La habitación era espaciosa, estaba amueblada con elegancia, viéndose en ella, unido a lo útil, en gran cantidad lo supérfluo. Una mujer, sentada en un diván, parecía profundamente preocupada.
Iba vestida de negro sin adornos, ni ricas joyas. A sus pies dormía un gato blanco.
La lámpara, colocada sobre la chimenea, en la que ardían algunos leños, iluminaba con su viva luz sus cabellos obscuros, su tez blanca y pálida, su frente pequeña, sus correctas facciones. Un brillo extraño despedían sus ojos, sobre todo al fijarse en el reloj, que marcaba las once.
En la calle se oían los pasos de los transeúntes, el rodar de los coches, los gritos de los vendedores de periódicos; en la casa reinaba el silencio.
¿En qué pensaba aquella hermosa mujer? He aquí lo que mentalmente se decía:
—Pasó la hora de la cita y hoy no le veré tampoco. ¿Qué hace mientras velo, aguardando su llegada? ¿Estará enfermo? ¿Habrá partido? Dos años hace que jura que me adora; si su amor es cierto y ningún obstáculo se opone a nuestra dicha, si somos libres, ¿por qué no se casa conmigo? ¿Dudará de mi fe? ¡Imposible! ¿no he comprometido cien veces por él mi reputación y mi nombre? ¿no lee en mis ojos que le amo al propio tiempo que mis labios se lo dicen? No, no hay duda, algún asunto imprevisto le detiene lejos de mí, quizás una penosa dolencia... Hay que salir de esta duda.
Apoyó su mano en un timbre y un momento después se abrió la puerta para dar entrada a una de las doncellas de la dama.
—¿Qué quiere la señora?—preguntó.
—Es preciso que vayas a la calle.
—Siendo lunes de carnaval ¿le parece conveniente a la señora que salga? ¿no podía dejarse para mañana?
—Es indispensable que sea ahora mismo; no tengo confianza en nadie más que en tí, Juana.
—¿Y dónde debo ir?
—En la inmediata calle vive, como no ignoras, D. César Villamar; hace dos noches que no le veo, infórmate de si está enfermo ó cuál es la causa que le impide venir aquí.
—Sin salir puedo dar a la señora las noticias que desea. He visto por la tarde al criado de D. César y me ha dicho que su amo no comía hoy en su casa y que esta noche iría al baile de máscaras. Si a pesar de esto quiere la señora que vaya...
—No, es inútil, puedes retirarte.
—¡Al baile!—repitió la joven apenas salió la doncella;¡á un banquete primero mientras yo me consumo aquí sola y triste! Mi anciana tía duerme, los criados dormirán acaso también; es preciso que salga sin que lo advierta nadie. Hace hoy un año fui al baile de máscaras con él, ¿por qué no he de ir éste sola? El capuchón es negro y lo mismo el antifaz; no son prendas que puedan servir para que reconozca el ingrato... ¿Por qué habrá ido? ¿Estará acompañado? No es posible, me ama, seguramente no me es infiel.
Sacó el dominó de raso que se echó sobre sus hombros, ocultó con la capucha sus espléndidos cabellos, cogió el antifaz y salió con sigiloso paso, dirigiéndose a la alfombrada escalera que alumbraba la luz eléctrica.
—Justo—dijo al portero que la miraba sorprendido,—ve a buscar un coche de alquiler, espera mi regreso y no hables a nadie de mi salida. Sabes que tu silencio te será pagado.
El portero obedeció y a los pocos minutos entró en el portal diciendo que el carruaje esperaba en la calle.
Con febril impaciencia tomó asiento en él la dama, después de dar la dirección al cochero. Los segundos le parecieron siglos y creyó que había invertido mucho tiempo en salvar la distancia que separaba su casa del teatro. Entró en él después de ponerse el antifaz, ordenando al cochero que la aguardase fuera, y como la concurrencia era aún escasa, poco tardó en convencerse de que D. César no había llegado todavía.
Muchos amigos suyos pasaron por su lado, pero a ninguno se acercó hasta que vio a D. Luis de Alba, el prometido esposo de Laura. El joven parecía hallarse triste y preocupado, y también lanzaba miradas inquietas a su alrededor.
—¿A quién buscas?—le preguntó la dama fingiendo la voz.
Él no respondió y ella prosiguió luego:
—¡Ese es el amor que sentís los hombresl Mientras tu futura duerme soñando que le eres fiel, tú vienes buscando aventuras a un baile de máscaras. ¡Pobre Laura, si ella lo supiera!
En los ojos de Luis brilló un relámpago de ira y respondió con brusco tono:
—Yo no vengo a divertirme. ¿Sabes dónde está ella y lo que hace? óyelo por si eres su amiga para que la conozcas a fondo. Voy diariamente a su casa, como tal vez no ignoras, porque la adoro y no puedo vivir sin verla; hoy pensaba ir también:—«Como fuera» —me dijo, y la creí. Una casualidad me hizo descubrir que me engañaba; tenía convidados y yo no pertenecía al número de ellos. Soborné a una criada que me dio la horrible nueva de que esta noche vendría la infiel al baile con su amante. La aguardo y, si no me han engañado, los mataré y después me quitaré también la vida.
La joven se estremeció y guardó silencio.
—¿Conoces a ese?—preguntó pasado un momento Luis.
Miró a la persona que le indicaba y apenas pudo contener una exclamación de sorpresa al ver a César dando el brazo a una mujer que llevaba un dominó exactamente igual al de ella. Tenía su misma estatura, el cabello obscuro, los ojos negros; cualquiera hubiese podido confundir a la una con la otra.
—Esa mujer—prosiguió Luis,—no es posible que sea más que Laura o Rosalía. Si fuese ésta mi felicidad no tendría límite; si aquélla, la certidumbre de su traición causaría mi eterna desgracia. Y luego sería una infamia que engañasen a Rosalía, tan bella, tan amante, tan sencilla; yo procuraría ocultárselo siempre porque me cuento en el número de sus amigos.
Una lágrima brilló en los ojos de la dama que para ocultarla, inclinó la frente. Luis continuó mirando a la pareja causa de sus afanes, y cuando al cabo de un rato quiso fijarse por primera vez en la encubierta con quien hablaba, vio que había desaparecido.
Ella había seguido, sin que lo notasen, a César y a la enmascarada; oyó en sus labios frases de amor que encendieron sus celos y tuvo valor para contenerse y no dirigirles la palabra.
Entraron en un gabinete y pidieron de cenar; la joven se sentó cerca de ellos sin que advirtiesen su presencia. Pensaba en la traición de su amante y de su amiga; buscaba una venganza y todas le parecían pequeñas.
—¡Si viniese Luis—exclamaba—él libraría al mundo de estos seres indignos!
Haría diez minutos que se hallaban allí, cuando la dama oyó pasos en el corredor; se acercó a la puerta y vio al amante engañado que se aproximaba cautelosamente. Un arma brillaba en su mano.
Al retirarse hacia el gabinete, Rosalía oyó a Laura que hablaba de Alba burlándose de su amor. César le contestó con frialdad. Solo media docena de pasos separaban al amante vendido de los dos infames que tan vilmente le engañaban. Rosalía adoraba a César, comprendió que él sería la primera, acaso la única víctima, y a toda costa decidió salvarle. Se sentó entre Laura y Villamar, hizo a éste una seña para que no hablase y exclamó:
—¡Pobre Luis, cuánto siento que no haya venido! Has hecho mal en suponer que me molestaría su presencia, querida Laura; tal vez mañana estará disgustado contigo...
Alba oyó estas frases y no advirtió que la voz temblaba al pronunciar la palabra querida. Un rayo de felicidad penetró en su alma.
Cuando Laura, que había conocido a Rosalía, quiso entre avergonzada y temerosa pedir la explicación de lo ocurrido, ya Luis estaba a sus pies rogando que le perdonase.
—He creído que me engañabas—decía—que vendías a Rosalía al mismo tiempo que a mí...
—¡Pobre amigo!—interrumpió la ofendida dama;—Laura me ha hecho el favor de acompañarme al baile; ¿no la ha conocido Vd. cuando le ha hablado antes al pasar yo apoyada en el brazo de César?
—¡Ah, es horrible!—exclamó Alba;—mi intención era mataros a los dos, a Cesar y a tí, y a no haber oido las palabras de Rosalía...
Mientras Luis y Laura se reconciliaban, Villamar decía en voz baja a la otra joven:
—Eres la mujer más admirable de la tierra. ¿Cómo al verte ultrajada no has dejado que Luis se vengase, hundiendo en nuestros cuerpos el arma homicida?
—¿Para qué había de morir el inocente?—murmuró ella;—Luis no hubiese sobrevivido a su desdicha, quiero que alcance la ventura que los cielos me han negado.
—¡La ventura con Laura!
—Está ciego por ella; Dios haga que no recobre la vista para conocerla. Ahora, César, dame tu brazo, saldremos de aquí juntos; en el vestíbulo quedarás libre y nos separaremos para siempre.
—Eso nunca.
—Cenad alegremente—dijo Rosalía estrechando las manos de Laura y de Luis. Y luego acercándose a la primera, como si fuese a besarla, añadió con voz apenas perceptible:
—Todo ha concluido entre nosotros, no te presentes jamás ante mí; sólo te perdonaré si sé que Luis no es desgraciado.
***
A la noche siguiente Rosalía se hallaba en su gabinete; su anciana tía acariciaba al gato. César, loco de amor, contemplaba a la joven que le miraba sonriendo.
—Dentro de un mes serás mi esposa—decía Villamar.—Lo que no hubieran logrado tus enojos, lo han conseguido tu abnegación y tu dulzura. El lunes de carnaval será siempre un día venturoso para mí; en él he aprendido, hermosa mía, a quererte y a admirarte.
Fuente: El Álbum Ibero americano. Madrid 22-2-1895, no. 7 |