Cuando en el verano volvió don Mario Peñalver al pueblo con el objeto de permanecer allí breves días como de costumbre, Mercedes y Rafael, que le esperaban impacientes, fueron en el coche con su padre a recibirle a la estación.
El anciano les llevaba libros y juguetes comprados en Madrid, que los niños le agradecieron mucho.
El padrino vio en su posesión los árboles cargados de frutos, el trigo segado, y se regocijó cuando supo que sus ahijados se habían entretenido por las tardes trillando en las eras. Estaban fuertes y robustos y aquella vida campesina les probaba muy bien.
Quiso don Mario al día siguiente de su llegada hacer una visita a sus colonos y a ella le acompañaron su sobrino, la esposa de éste y Mercedes y Rafael.
Enterados los labradores del proyecto del amo, habían levantado arcos de ramaje por donde tenía que pasar y al acercarse el interesante grupo lanzaron al aire un sin fin de cohetes de los que a causa de ser de día sólo se vio un poco de humo oyéndose en cambio un ruido atronador. Las mozas y los mozos se habían puesto sus trajes de gala, llevando ellas en sus cabellos flores silvestres. Los niños y las niñas cantaron un himno dando al señor la bienvenida, y todos, sin distinción de sexo ni edad, vitorearon a su señor con entusiasmo sincero y verdadero júbilo. El anciano estaba profundamente conmovido.
Rafael, que conocía a cuantos chicos vivían por allí, observó que faltaban Jacinto y León, dos hijos de otros tantos guardas de aquellas tierras. ¿Estarían enfermos? Vio a sus madres que iban juntas y que eran algo parientas e íntimas amigas.
-¿Y los niños? Les preguntó el hermano de Mercedes.
-Se han quedado en casa castigados, contestó una de las mujeres.
-Y atados, contestó la otra, porque si no se escaparían.
-¿Pues qué han hecho? Interrogó don Mario que iba cerca y se había enterado de la conversación.
-Son muy malos, señor, murmuró una de las madres. Matan a los pajaritos en sus nidos, destruyen o echan agua en los hormigueros, estropean las plantas con piedras o palos y no hay quien haga carrera de ellos.
-¿Los reñís por todo eso, verdad?
-Sí, señor, les reñimos, les pegamos, les dejamos sin comer, les encerramos...
-¿Y no habéis probado hablarles con dulzura?
-¿Para qué? Replicó una de ellas; no habían de hacernos caso.
-¡Quién sabe! Habría que intentarlo. ¿Están cerca de aquí?
-Sí, señor, en aquella casa que se ve a la derecha, les hemos dejado juntos, pero están sujetos a las sillas y no pueden marcharse.
Quiso don Mario ver a los muchachos y entró con las madres de éstos, sus sobrinos y los niños en una gran sala del piso bajo de una de las viviendas que daba de balde a sus guardas.
Los culpables estaban allí a bastante distancia el uno del otro, atados y sufriendo su castigo de muy distinto modo. León, lleno de rabia, lloraba a gritos, lanzando imprecaciones por aquella boca que sólo frases hermosas y sencillas debiera pronunciar.
Jacinto estaba avergonzado, con la cabeza inclinada sobre el pecho, inundadas de lágrimas las mejillas y sin pronunciar una sola palabra.
A él se acercó primero don Mario y le preguntó con cariño:
-¿Por qué matas a los pajaritos de Dios? ¿Por qué deshaces los hormigueros? ¿Te hacen daño las aves o las hormigas? ¿Te molestan en algo?
-No, señor, murmuró el niño.
-Los pájaros, prosiguió el anciano, nos alegran con sus cantos, destruyen en los campos mil insectos dañinos para nuestras cosechas y las hormigas son trabajadoras e inofensivas. Infatigables, durante el verano, llevando a veces pesos muy superiores a sus fuerzas, guardan para el invierno lo que encuentran ahora en su camino sin que nada las arredre y dando ejemplo a muchos hombres de laboriosidad. ¿Has pensado tú, alguna vez en esto?
-No, señor, repitió el niño, no lo sabía siquiera.
-¿Lo haces porque te lo manda tu compañero?
Jacinto guardó silencio no queriendo acusar a su amigo.
El anciano se aproximó después a León, que no cesaba de gritar.
-¿Y tú, le preguntó don Mario, por qué maltratas a los animales? ¿Por qué tienes tan mal corazón?
-Porque me son antipáticos, respondió el muchacho, y porque puedo destruirlos siempre que se me antoje; son menos fuertes que yo, no me hacen frente.
-Ya os conozco a los dos, repuso el caballero, y si vuestros padres me hacen caso, cual espero, separaré la cizaña del trigo, como hacen los labradores. Que Jacinto no vea más a León, que su madre le aconseje bien, y no tardará en modificar lo que más que malos instintos es influencia perjudicial de su amigo. En cuanto a León, le encerraremos en un colegio, que casi, sea un correccional, donde cambien rígidos maestros su natural perverso. ¿Aceptan ustedes?
-Y muy reconocidas, dijo la madre del niño malo.
-Cuando yo vuelva para el otoño ya me informaré de si en estas criaturas se ha operado el cambio que espero y deseo.
Siguieron paseando después y don Mario preguntó a sus ahijados su opinión respecto a lo que había de hacerse con las aves y las hormigas.
-A nosotros, dijo Mercedes, nos gustan mucho los pájaros y no consentimos que nadie se acerque a los nidos. Cerca de los hormigueros echamos granos de trigo o de arroz y miguitas de pan y nos entretenemos viendo cómo las hormigas se lo llevan, desapareciendo todo en un momento porque salen muchas a trabajar, aun las más pequeñas que apenas pueden con su carga.
Habían llegado a un extenso maizal en el que crecían altivos y gallardos algunos girasoles.
-¡Qué flor tan grande! Exclamó Rafael.
-¡Lástima que no huela! Añadió Mercedes.
-Sé a propósito de ella una fábula, dijo el padrino.
-¿Nos la quieres recitar?
-Con mucho gusto.
Y el anciano empezó de esta manera:
Dice más de un ser grave
que igual la fuente que la flor y el ave
saben hablar desconocido idioma
que es en la fuente su rumor suave
y en la planta quizás es el aroma.
Esto es sin duda un hecho, aunque asombroso,
pues yo sé que una tarde placentera
un girasol soberbio y jactancioso
enojado exclamó de esta manera:
-Orden da de cortar todos los días
menudas flores, de este parque el amo,
cuando con sólo cuatro de las mías
puede formarse un elegante ramo.
¡Cómo el alma se engaña, cuál se ofusca!
Mis pétalos de oro nunca observa
y a la violeta busca
que se esconde medrosa entre la hierba.
No admira mi arrogancia, mis colores,
al pasar a mi lado,
¡yo, que debiera ser entre las flores
lo que el Sol a otros astros comparado!
Y esto escuchando, replicó una fuente
que era a aquella cuestión indiferente:
-Te quejas sin razón, pues ten en cuenta
que una lección te ofrece el mundo, donde
se desprecia al que méritos ostenta
premiando en cambio a aquel que los esconde.
Es la modestia un don, puro, precioso,
que halla para lucir propio destello;
comprende, vanidoso,
que no siempre lo grande y lo vistoso
suele ser lo más útil y más bello.
-Esto es verdad, padrino, dijo la niña cuando acabó de recitar la fábula el anciano. Yo sé que todas las plantas sirven para algo, tú me lo has dicho y papá también me lo ha explicado muchas veces, pero no son igualmente bellas. Un ramo de girasoles no me gustaría, no sería bonito, ni elegante, ni tendría buen olor. La fuente le dio una lección diciéndoselo y no hay duda de que la aprovecharía.
El paseo se prolongó hasta el anochecer. Ya el sol se había ocultado detrás de las montañas; volvían del campo las carretas tiradas por bueyes cargadas de heno formando una masa enorme; los trabajadores regresaban a sus hogares felices y tranquilos; algunos entonaban dulces o alegres canciones que el eco repetía. Los pájaros se recogían en sus nidos y no se oía el canto del gallo ni el arrullo de las palomas.
La campana de una aldea poco distante, compuesta de dos docenas de casas y una iglesia, lanzó los nueve tañidos de la Oración y don Mario y sus acompañantes se detuvieron quitándose los sombreros el anciano, su sobrino y Rafael.
-El Ángel del Señor anunció a María... empezó el padrino.
Y después que rezaron el Angelus se dirigieron hacia su casa en la que entraron ya de noche.
-¿Recordarás para mañana algún cuento? Preguntó Mercedes al dueño de aquellas vastas tierras.
-Sí, contestó él, traigo preparados los que corresponden a los tres meses del estío.
-Los oiremos con mucho gusto, dijo Rafael.
-Y los aprenderemos para repetirlos después a otros niños, añadió Mercedes.
Cumpliendo lo ofrecido, don Mario narró con voz clara y facilidad de palabra los tres siguientes cuentos. |