la niña y era feliz ante los suculentos manjares que le iban sirviendo.

A la mañana siguiente salió después de desayunar con el objeto de dar un paseo.

Hacía un tiempo hermoso y el niño y el criado se alejaron bastante de la población. Llevaba Emilio una pelota para jugar y la lanzaba a grande altura corriendo para ir a buscarla por el extenso valle; pero una de las veces no la encontró y tuvo que internarse en un camino que no conocía. Había en él muchos arbustos y mucha hierba. De repente Emilio retrocedió espantado. Allí estaba tendida en el suelo, pálida, inmóvil, la mendiga del día anterior. Era ella, con sus ojos cerrados, las manos cruzadas sobre el pecho, descansando su cabeza sobre un montón de hojas. La tocó para despertarla y al advertir que no lo sentía ni le oía al llamarla luego, murmuró:

- Sin duda se ha muerto de hambre, ¡y yo que no he querido hacer nada por ella cuando me sobraba la comida! Dios mío, haz que viva esa pobre niña, haz que sea feliz.

La miró aun largo rato; ella continuaba sin hacer ningún movimiento, pero la expresión de su rostro no tenía la amargura de antes, más bien parecía sonreír dulcemente como si su alma estuviera en compañía de sus hermanos los ángeles del cielo, esos niños divinos que dan todo lo que tienen, su amor, a las criaturas desvalidas. ¡Cómo se reprochó Emilio su glotonería! Si hubiese repartido su merienda, que en aquel momento le parecía suficiente para dos personas, la niña no se hubiera muerto de hambre. Pensaba en que el pollo, del que le habían dado la mitad, era muy grande y que tampoco eran pequeños los pasteles y con uno solo hubiera saciado su apetito. En fin, el mal estaba ya hecho y no había más que deplorarlo.

Se alejó de allí con mucha pena y sin acordarse más de la pelota. Oyó al criado que le llamaba buscándole por el valle y se unió con él. Al pronto no le contó lo que había visto, pero como el sirviente notara su preocupación, le dijo la causa de ella manifestándole su deseo de ir con él al mismo sitio donde estuvo solo antes, para que viese a la niñita muerta. Por más que hizo para volver a aquel paraje, como no le era conocido, no lo pudo encontrar.

Aquel día fue el primero en que Emilio comió poco, alarmando a sus padres que creían que estaba enfermo.

A la mañana siguiente salió el niño también a paseo y, más feliz que la víspera, logró hallar aquel campo en donde vio a Ángeles; pero la niña no estaba allí ya.

- ¿La habrán enterrado?, preguntó Emilio.

- Por lo menos habrán recogido su cadáver, respondió el criado, no era cosa de que lo dejaran abandonado como el de un perro.

Por la tarde fue, como acostumbraba a hacer siempre, a merendar al campo. Llevaba una hermosa empanada rellena de pechugas de perdiz, pan y fruta.

Estaba comiendo con más apetito que el día anterior, cuando oyó una voz infantil que le preguntaba:

- ¿Has perdido tú esta pelota?

Se volvió rápidamente al oír aquel acento y vio a Ángeles que se había acercado a él algo temerosa de ser mal recibida.

- ¡Tú! exclamó Emilio como si hubiera visto una aparición.

-Sí, yo, Ángeles, la hija del carpintero.

-Ayer estabas muerta en el campo.

- Muerta, a Dios gracias, no; pero si dormida. Te diré lo que me sucedió muy de mañana.

- Bien, siéntate a mi lado y como, dijo Emilio dándole un buen trozo de la empanada que ella aceptó reconocida.

Y cuando hubo terminado aquella inesperada merienda, le contó lo siguiente:

- Antes de anoche no había en mi casa nada para cenar. Al ir a acostarme me dijo mi madre: Reza, niña mía, para que cambie nuestra situación. En nuestra salita, que es al propio tiempo comedor, hay sobre la cómoda un San José con el niño Jesús en los brazos, que tenemos todos en grande estima. Cuando en mi casa no falta el dinero, se le enciende alguna vez una vela y siempre tiene a sus pies un ramo de flores que cojo yo en el campo. Me anodillé ante el Santo, recé un Padre nuestro y al acabar le dije: San José bendito, tú que fuiste también carpintero, protege a mi familia, haz que mi padre encuentre trabajo y que tengamos pan, y tú, niño Jesús, gentil carpintero, puesto que dice el señor cura que hasta los treinta años ayudaste en su oficio a San José, oye la súplica de una pobre niñita que sólo confía en ti. Después me acosté y me dormí. Ayer por la mañana salí al campo pani pedir limosna a la gente que pasara por él. Llegué hasta las casas de un pueblo y delante de la primera vi a muchos niños pobres que estaban hablando muy contentos. Era aquella una bonita quinta con un gran patio en el que había mesas y bancos de madera. Esto se veía por una verja que estaba cerrada, pero un instante después la abrió un niño de unos doce años al que seguía una niña algo más pequeña. Los chicos que estaban fuera entraron en tropel y se sentaron en los bancos; delante de cada uno pusieron un plato, una cuchara y un pedazo de pan y luego un criado, llevando una sopera, les fue sirviendo una buena cantidad de sopa. También les dieron vino en vasos de metal que trajo otro criado. La niña al verme fuera se acercó a mí y me dijo: ¿Porqué no entras? aquí hay comida para todos los niños pobres y alguna vez zapatos y vestidos. Entré, y al ver que yo tenía más hambre que los otros me dieron un segundo plato de sopa, medio panecillo más, que me guardé para mis padres, y otro vaso de vino. Me hicieron los dos niños muchas preguntas, les conté lo sucedido a mi padre y se interesaron por mí. Al salir de aquella casa me sentí bien, contenta y feliz; pero al llegar al campo, como tuviera sueño y no pudiese vencerlo, me eché en un lugar algo escondido y me dormí. Entonces sería cuando tú me viste. Encontré luego esa pelota y me figuré que era tuya. Por la noche fue la madre de los niños caritativos a vernos, dió dinero a mi padre y le ofreció trabajo para cuando se pusiera bueno. A mi me entregó una peseta y yo me fui corriendo a comprar una vela que puse al Santo carpintero y al hermoso carpinterito, en acción de gracias por haberme escuchado.

Emilio oyó con atención el relato de Ángeles, que le impresionó profundamente.

Al volver a su casa, refirió a sus padres lo ocurrido, añadiendo que él también quería hacer algo por los niños pobres. Habiendo averiguado que estos eran socorridos todos los días de trabajo por los habitantes de la primera casa del pueblo, se decidió que Emilio diera sus limosnas en los festivos y a instancias del niño se hicieron desde el primer domingo varias empanadas rellenas de carne y jamón que él tenía gusto en repartir, reservándose un pedazo que era siempre el mayor, porque su glotonería no podía vencerse tan pronto. Cada empanada era dividida en cuatro partes y los muchachos recibían aquella merienda con gran regocijo. El reparto se hacía por la tarde antes del paseo.

Un día en que estaban todos los chicos a la puerta y Ángeles, que nunca faltaba, entre ellos, Emilio dió a cada muchacho su ración y observó que para la última empanada, que era la mejor y la más grande, quedaban aun cuatro niños. Atraídos por el agasajo, estos iban en aumento. Emilio guardó para sí la cuarta parte y de las otras tres hizo cuatro raciones que dió a los que aun no habían comido nada. Puso su trozo de empanada en un plato, lo miró con ojos golosos, comió con deleite el primer pedazo de ella y en aquel momento oyó una vocecita que apenas supo balbucir: Una limonita po Dió.

Se volvió y vió a un niño muy pequeñito que iba de la mano de una mujer. Era muy bonito y sus ropas, aunque pobres , estaban limpias y bien hechas. Apenas le oyó Ángeles corrió hacia él y ya se disponía á darle la mitad de su ración, cuando Emilio, impidiéndoselo y en un arranque de generosidad, dió su parte de empanada a aquel niño.

Aquella tarde se quedó sin merienda, pero tuvo la satisfacción de haber socorrido a un pobre más.

Cuando los padres de Emilio supieron lo ocurrido, comprendieron todo lo que valía aquel hijo que así subía, en tan corta edad, vencer sus defectos y le alentaron en sus buenas obras, que siguió practicando siempre con la mayor modestia y humildad.

 

 

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