Aquel día, 24 de abril del año de gracia de 1896, volvió a su pueblo de Castilla la Vieja, después de muchos años de ausencia, el señor don Pedro de Zúñiga acompañado de su esposa, de su hijo y de su hija. La última vez que estuvo allí era casi un niño y apenas se acordaba de la hermosa casa solariega, de las extensas tierras que para él se cultivaban y de las viñas que producían un excelente vino.
Pedro Zúñiga era muy bueno, muy inteligente y había encontrado en la que eligió para esposa una compañera digna de compartir su suerte. En cuanto a los niños eran modelos de perfección.
Apenas había llegado el caballero, recibió una nota del alcalde para que asistiese al siguiente día a la ceremonia de la bendición de los campos. En consideración a su elevada alcurnia y a la de ser el primer contribuyente no se atrevió el representante de la autoridad a añadir que tendría que pagar multa si faltaba. Este requisito no se olvidaba nunca, así es que el pueblo en masa acudía a la sagrada fiesta.
Don Pedro salió por la tarde del 24 a recorrer el lugar en compañía de su administrador. Supo por éste que la bendición se hacía en tres días saliendo los sacerdotes por diferentes sitios. Sólo dejaban el lado de poniente aunque había por allí mucho campo. Quiso el señor verlo y al llegar a él admiró lo extenso que era y lo bien situado que estaba, pero lo que más le sorprendió fue que no había nada sembrado, ni la tierra estaba labrada siquiera.
En una piedra vio sentado a un niño de unos doce años en actitud triste y pensativa, y se acercó a él. Al verle se levantó el muchacho, saludando con humildad y respeto.
-¿De quién es este campo? Le preguntó.
-Este, que llaman el campo de Daniel, respondió el niño, es de un servidor de usted
-¿Y cómo lo tienes así, sin que produzca nada?
-Porque no quiere el alcalde que se haga otra cosa.
-A ver, explícame eso, prosiguió el señor de Zúñiga. Siéntate aquí conmigo y habla claro, sin faltar en nada a la verdad.
-Mi padre, empezó el niño, era un hombre muy bueno y muy cristiano, pero el alcalde dio en decir que era judío porque se llamaba Daniel, y todo el mundo lo creyó. Nadie le daba trabajo, nadie compraba el producto de sus tierras, y un día murió más de pena que de enfermedad. Ya no tenía yo madre y me quedé solo, pues el único pariente que me resta, que es un tío carnal, es tan pobre que en cuatro años no ha podido reunir el dinero para venirse aquí conmigo o para llevarme con él.
-¿Y de qué vives? Preguntó con interés el caballero.
-Las monjas del convento de la Trinidad me dan la comida en recompensa de pequeños servicios que les hago y el alcalde me paga un real diario por el arriendo de las tierras que lindan con las suyas. Las demás, como yo no las sé trabajar, ni me las bendicen ni me producen nada. El alcalde me ha ofrecido que me las comprará cuando yo sea mayor porque no quiere meterse en líos adquiriendo bienes de menores. Pero entre tanto...
-¿Vives mal, no es cierto? Interrumpió don Pedro.
-Sí señor, muy mal.
El caballero se volvió hacia el administrador que estaba de pie a corta distancia, y le preguntó:
-¿Quién es el alcalde?
-El cacique del pueblo, contestó el interpelado, un hombre malo y ambicioso que quiere quedarse por nada con estas tierras que valen y le convienen porque están junto a las suyas.
-¿Y por qué no se bendicen estos campos?
-El alcalde es el que dispone por dónde han de ir los curas; éstos no hacen más que lo que él ordena. Está el párroco aquí desde hace poco y los tenientes no intervienen en nada, como no sea en las cosas de dentro de la iglesia.
Zúñiga se levantó, dio una moneda de plata al chico, que enrojeció al recibirla sin atreverse a rehusarla, y después de despedirse de él siguió su camino acompañado por el administrador.
Apenas estuvo solo el niño, que se llamaba Daniel como su padre, se dirigió hacia una choza algo distante en la que vivía una anciana aún más pobre y desamparada que él, que le recibía siempre con cariño.
-Señá Dorotea, le dijo, vengo a saber si ha reunido usted ya el dinero para el pañuelo qué se quería comprar.
-No, hijito, contestó la vieja, no recojo más que centimillos cuando voy a pedir de puerta en puerta los sábados, y con eso no hay más que para mal comer.
-Pues aquí le traigo yo esta moneda de plata para su hucha. Me la ha dado un caballero y la he guardado para usted.
-Dios premie tu buen corazón y te dé ahora la fortuna en la tierra y después la gloria en el cielo. Mañana me compraré el pañuelo para ir con él a la cabeza a la bendición de los campos y a la iglesia después.
Al día siguiente desde muy temprano se veía a casi todos los hombres del pueblo, viejos, mozos y niños, bien ataviados, limpios, con semblante regocijado, reunidos en la plaza, esperando a que los tres curas ya revestidos saliesen de la iglesia. Algunos de ellos y no pocas mujeres habían entrado en el templo. En él se hallaba también don Pedro de Zúñiga con su administrador y los principales trabajadores de sus campos. Y allí estaba el cacique del pueblo, el insustituible alcalde, porque no había quien se atreviese a privarle de aquel cargo.
El sacristán llevaba la manga de la parroquia, otros hombres sacaban los estandartes de las hermandades de las hijas de María, de Santiago y de San Sebastián y varios mozos, en modestas andas, el Cristo llamado del Amparo y una hermosa imagen de la Virgen de las Mercedes. Detrás iban los sacerdotes, el alcalde, que ofreció el sitio preferente a don Pedro, los principales personajes de la localidad, los labradores, los jornaleros y por último algunas mujeres y no escaso número de niños de ambos sexos. Llegados a un montecillo, el párroco bendijo los campos mientras todos los concurrentes a la sagrada ceremonia permanecían inmóviles y con el mayor recogimiento.
Repitiose esta escena en los dos siguientes días yendo la comitiva por sitios diferentes, por todos lados excepto por el campo de Daniel, y este niño no faltó nunca, al lado de la vieja Dorotea que cubría sus escasos cabellos con un vistoso pañuelo comprado para la fiesta y que excitó la curiosidad de todas las comadres de aquel pueblo.
Don Pedro Zúñiga había escrito al lugar donde vivía el tío de Daniel pidiendo informes suyos. Se había dirigido al párroco, al que no conocía, y no tardó en recibir una larga carta en la que el sacerdote le daba las mejores noticias respecto a la honradez y laboriosidad de aquel hombre que era el maestro de escuela del pueblo. Cobraba un sueldo tan corto que apenas bastaba para cubrir sus necesidades.
El caballero, que era persona influyente, logró que le aumentasen la paga y, una vez realizado esto, llamó a Daniel y le dijo:
-Tu tío puede tenerte ya a su lado, márchate con él hasta que yo logre su traslado a este lugar, para lo que necesitaré algún tiempo. Cuando residáis aquí os ocuparéis de tu campo que es bueno y producirá una regular renta. Con la escuela y lo que dan las tierras viviréis con holgura. El viaje te lo pagarán mis hijos que se interesan por ti; creo que no rehusarás este pequeño servicio de unos niños, compañeros tuyos por la edad y por las inclinaciones.
-Cómo agradecer bastante... empezó Daniel con acento conmovido.
-Siendo siempre honrado y trabajador, le interrumpió don Pedro.
El muchacho se alejó del lugar, durando su ausencia cerca de un año. Alguna vez escribía a su bienhechor que le contestaba siempre con afecto.
A mediados de abril recibió el tío el traslado para la otra escuela y apenas llegó el maestro que había de sustituirle, el buen hombre y su sobrino se dirigieron hacia el pueblo donde el niño habla conocido a Zúñiga.
Llegaron de noche y buscaron alojamiento en la posada hasta la mañana siguiente, que era la del 25 de abril. Este día se dirigieron a la iglesia para asistir con la comitiva a la bendición de los campos. Oyeron decir a algunos hombres que el alcalde del año anterior había sido destituido reemplazándole don Pedro por voluntad de todo el vecindario, y que el antiguo cacique no pudiendo sufrir su derrota, había vendido cuanto poseía, marchándose a vivir al pueblo de su mujer donde nadie le hacía caso. Que allí devoraba su impotente rabia sin que se compadecieran de él.
Grande fue la sorpresa de Daniel cuando vio que los tres sacerdotes seguidos de casi todos los habitantes del lugar se dirigían hacia el lado de poniente y que allí el primer campo que bendecían era el suyo. Y aún creció más su asombro al hallar sus tierras sembradas y restaurada su casita, que antes estaba ruinosa; todo aquello estaba cuidado con esmero prometiendo una abundantísima cosecha.
Daniel condujo a su tío al lado de don Pedro a cuyos pies quiso arrojarse, lo que el caballero impidió abrazándole con cariño.
-Lo que he hecho por ti ha sido mi primer acto de justicia, le dijo Zúñiga; he remediado el mal que te causó mi antecesor, el alcalde indigno. He proporcionado con el arreglo de tus campos trabajo a no pocos obreros que carecían de él. Conserva a los que necesites a tu servicio, y trabaja tú también, trabaja con ahínco y si tienes más dinero del que necesites dalo a los pobres como nos manda Dios y Él te bendecirá y protegerá siempre.
Daniel así lo hizo, auxiliando en primer lugar a la vieja Dorotea. Su campo fue el más hermoso de aquel pueblo sin que jamás se perdiese una cosecha ni tuviese que sufrir ninguna de las innumerables plagas que arruinan a tantos desgraciados labradores, premiando así el Señor al pobre muchacho tan perseguido durante su infancia por las desdichas que sobre él llovieron sin merecer ninguna.
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