Estás dormida a dos metros de mí.
En lugar de escribir me pongo a mirarte.
¡No hay nada que decir!
El silencio de una rosa en la noche da más testimonio de Dios que la teología, y tal vez tenga el secreto que la belleza de la palabra no puede nombrar.
Entonces me callo y te contemplo porque toda sabiduría es callada, y el éxtasis es superior al conocimiento. Y a lo mejor es verdad que la vida no es sino un cuento narrado por un idiota, como dijo Shakespeare.
Dudo ahora que exista una belleza superior a verte ahí, como una tentación, con los ojos cerrados, olvidando el mundo y olvidada de él, siendo yo el único ser y tu único testigo ante la vida y el tiempo.
Tu sueño te aleja de mí, pero yo te poseo más plenamente. No estás en mis brazos, pero tampoco estás en el tiempo, y es en ese rincón de la eternidad donde me reúno contigo, en una esencia tan total que nada puede separarnos: ni la pasión, ni los días, ni el recuerdo, ni el nocturno canto del búho, ni el horrible despertador de las cinco de la mañana.
Aunque quise despertarte para sentir la voluptuosidad de tus besos, de tus uñas que me confunden con una guitarra, ese placer insólito de ver animarse por el ardor de tu cuerpo toda mi materia espiritual adormecida por el razonamiento, elegí tu respiración inocente que te unía más a mí que las palabras, tus viles palabras que nos hablan del paso a la vida, y de que todo tiene un comienzo y un fin.
Entonces te abandoné para que al menos en tu corto sueño nunca te separes de mí, y así poder disfrutar por un momento esa imagen imposible y anhelada del amor eterno.
Te miro y me lleno de piedad porque vas a morir, y no soy Dios para impedirlo.
Enciendo un cigarrillo y medito si hay justificación de vivir. Estás viva, es la única razón, y si mi amor tiene una esencia se reduce al deseo de hacerte inmortal, y a la desesperación de este deseo.
¡Qué silencio tan puro!
Te quiero recordar, mientras duermes, que no olvides este mundo. Más allá de tu sueño está la noche con sus pilas de estrellas, algunos grillos que cantan y el canto turbador del búho. A veces me gusta imaginar este búho como un espíritu santo que baja del cielo a no dejar hundir el universo en las tinieblas, y a sostener con su canto la presencia infinita de la vida, mientras los hombres duermen, olvidan o se cansan de vivir.
Nada más que la noche, amor mío, y yo en ella, infinitamente grande para mí, tan espléndida para bendecirla o cantar yo solo su fastuosa belleza, el viento encima y la tierra debajo y la oscuridad en todas partes. La relativa luz de las estrellas agregando otro enigma a su insondable misterio, los soles negros y el canto de la rana en la piedra del lago con sus ojazos desmesuradamente abiertos al terror.
De pronto tengo la sensación angustiosa de que estoy perdido entre estas presencias fantásticas, los vastos territorios del cielo, el negro silencio nocturno, la rara melodía del grillo, el ganso en su aullido, el solemne reposo de todo lo viviente… Y miedo de mi vida algo fugitiva entre estas cosas menos importantes que yo, pero más imperecederas.
Entonces todo me parece absurdo, efímero, acosado por la muerte, y corro a despertarme para gozar en ti el minuto de vida que me queda, sentir el roce de tu piel, bañarte con el sudor del verano, sofocar el silencio y la quietud, y decirte que toda la ilusión de mañana es este instante en tus brazos a la orilla de la dicha.
Si ahora desaparecieras todo quedaría vacío. Con tu sueño las cosas de nuestro alrededor se han sumido en la indiferencia, pero no han muerto. Solamente se callaron para no despertarte.
Yo también temo deslizar esta pluma sobre el papel para escribir que te amo. Pero, ¿qué necesidad de decirlo si toda la alegría y la paz del mundo me vienen de tu sueño? Y como todo lo has olvidado, también a mí que muero en tu sueño, me dejas en la más pura libertad de amarte, con una libertad tan absoluta y sin peligro que no pueden distraer tu pensamiento, ni los deleites animales, ni el pito del tren, ni el brillo de la luna, ni el dolor del mundo, ni mucho menos el poderoso y ardiente amor que te crucificó en la adolescencia.
Te quiero así, en esta soledad de los dos, unidos por el deseo y el miedo, presos en esta dulce sensación de eternidad, en la que sueñas y olvidas, y apenas te queda memoria para lo que no debe morir.
Y prefiero tu olvido absoluto porque el recuerdo quiere decir que permites al tiempo abrir tumbas en nuestro amor.
Quédate donde estás, en el puro equilibrio de la noche y el día, en la nada de tu sueño feliz que es la otra cara del cielo, ese cielo invisible a todos, menos a mí.
Ese cielo, en fin, ombligo o taberna para la embriaguez de los dioses que fueron condenados a la desesperación, cruz de tu carne donde me purifico, me santifico, me emborracho de amor para alcanzar el exilio de la pobre mente humana, y donde al perderme me salvo por una rara sensación de locura divina.
No tengo otro argumento para despertarte, amor mío, y no sé si debo separarte de esta nueva dimensión de tu amor en que eres mía más allá de la muerte. |