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Julia de Asensi

"El Cristo de la luz"

Biografía de Julia de Asensi en Wikipedia

 
 
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El Cristo de la luz
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I

Todas las noches se repetía la misma escena. Cuando los vecinos se recogían en sus moradas, cuando la calle llamada Mayor—lo que no impedía que fuese estrecha, desigual, con pobres construcciones a derecha e izquierda—se quedaba triste y silenciosa, cuando se habían apagado las luces, excepto una lamparilla de aceite que ardía en una esquina ante un Cristo de piedra toscamente tallado, salía a la reja la hermosa Teresa a esperar a Vicente.

Sus padres no se oponían a estos amores, porque él era un joven honrado y laborioso; y si no le permitían la entrada en la casa con más frecuencia, era porque como no podía casarse con ella hasta que pasasen algunos años, no querían aquellos buenos esposos dar qué decir a las gentes del pueblo—un pequeño lugar de Castilla—prefiriendo que se ignorasen las amorosas relaciones.

Vicente iba un rato por las tardes a la morada de su novia, conversaba algo con ella y mucho con sus padres; por eso el joven que anhelaba hacer planes y hablar de sus amores acudía por las noches a la calle Mayor al pie de la reja, sin que nadie adivinase su presencia allí a aquellas horas.

La costumbre de "pelar la pava" no es moderna ni exclusivamente andaluza, harto lo prueban los poetas dramáticos de los pasados siglos, que en más de una obra nos presentan a sus damas dando citas nocturnas a los galanes y son sorprendidas, al hablarles desde la ventana por padres, hermanos o tutores.

Las doce acababan de dar en el reloj de la torre de Aguilar, cuando Vicente se detuvo ante la reja de la casa de su amada, en la calle Mayor. La luz que ardía ante el Cristo en la esquina de enfrente, esparcía una débil claridad, y a su triste resplandor pudo el joven admirar una vez más los expresivos ojos, los purpurinos labios y los abundantes cabellos de Teresa.

—¡Creí que vano venías!—exclamó ella en tono de reproche.

—¿Cuánto me he retrasado?—preguntó él.

—Un cuarto de hora. ¿Cómo has tardado tanto?

—Por culpa tuya.

—No comprendo.

—¿Acaso no me has dicho tú cien veces que si al venir aquí encuentro a alguien en mi camino no me acerque?

—¿Y has hallado a alguien?

—Claro está. Pasé por la Plaza, según costumbre, y al torcer la esquina de la Calle del Cristo vi a un embozado que recatándose se dirigía hacia aquí. Llevaba botas altas, sombrero de alas anchas con larga pluma y brillante espada; no podía verle el rostro, pero hubiese asegurado que era un forastero. Al llegar ante esa santa imagen colocada en el ángulo de la casa de don Ginés de Aguilar, miró con insistencia la fachada, y al convencerse de que nadie se asomaba a sus ventanas, se internó por la calle arriba, sin que al parecer intentase volver. Seguí entonces mi camino y a los pocos pasos hallé a otro caballero, vestido de terciopelo negro, capa oscura y sombrero negro también, que, como el primero, llevaba espada, y cuyo semblante tampoco se podía descubrir; pero éste al divisar al Cristo llamado de la Luz, acaso porque ante él arde dia y noche una que costean los fieles de esta villa, se descubrió, dejando ver una fisonomía bella y varonil. Éste se acercó a la casa de Aguilar, entonces se abrió una ventana, y una dueña se asomó diciendo al caballero:

—Os aguarda a la una.

-¿Y después?—preguntó oon curiosidad Teresa.

—Después el joven se marchó también por la plaza y, aprovechando la soledad de la calle del Cristo y de la Mayor, he venido a hablarte.

—Veo que no eres responsable de tu tardanza y te perdono. No perdamos ahora el tiempo, a la una volverá ese galán, y no ha de encontrarnos ni a tí delante de esta reja ni a mí detrás.

—¿Y que importa?—preguntó Vicente —¿acaso ese caballero vá a contar que dos desconocidos se aman en esta calle y conversan a las altas horas de la noche?

—¿Quién sabe lo que puede ocurrir? No dudo que él venga con el mismo objeto que tú. Doña Clara do Aguilar, hija única de D. Ginés, es una bellísima dama y bien puede tener no uno sino cien adoradores; desde que llegó a esta villa, hará una semana, sentí una viva inquietud; su vecindad no me agradaba porque no ignoro que es amiga de galanteos por lo mismo que su padre no la deja salir, ni asomarse a las ventanas, ni aun ir al templo sin o la acompañan media docena de servidores fieles, dueñas, escuderos y pajes. Pero dejemos esto y tratemos de asuntos que nos interesan.

—Precisamente tengo algo que contarte —dijo el joven.—Hoy me ha ofrecido un antiguo protector de mi padre la administración de sus bienes; esto no me impedirá trabajar en mi oficio y me dará lo suficiente para adelantar nuestro enlace, pues así viviremos con holgura. Mañana se lo diré a tus padres y espero que me concedan con tu mano el permiso para verte desde ahora ante la villa entera, sin exponerte a las murmuciones de sus habitantes.

—Vicente, ¡qué feliz me considero!—exclamó ella.—No hace una hora que le pedía al Cristo de la Luz que no te alejase nunca de mí, y hé aquí que aún me concede más; me permite que sea tu esposa, que se santifique nuestro amor. Mañana seré yo la que le pague el aceite; bien se lo debo.

—¿De modo que eres tan dichosa como yo?

—Más, mucho más.

—No es posible.

—Pues entonces tanto.

Y la joven, después de entregarse a las expansiones de su alegría, rezó devotamente un Credo a la sagrada imagen.

  

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