Eugenio Karl salió aquella tarde de domingo a la calle, diciéndose: “Es casi seguro que hoy me va a ocurrir un suceso extraño”.
El origen de semejantes presagios lo basaba Eugenio en las anómalas palpitaciones de su corazón, y éstas las atribuía a la acción de un pensamiento distante sobre su sensiblidad. No era raro que atenaceado por un presentimiento vago tomara precauciones concretas o procediera de forma poco normal.
Su táctica en este sentido dependía de su estado psíquico. Si estaba contento admitía que el presagio era de naturaleza benigna. En cambio, si su humor era sombrío evitaba incluso salir a la calle por temor a que se le cayera encima de la cabeza la cornisa de un rascacielos o un cable de corriente eléctrica.
Pero, generalmente, le agradaba abandonarse al presagio, ese incierto deseo de aventura que subsiste en el hombre de temple más agrio y pesimista.
Durante más de media hora siguió Eugenio al azar por las veredas, cuando de pronto observó a una mujer envuelta en un tapado negro. Avanzaba hacia él sonriendo con naturalidad. Eugenio la reconsideró con el ceño enfoscado, sin poder reconocerla, y pensando simultáneamente:
“Las costumbres de las mujeres afortunadamente son cada vez más libres.”
De pronto ella exclamó:
–¿Cómo le va, Eugenio?
Karl despegó instantáneamente de la neblina que envolvía curiosidad:
–¡Ah! ¿Es usted, señora? ¿Cómo le va?
Durante una fracción de segundo Leonilda lo reconsideró con sonrisa lacia, equívoca, mientras que Eugenio se informaba:
–¿Y Juan?...
–Salió, como de costumbre. Ya ve, me dejó solita. ¿Quiere venir a tomar el té conmigo?
Leonilda hablaba despacio, indecisa, con su sonrisa relajada por una fatiga lasciva que inclinándole la cabeza sobre un hombro la obligaba a mirar al hombre entre los párpados semicerrados, como si tuviera ante los ojos un sol centelleante. Una chispa de agua gris temblaba en el fondo de sus pupilas, y Karl se dijo:
“Ella tiene curiosidad de acostarse con un hombre que no sea su marido”, y no bien hubo terminado de pensar esto, cuando sus pulsaciones aumentaron de setenta y cinco a ciento diez. Le pareció que acababa de correr doscientos metros, tal emoción le producía la puerta desconocida que frente a él Leonilda entreabría con laxitud. Pero no pudo menos que relampaguear un escrúpulo en su mente:
“Sola. A tomar té con ella. No sabe que una mujer sola no debe recibir a los amigos de su esposo.” Y entonces tartamudéo:
–No; muchas gracias… Si estuviera Juan…
Era suya la voz de una criatura a quien le ofrecen una moneda y dice: “no, gracias”, porque le han acostumbrado a no recibir regalos, y tan es así que inmediatamente se dijo:
“¿Por qué soy tan estúpido? Debí aceptar. Ojalá me invitara otra vez.” Y habló en voz alta:
–Fíjese, Leonilda, en que no la reconocí –pero su pensamiento estaba clavado en otra parte, y la mujer parecía comprender la diversidad de sensaciones que conmocionaban al hombre, y Karl se decía: “¿Por qué fui tan estúpido de no aceptar su invitación?” Pero Eugenio, a fin de disolver un comienzo de obsesión, insistió:
–No la reconocía. Y cuando vi que usted sonrió, me pregunté: ¿Quién será esta mujer?
En tanto hablaba, un deseo bailaba en él:
“¿Será capaz de invitarme otra vez a tomar té?”
Leonilda lo miraba insinuante a los ojos. Su sonrisa era un esguince lacio, taladrando perspicazmente la hipocresía del hombre que trataba inútilmente de desempeñar la comedia del ciudadano virtuoso. Su mismo silencio le parecía a Eugenio el fragor de una tempestad, entre la cual se diferenciaba asombrosamente la insinuación de Leonilda:
“Atrévase. Estoy sola. Nadie lo sabrá.”
No tenían ya nada que comunicarse. Más permanecían en la vereda atornillada (sic) por el llamado de su sexo y la contradicción de sus sentimientos subterráneos. Eugenio balbuceó pesadamente, con los labios rígidos de tensión nerviosa:
–¿Así que su esposo no está? ¿Salió… y la dejó solita?
Ella se echó a reír, luego, abandonando la cabeza ligeramente sobre su hombro izquierdo, se puso a reír, retorció el cordón de su cartera y, mirándolo, desafiante, respondió:
–Me dejó completamente sola. Solita. Y yo me aburría tanto que fui a dar una vuelta. ¿Por qué no viene a tomar el té conmigo?
Las pulsaciones de Karl ascendieron de ochenta a ciento diez. Hubo un tembleque de irresolución en el fondo de sus pupilas. “Perder quizá un amigo. Solos los dos. ¿Hasta dónde será capaz de llegar?”
Leonilda lo escrutó semiburlona. Discernía sus escrúpulos, y allí, de pie en la vereda, con la cabeza ligeramente caída sobre un hombro y la sonrisa insinuante como la de una “cocotte” lo espiaba a través de sus párpados entornados, al tiempo que pronunciaba con vocecita burlona:
–Fíjese que le digo a Juan que como siga dejándome sola voy a tener que buscarme un novio. ¡Ja, ja! Qué gracia. Un novio a mi edad. ¿Puede quererme alguien a mí? ¿Pero, por qué no viene? Toma un té y se va. ¿Qué tiene que está tan triste?
Y era cierto. Karl jamás como en aquel instante se sintió triste. Pensaba que iba a traicionar a un amigo. Qué remordimiento, para después cuando apartara su vientre sucio del vientre de esa mujer. Sin embargo, la sonrisa de Leonilda era tan insituante. Y volvió a repetirse:
“Traicionar a un amigo por una mujer. Y él tendría entonces derecho a decirme: ¿No sabías que el mundo está repleto de mujeres? Y vos fuiste hacia mi mujer, mi única mujer. Vos. Y el mundo está lleno de mujeres.” Aquí está la sorpresa que presentía para hoy.
El corazón de Eugenio palpitaba como después de una carrera de doscientos metros. Y no podía resistirse. Leonilda lo vencía con la estática actitud de la cabeza inclinada sobre el hombro izquierdo y la desgarrada sonrisa que dejaba entrever la hilera de sus dientes blancos y encías sonrosadas.
Una laxitud terrible se apoderaba de sus miembros. Caía perpendicular entre ellos, y aplomado, oblicuo en la vereda chapada de luz amarilla, percibía la movilidad del espacio, como si se encontrara en la cimera de una nube, y los mundos y las ciudades estuvieran a sus pies.
Y, simultáneamente, ansiaba desmoronarse en el desconocido universo de sensualidad que le ofrecía la “mujer casada”, pero a pesar de su deseo no podía vencer la inercia que lo mantenía oblicuo en la vereda ondulante, bajo sus ojos.
Ella, muy bajo, volvió a la carga.
–Toma el té y después se va…
Él, resueltamente, dijo:
–Vamos. La voy a acompañar. Tomaremos juntos el té –pero en tanto pensaba:
“Cuando estemos solos le tomaré una mano, después la besaré y de allí tocarle un seno; todo y nada es lo mismo; ella posiblemente me dirá: `no, déjeme´, pero la llevaré a la cama, a su cama matrimonial que es tan ancha, y donde hace tantos años que se acuesta con Juan.”
Ella comenzó a caminar a su lado con tranquila confianza. Karl se sentía ridículo como un hombre de madera que se bambolea sobre pies de aserrín.
Por decir algo, Leonilda preguntó:
–¿Sigue separado de su esposa?
–Sí.
–¿Y no la extraña?
–No.
–¡Ah! Cómo son ustedes los hombres… cómo son…
Durante dos segundos, Eugenio tuvo inmensos deseos de echarse a reír ruidosamente y repitió para sí mismo: ¿Cómo somos nosotros los hombres… ¿Y usted, usted, que me lleva a tomar té en ausencia de su marido?”; pero al volver el pensamiento de estar solo con Leonilda en un cuarto, no pudo soslayar la imagen de Juan. Lo veía terminada la hora de trabajo ir corriendo hacia un prostíbulo clandestino, escogiendo las rameras de trasero extraordinario, y entonces observó con cierta curiosidad a Leonilda, preguntándose si él la habría adaptado a ella a sus preferencias sensuales y de pronto se encontró frente a una puerta de madera; Leonilda extrajo un llavero, y sonriendo laciamente, abrió. Subieron una escalera, y ahora apenas si se atrevían a mirarse a los ojos.
“Si me encontrara junto a una catarata, no habría más ruido en mis oídos”, pensaba Eugenio.
Rechinó otra cerradura, se hizo más oscuridad ante sus ojos, luego entrevió el moblaje del escritorio, giró una llave y curvas de luz amarilla rebotaron en el cuello de los sofás. Distinguió carpetas verdes suspendidas de los muros, y repentinamente, fatigado, se dejó caer en un sillón. Le dolían las articulaciones, había corrido mentalmente con demasiada velocidad hacia el deseo, y ahora sus articulaciones estaban como enmohecidas de ansiedad. La sangre parecía precipitarse en un inmenso bloque coagulado hasta una línea horizontal de su corazón, y cierta blandura deslizándose entre la coyuntura de sus rodillas lo postraba allí en ese sillón de cuero frío, mientras que la voz del marido ausente parecía susurrarle en el oído:
“Canalla, mi única mujer. ¿No sabías? ¡Mi única mujer en el mundo!”
Una sonrisa burlona se dibujó en el semblante de Eugenio:
“Todos los maridos tienen una única mujer, cuando ésta se encuentra en trance de acostarse con otro.”
Se dio cuenta que ella aún estaba en la habitación, cuando dijo:
–Permiso, Eugenio, me voy a sacar el tapado.
Leonilda desapareció. Karl, haciendo un gran esfuerzo, se levantó del asiento, y manteniendo inmóvil el busto comenzó a sacudir la cabeza con energía. Conocía este procedimiento por haberlo visto utilizar a los boxeadores cuando están al borde del “knock–out”. Aspiró profundamente aire, y ya dueño de sí mismo, se arrinconó en el sofá. Experimentaba curiosidad hacia sí mismo. ¿Cómo se comportaría frente a la mujer?
Leonilda apareció ahora ajustada en un traje de calle, de merino oscuro. Ella también parecía dueña de sí misma, y entonces Eugenio lanzó casi burlón la preguntita:
–Así que se aburre mucho usted, ¿eh?
Ella, sentada en un sillón lateral al sofá, cruzando las piernas, aparentó pensar y ya decidida, respondió:
–Sí, mucho.
Se produjo un silencio tenebroso, en el cual ambos intercalaban examen, mirándose a los ojos, y una como película parlante deslizaba en los oídos de Karl, estas palabras:
“Solos. Diez minutos antes ibas por las calles de la ciudad, apestabas del tedio dominguero, sin saber en qué ocuparías tus horas y esperando una aventura centelleante. ¡Oh, la vida! Y ahora no sabes de qué modo iniciar la comedia. Tomarla de la cintura, besarle una mano, apretarle un seno inadvertidamente. Ninguna mujer se resiste a un hombre, cuando él le acaricia los senos.”
Un ruido de catarata se desmoronaba junto a los oídos del hombre, y entonces otra vez forzando las palabras que estaban allí atrancadas en el fondo de su garganta seca y de su lenguaje torpe, murmuró con la sonrisa falsa de quien no encuentra tema de conversación:
–¿Y no hace nada para no aburrirse?
–Voy al cine.
–Ah. ¿Qué actriz le gusta?
Se soslayaron otra vez con miradas densas. Leonilda oblicuamente apoyada en el pasamano del sillón, sonreía incoherentemente, entrecerrados los párpados, de cierto modo que las pupilas chispeaban una luz maligna, intolerable, tal si individualizara cada pensamiento de Karl, y se burlara de él por no ser atrevido. Manteniendo una rodilla tomada entre sus manos finas y largas, en algunos instantes aparecía ebria de su aventura, y Karl insistió otra vez:
–¿Así que se aburre usted?
–Sí.
–¿Y él qué dice?
–¿Juan? ¿Qué quiere que diga? A veces piensa que no debíamos habernos casado. Otras veces, en cambio, me dice que tengo todo el aspecto de una mujer que ha nacido para tener un amante. ¿Le parece que tengo tipo para ser querida de alguien? Y yo también me digo: ¿Para qué nos habremos casado?
Eugenio recurrió al cigarrillo. Había observado que la inquietud se descarga subconscientemente en algún íntimo trabajo mecánico. Rechupó lentamente el cigarrillo hasta llenarse la boca de humo, luego lo lanzó lentamente al aire, y, con voz sumamente tranquila, ya dueño de sí mismo, le preguntó:
–¿Y nunca Juan le preguntó si usted no deseaba tener un amante? Mejor dicho: ¿nunca le insinuó que tuviera un amante?
–No…
–¿Y entonces para qué me ha propuesto usted hoy que viniera? Desea serle infiel a su esposo. ¿Y para eso me ha elegido?
–No, Eugenio. ¡Qué barbaridad! Juan es muy bueno. Trabaja todo el día…
–¿Y porque trabaja todo el día y es bueno, usted me invita a tomar el té en su compañía?
–¿Qué tiene de malo?...
–Efectivamente, de malo no tiene nada. Lo único que corre el riesgo de dar con un atrevido que trate de tumbarla en la cama.
Leonilda se incorporó violenta:
–Gritaría, Eugenio, no le quede ninguna duda. Además, yo me aburro, y también trabajo todo el día. Pero me aburro entre estas cuatro paredes. Es horrible. ¿Usted sabe lo que pasa por la mente de una mujer metida todo el día entre las cuatro paredes de un departamento?
Ella se rebelaba. Había que tener cuidado.
–¿Y él no se da cuenta de lo que pasa en su interior?
–Sí.
–¿Y…?
–Estoy cansada.
–¿Por qué no se distrae leyendo?
–Déjeme, por favor, de libros. ¡Son horribles! ¿Qué quiere que lea? ¿Puedo aprender algo en los libros?
Ahora se había arrellanado en el butacón y parecía triste a la luz confusa que teñía su epidermis de un matiz de madera.
Destapó con ansiedad sus anhelos:
–Me gustaría vivir en otra parte, sabe, Eugenio…
–¿En qué parte?
–No sé. Me gustaría irme lejos, sin saber adónde parar. Y en cambio, ¿sabe lo que hace Juan cuando llega? Se pone a leer los diarios.
–En los diarios aparecen noticias muy interesantes.
–Ya sé, ya sé… Es gracioso usted. Él lee los diarios y contesta a todo lo que le pregunto con un “sí” o un “no”. Eso es todo lo que hablamos. No tenemos nada que decirnos. A mí me gustaría irme lejos… Viajar en tren, con mucha lluvia, comer en los restaurantes de las estaciones… No crea que estoy loca, Eugenio…
–No creo nada.
–Él, en cambio, no se muda de casa, sino cuando yo ya no resisto más. Parece el hombre de los rincones. Eso, Eugenio. El hombre de los rincones. Todos los hombres parece que al llegar a los treinta años quieren arrinconarse, no moverse más de su sitio. Y a mí me gustaría irme lejos. Vivir como los artistas de cine. ¿Usted cree que es verdad lo que dicen en los diarios de la vida de los artistas de cine?
–Sí…, un diez por ciento, es cierto.
–Ve, Eugenio… ésa es la vida que me gustaría hacer. Pero eso es imposible ahora.
–Así es… pero, ¿para qué me invitó?
–Tenía ganas de conversar con usted (movió la cabeza como si rechazara un pensamiento inoportuno). No, yo no podría serle nunca infiel a Juan. No. Dios me libre. Se da cuenta… Si los amigos de él supieran… Qué vergüenza horrible para él. Y usted sería el primero en decirlo: “La señora de Juan lo engaña, y conmigo”…
–¿Y usted esperaba que yo la besara?
–No.
–¿Está segura? –Eugenio no pudo evitar una sonrisa socarrona e insistió:– No sé por qué me parece que me está mintiendo.
Leonilda vaciló un instante. Giraba los ojos como si se encontrara en una altura movediza. Y, aunque Eugenio hubiera querido explicarse dónde radicaba el secreto, en aquel momento era imposible. Ella aparecía afinada por la diafanidad de una atmósfera inconcebible, como si se encontrara entre cielo y tierra.
–¿Me promete no contárselo a nadie?
–Sí.
–Bueno; una vez un amigo de Juan me besó.
–Y usted esperaba que yo la besara.
–No; fue así…, de sorpresa.
–¿Y a usted le gustó o no?
–En ese momento me dio una rabia tremenda. Lo eché de casa. Hace de esto varios años.
–¿Y él volvió?
–No... pero usted va a pensar mal de mí.
–No.
–Bueno; muchas veces pensé con pena, por qué ese amigo no habrá vuelto más.
–¿Se hubiera entregado usted a él?
–No…, no…. Pero dígame, Eugenio, ¿qué le pasa a un hombre cuando besa así bruscamente a la mujer de un amigo? De un amigo que quiere, porque él lo quería a Juan.
–Por lo general es difícil de establecer lo que ocurre, si se coloca uno en un terreno metafísico. Ahora si interpreta la cuestión desde un punto de vista materialista, lo que debía pasar es que ese hombre se sentía excitado en su presencia y, posiblemente, usted se daba cuenta. Y más probablemente es que usted deliberadamente haya contribuido a excitarlo. Usted es uno de estos tipos de mujeres que les gusta enardecer a los amigos del esposo.
–Eso no es verdad, Eugenio… porque ya ve… entre nosotros no pasa nada…
–Porque me domino.
–¿Usted se domina? Pues no me pareció.
–De allí que me haya invitado a tomar té. Pero sí, me domino y, además, me divierto cuando me domino.
–Se divierte… ¿de qué modo?
–Observándolo al otro. Es algo así como el juego del gato con el ratón. La miro a los ojos y veo en el fondo de ellos la tormenta del deseo y del escrúpulo.
–Eugenio.
–¿Qué?
–¿Le va a contar a su señora que yo lo he invitado a tomar té?
–No… porque estoy separado de ella. Y, aunque no estuviera separado, tampoco le contaría, porque a ella le faltaría tiempo para írselo a contar a sus amigas: “¿Saben que la mujer de Juan lo invitó a mi esposo a tomar té a solas con ella?...”
–¡Qué perversa!
–De ningún modo. Es una mujer honrada. Todas las mujeres honradas son más o menos como ella. Más o menos impúdicas y más o menos aburridas. A momentos les gustaría acostarse con los hombres que las encaprichan; luego retroceden y ni con el mismo marido casi se acuestan.
–¿Y qué pensó usted cuando lo invité a tomar…?
–Cuando usted me invitó, yo me rehusé; luego pensé inmediatamente: Fui un estúpido en no aceptar. Si me invitara otra vez, aceptaría. Cuando usted insistió en que entrara, experimenté una gran emoción y curiosidad…
–Siga…, siga…, me gusta mucho escucharlo.
–Curiosidad y emoción. Eso. Aventura futura. Pensé mientras caminaba a su lado. Hace mucho tiempo que no me acuesto con una mujer casada, y sobre todo con la esposa de un amigo.
–Usted es un bárbaro. No le permito que diga eso.
–Me callo entonces.
–No; siga.
–Bueno; como le decía, ¿en qué íbamos?... en estos últimos años me he dedicado al amor espiritual…, es decir, al amor de las jovencitas. No me explico por qué dicen que las mujeres jóvenes son espirituales.
–¿Se enamoró de alguna?
–Oh, no, pero tuve pequeñas tenidas que me han demostrado que las más inteligentes son de una estrechez mental espantosa. Por ejemplo, vea: vez pasada conozco a una jovencita, medio literata y medio tuberculosa. Vamos a tomar un café juntos; a los cinco minutos me hablaba de pijamas de colores, de sus manos “marfilinas y pálidas”, del tabaco rubio y de la música de Debussy… ¿Sabe lo que hice? Pues paré en seco sus confidencias de arte trascendental, preguntándole si menstruaba con regularidad y si movía todos los días el vientre…
Las carcajadas de Leonilda resonaban estrepitosas.
–Eugenio… Eugenio…, usted es un perfecto salvaje.
Karl continuó:
–Ella no se enojó, y, como la vi tan flaquita, me dio lástima. Resolví ayudarla. Le preparé un programa de vida magnífico… gimnasia sueca, frutas cítricas en el desayuno, y créamelo, Leonilda… hasta llegué a preocuparme no sólo si de si hacía sus necesidades todos los días, sino de la misma naturaleza de sus excrementos, diciéndole que el excremento ideal era aquel que presentaba toda la apariencia de una compota de manzanas.
–Eugenio, cambie de tema…
–No, Leonilda… quiero que vea qué buen corazón tengo. No es el de un salvaje. Le decía a esa muchacha: primero tenés que aumentar diez kilos y después perder la virginidad. ¿No opina, Leonilda, que las mujeres desde los catorce años debían tener derecho a acostarse con quien se les diera la gana?
–¿Y los hijos?...
–Se evitan, Leonilda. Pero es horrible obligarla a una mujer a custodiar su propia virginidad… Bueno, el caso es que esa muchacha encontró poco espirituales mis lecciones y me abandonó, posiblemente por un hombre de pelo rizado, que había leído a Jean Cocteau y usaba guantes color patito.
Mientras Karl hablaba, Leonilda se decía:
“Qué charlatán es este hombre”. Pero cuidando de no exteriorizar un súbito mal humor que se le desperezaba entre los nervios, estiró un brazo para arreglar una flor de trapo en su florero, y dijo:
–¿Contaba usted, Eugenio?...
–¿Se aburre?
–¿De dónde saca eso, Karl?
–Cuando menos estaba con el pensamiento en otra parte.
–Tiene razón, Eugenio. Me acordaba de lo que usted pensó cuando nos encontramos.
–El primer impulso, como le contaba, fue el de encontrarme al principio de una maravillosa aventura. Cuando menos de una aventura turbia. Por otra parte, es un cierto modo agradable eso de correr el riesgo que el marido y el amigo lo maten a uno de un balazo. Y quizá ni eso. Qué le parece a usted… ¿Juan sería capaz de matarme?
–No… creo que no. El pobre se llevaría un disgusto…
–Ya ve… nosotros los maridos modernos ni somos capaces de retorcer el pescuezo a un canalla que nos roba la mujer. Cierto es que esto de no retorcer el pescuezo a la cónyuge es una conquista del pensamiento y de la civilización… pero, de cualquier forma, a veces es agradable asesinar a alguien… en nombre de una superstición. Y, además, Leonilda, si Juan no la matara a usted ni a mí, no lo haría por bondad, sino simplemente comprendiendo que al ponerle usted unos cuernos grandes como una casa, no hacía sino tomarse un poco de justicia por su mano…; pero, volvamos al punto de partida…; cuando entré, yo pensaba de qué modo iniciaría la comedia amorosa con usted… besándole la mano o tomándole un seno.
–Eugenio…
–Eso era lo que pensaba.
–No le permito…
–Ahora es usted la que hace la comedia…
–Bueno…, pero no hable así.
–Perfectamente… suprimida la descripción de la sección masaje.
–Eugenio…
–Leonilda… Usted no me deja expresar con coherencia.
–Hable decentemente.
–El caso es éste. Cuando entramos yo esperaba que usted se pusiera a bailar y me dijera: “Vea, qué valiente soy, hoy he resuelto ponerle cuernos a mi marido”. Yo deseaba que me dijera eso, Leonilda. O que, desprendiéndose la bata, me dijera: “Béseme el nacimiento de los senos.” O, si no, “arrodíllese aquí, a mis pies, y apoye la cabeza en mis rodillas”. También cuando entró… durante un instante, dije “Qué maravilloso sería si apareciera desnuda, pero envuelta en una robe de chambre”.
–Pero usted está loco…
–Leonilda…, son suposiciones…; yo no digo que usted debió hacer forzosamente eso, ni nada parecido… me limito a insinuar qué agradable hubiera sido que ello ocurriera…
–Gracias a Dios.
–Ya sé… no ocurrió… Cuando entramos, usted me dijo: “Me aburro”, y entonces, créame, el alma se me cayó a los pies.
–¿Por qué?
–No sé. Instintivamente usted y Juan me dieron lástima.
–Lástima…, lástima él…
–Y usted –ahora Eugenio caminaba de un rincón a otro del escritorio–. Claro; me dio lástima., Vi su problema..., y su problema era el de todas las mujeres casadas. El esposo continuamente en la oficina; ellas eternamente solas, entre las cuatro paredes que usted contaba.
–No tenemos nada que decirnos, Eugenio.
–Y es natural, Leonilda. ¿Cuántos años hace que se casó?
–Diez…
–¿Y usted quiere tener algo nuevo que decirle a un hombre después de vivir diez años, o sean tres mil seiscientos días con él?... No, Leonilda… no…
–Él llega, se arrincona en ese sillón y lee sus diarios. Los diarios son la quinta pared de esta casa. Nos miramos y no sabemos qué decirnos, o lo sabemos de memoria…
–No cuenta nada nuevo usted. Eso ocurre entre todos los matrimonios y entre novios también. Los novios se aburren tremendamente, cuando no son estúpidos por demás. Y usted y yo, Leonilda, si nos tratáramos mucho terminaríamos por encontrarnos en la misma situación.
–Es posible…
–Me alegro de que lo crea, Leonilda. En realidad, conocer a una mujer es una tristeza más. Cada muchacha que pasa por nuestra vida nos oxida algo precioso adentro. Posiblemente cada hombre que pasa por la vida de una mujer destruye en ella una faceta de bondad que otros dejaron intacta, porque no encontraron la forma de romperla. Estamos a la recíproca. Somos una buena cáfila de canallas…
–Usted no cree en nada.
–¿Quiere que crea en usted, Leonilda, acaso?
–¿Y la vida será siempre así, entonces?...
–Y, ¿cómo quiere usted que sea?
–No sé… no sé… es decir, que todos los matrimonios se llevan como Juan y yo.
–Más o menos, el noventa y nueve por ciento…
–¿Y qué hacer entonces?...
Hasta esta altura, la conversación se había desarrollado en un ritmo tranquilo y avieso; mas de pronto una magnitud de emoción estalló en Karl. Brutalmente tomó a la mujer de una mano, la impulsó hacia él y la besó en el rostro. Ella rehuía sus labios. El la soltó, mirándola afectuosamente, dijo:
–Te besé porque sos una pobre mujercita. La eterna mujercita que cree en las pavadas del cine. Mírame a los ojos (Ella se había retirado hacia su butacón, enrojecida de vergüenza.) Ya ves. Estoy limpio de deseo. Trate (dejó de tutearla) de quererlo a Juan. Él es un hombre bueno. Yo también soy un hombre bueno. Todos somos hombres buenos. Pero de cada uno de nosotros se burla alguna mujer, de cada mujer en alguna parte se burla un hombre. Estamos como le dije antes: a la recíproca.
Uno frente a otro, casi tranquilos se examinaban como si se encontraran absolutamente aislados en la redondez del planeta. No tenían nada que aprender ni decirse. Karl se levantó.
–Señora, hasta pronto. Ella sonrió ambiguamente. Cautelosamente:
–¿No se va a enojar? Cuando Juan venga esta noche le diré que usted estuvo aquí.
–¿Cómo? ¿Le va a decir?
–¿Hemos hecho algo malo acaso?
–Tiene razón. Hasta pronto.
Leonilda, sin moverse del sofá, lo miró avanzar, dándole la espalda, hacia la puerta de madera maciza.
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