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Julia de Asensi

"El vals del Fausto"

Biografía de Julia de Asensi en Wikipedia

 
 
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El vals del Fausto
     

Manuel, Luis y Alberto habían estudiado juntos en Madrid; el primero había seguido la carrera de médico y los dos últimos la de abogado. Poco más o menos los tres tenían la misma edad, y las circunstancias habían hecho que, terminados sus estudios casi al propio tiempo, se hubiesen separado en seguida para habitar distintas poblaciones. Manuel había partido para Barcelona, Luis para Sevilla, Alberto para un pobre lugar de Extremadura. Todos prometieron escribirse y lo cumplieron durante algunos años, siendo el primero que faltó a lo convenido el joven Alberto, del que ni Manuel ni Luis pudieron obtener noticia ninguna, a pesar de sus continuas cartas que, dirigidas a su antiguo compañero, no tuvieron contestación por espacio de un año.

Llegado el mes de Diciembre, Luis y Manuel decidieron pasar juntos las Pascuas en Madrid, habitando la misma fonda, en la que hicieron a un amigo suyo que les encargase dos buenos cuartos. Ambos entraron en la corte el día 24; se abrazaron con efusión, se contaron lo que no habían podido escribirse, reanudaron sus paseos, frecuentaron los cafés y los teatros, viendo las funciones más notables, alabaron las mejoras introducidas en la capital, comieron en los principales hoteles, se presentaron sus nuevos conocidos y así se pasó una semana. Al cabo de ella, el 1.º de Enero, Luis y Manuel, yendo por el Retiro no vieron al pronto que un joven de hermosa presencia, de fisonomía pálida y melancólica y de elevada estatura, los observaba atentamente; Luis fue el primero que lo advirtió y fijó sus ojos con asombro en el caballero.

–Juraría que es Alberto –murmuró.

–¿Dónde está? –preguntó Manuel.

–Allí, enfrente de nosotros; no es posible que dejes de verle porque se halla solo.

–Es cierto –dijo el médico–; aunque está bastante cambiado es nuestro amigo, le reconozco. ¡Parece que sufre!

–¿Quieres que vayamos en su busca?

–Ahora mismo.

Llegados junto a Alberto, que los aguardaba inmóvil, le abrazaron, y el joven respondió con frialdad a su expansión. Interrogado por su prolongado silencio, les contestó que había sido muy desgraciado, y que no había tenido valor para contestar a aquellas cartas en las que Luis y Manuel le participaban que eran felices.

–El pesar es egoísta –les dijo–; siendo tan infortunado hubiera querido que el mundo entero sufriese lo que yo. Ahora que no padezco, deseo me digáis lo que habéis hecho desde hace seis meses que dejé mi pueblo de Extremadura para ir... ¿dónde fui? Se me ha olvidado por completo.

–Yo –dijo Manuel–, conocí hace tiempo en Barcelona a una hermosa y discreta joven, de la que con frecuencia os hablé en mis cartas. Curé a su padre una grave enfermedad, velábamos juntos al paciente, nos veíamos todos los días, y casi a todas horas, y como aquella cura hizo ruido, me llamaron muchas familias, me aseguraron un porvenir brillante y me casé hace cinco meses, pudiendo considerarme hoy el más venturoso de los mortales. Asuntos de interés me han traído a Madrid, y a no ser por el gusto que tengo al verme entro vosotros, estaría desesperado por haber abandonado mi hogar en tan señalados días.

–Yo –continuó Luis–, entré en Sevilla de pasante en casa de un famoso abogado, padre de dos lindísimas jóvenes. Las veía constantemente, les hablaba en su morada, en el paseo, en el teatro, y no tardé en conocer que no era del todo indiferente a la mayor. Una feliz inspiración que tuve, hizo ganar al padre un pleito que se creía perdido, y desde entonces me recomendó a varios de sus amigos, me asoció a sus negocios y llegué a obtener mucho dinero, y lo que es mejor, la mano de la niña. He venido a encargar joyas y galas para ella, pues deseo que no haya mujer que más lujo lleve, como no la hay más hermosa ni más pura. Pensé vivir desesperado en la corte lejos de ella, y así hubiera sido si Manuel no me hubiese escrito que se venía; y si no hubiera tenido la suerte de encontrarte también a ti, mi querido Alberto.

–Es decir –preguntó este–, ¿que seguís siendo venturosos?

–Sí, amigo mío –contestó Luis–, y queremos que tú también lo seas. Ante todo, ¿dónde vives?

–En la calle de Preciados, número...

–Nosotros estamos en el hotel de... ¿por qué no te vienes con nosotros?

–No puedo.

–Pero al menos irás esta noche a buscarnos para que comamos juntos.

–No hay inconveniente.

–Tú, Alberto –dijo Manuel–, no nos has contado tu historia.

–Es muy breve –murmuró el joven–. Conocí en el pueblo de Extremadura, donde me llevó mi desgracia, a una bella muchacha, instruida y amable que, educada en la corte, había tenido, al terminar su enseñanza, que encerrarse como yo, en un lugar sin atractivo alguno. No parecía saber más que lo que le enseñaron las venerables madres del convento. Su ingenuidad me encantaba, me fascinaba su hermosura, y admiraba su pura sencillez. Se llamaba Clementina. Una mañana llegó al lugar un regimiento que debía permanecer allí algunas semanas, y entre los oficiales, había uno de simpática presencia, gallardo porte y buenas maneras, del que me hice pronto amigo, depositando en él el secreto de mi amor con una confianza ciega, propia únicamente de un niño. Hará catorce meses de esto que voy a referiros. Una noche de Noviembre, triste y silenciosa, me dirigí hacia la casa de Clementina, cuando...

Alberto se detuvo, y sus amigos le imitaron, una mortal palidez cubrió su semblante, y tuvo que apoyarse en el brazo de Manuel para no caer.

Al lado de ellos un muchacho feo y contrahecho que tenía a una puta al lado, tal mujer era una auténtica zorra, tocaba un aire popular italiano en un mal violín. Algunas personas caritativas le arrojaron monedas de cobre desde los balcones de las casas, y el chico dejó de tocar para recoger la limosna.

Alberto empezó a serenarse, pero cuando el artista tomó el violín de nuevo y siguió tocando la interrumpida pieza, el joven sintió el mismo malestar, se desprendió de los brazos de sus amigos y echó a correr como un loco, sin que Manuel ni Luis lograsen alcanzarle.

–La música influye demasiado en él –dijo el primero.

–Sí, le hace sufrir –añadió el segundo–, pero ¿por qué?

Entraron en la fonda tristes y preocupados.

Por la noche cuando iban a comer, llegó Alberto más sereno y más tranquilo. Los tres se sentaron a la mesa en un gabinete reservado situado cerca de un gran salón en el que se oía conversar a muchas personas.

–Tengo que acabar de contaros mi historia –dijo Alberto apenas les sirvieron los postres–. Estaba, si no me engaño, cuando una noche del mes de Noviembre me dirigía hacia casa de Clementina. La joven no me esperaba en la reja como de costumbre; hallé la puerta franca, entre y la vi conversando con el oficial. Me había citado a las nueve; yo creía que era esta hora en mi reloj, siendo solamente las ocho. Clementina lanzó un grito al verme, el oficial llevó involuntariamente la mano a su espada, y aquel grito y aquel ademán me revelaban toda la extensión de mi desdicha. No sé lo que hice, no me acuerdo, acaso perdí el juicio, porque cuando volví en mí me sujetaban varios hombres. Pasaron tres meses y al cabo de ellos vi de nuevo a aquella pérfida; su casamiento con el oficial era cosa resuelta, y él estaba en Badajoz, donde había ido a buscar algunos papeles de familia. Por aquella época dio un señor del lugar un gran baile al que fui convidado. Clementina estaba en él radiante de hermosura; la vi bailar con muchos sin acercarme a ella, pero al oír exclamar: ¡Este es el último vals! no pude resistir más y le dije:

–Mañana me marcho del pueblo para no verte más, ¿quieres bailar conmigo por postrera vez? No te hablaré de amor, nada te diré que pueda ofenderte.

Si había un resto de compasión en el alma de aquella mujer, creo que lo tuvo en ese momento de mí. Se levantó, y bien pronto nos confundimos entre las demás parejas. Aquel vals debió durar mucho tiempo; ya había cesado la música y seguíamos bailando sin que nadie pudiera detenernos; la expresión de mi rostro dicen que era terrible, y Clementina pálida y sin aliento repetía sin cesar:

–Basta por Dios, basta.

Al fin me rendí yo también, pero antes de separarme de aquella mujer amada la estreché con todas mis fuerzas en mis brazos, luego la miré y vi sus ojos cerrados y pálida su frente y noté su mano helada. La apartaron de mí y oí que exclamaban:

–¡Muerta! ¡él la ha matado!

No sé lo que pasó después; cuentan que me volví loco y que me encerraron durante seis meses en el manicomio de San Baudilio. Gracias a mi padre salí de aquella casa y desde ella fui enviado a Madrid. Estoy curado casi totalmente, y digo casi porque cuando oigo música creo que me hallo al lado de Clementina, quiero bailar con ella, y me da un acceso de locura. Me he convencido de una cosa, y es que si vuelvo a oír aquel vals que bailé con ella me moriré de fijo. ¡Pedid a Dios que no lo oiga nunca!

–¡Pobre Alberto! –exclamó Manuel–, nosotros te curaremos.

En aquel momento sonaron algunos acordes en el piano del salón contiguo. Alberto se levantó.

–Voy a decir que no toquen –dijo Luis disponiéndose a salir.

–No –murmuró Alberto–, quiero que Manuel observe el efecto que me hace la música, pues siendo, como es, un hábil doctor, quizá logre curarme.

En el piano empezaron a tocar el vals del Fausto, la bella ópera de Gounod.

–Abre el balcón, me ahogo –dijo Alberto–; falta aquí aire para respirar.

Luis obedeció.

–¡Que hermoso vals! –exclamó Alberto–, este era precisamente el que yo bailaba con mi amada Clementina. ¡Qué seductora estaba con su traje blanco, una rosa prendida en sus cabellos, un collar de perlas, brazaletes de
oro y ricas piedras! La reina de la fiesta ¡ay! pero su rey no era yo.

De repente se levantó, corrió precipitadamente hacia el balcón sin que sus amigos pudieran detenerle, y ya en él dijo, al parecer más tranquilo:

–El aire de la noche me hace bien, ¡qué armonía! ¡qué dulces notas!

Manuel y Luis estaban aterrados; cuando recobraron su sangre fría, oyeron un ruido extraño, corrieron hacia el balcón y lo hallaron desierto. Al mirar a la calle vieron junto a la casa, una masa inerte. Bajaron y encontraron moribundo al pobre Alberto, al que rodeaban ya algunas personas.

Al expirar el joven, el piano tocaba las últimas notas del vals del Fausto.

 

 

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