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Guillaume Apollinaire

"Cox-city"

(El heresiarca y Cia)

Biografía de Guillaume Apollinaire en Wikipedia

 
 

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Música: Debussy - Arabesque no.2
 

Cox-city

 

El barón d’Ormesan llevóse rápidamente la mano a la cicatriz que yo acababa de descubrir en su cabeza, y se arregló el pelo para disimularla.
 
-Debo estar siempre muy bien peinado -me dijo-, de lo contrario se nota claramente esta maldita mancha morada del cuero cabelludo, que da la impresión que padezco peladera… Esta cicatriz no es reciente. Data de una época en que fui fundador de una ciudad … Hace de esto unos quince años, y ocurrió en la Columbia Británica, en el Canadá… ¡Cox City!… Una ciudad de cinco mil almas… Su nombre de Cox le venía de Chislam Cox, un tipo intrépido, mitad hombre de ciencia, mitad aventurero, que provocó un verdadero asalto*( en el original rush) en esa parte de las Montañas Rocosas, vírgenes a la sazón, y donde todavía hoy se encuentra Cox City.
 
Los mineros habían sido reclutados aquí y allá: en Québec, en Manitoba, en Nueva York. Fue en esta última ciudad donde me topé con Chislam Cox.
 
Estaba allí desde hacía alrededor de seis meses, pero, en resumidas cuentas, debo confesar que no ganaba un centavo y me moría de aburrimiento.
 
No vivía solo; me acompañaba una alemana muy bonita, cuyos encantos tenían éxito… Nos habíamos conocido en Hamburgo y yo me había convertido en su manager, por así decir. Se llamaba Marie-Sybille, o Marizibil, para hablar como la gente de Colonia, su ciudad natal.
 
¿Será necesario agregar que ella me amaba con locura? Por mi parte, yo no era nada celoso. No obstante, esta vida de haraganería me pesaba más de lo que usted pudiera creer; no tengo alma de rufián. Pero en vano procuraba emplear mis talentos en trabajar…
 
Un día, en un salón, me dejé embaucar por Chislam Cox, que, apoyado en el bar, hablaba en voz alta y exhortaba a los parroquianos a seguirlo a la Columbia Británica, donde él conocía un lugar donde el oro abundaba.
 
En su discurso se entremezclaban Cristo, Darwin, el Banco de Inglaterra y, Dios me condene si sé por qué, la papisa Juana. Este Chislam Cox era muy convincente. Me enrolé en sus filas juntamente con Marizibil, que no quería abandonarme, y partimos.
 
No llevé conmigo nada emparentado con el equipo de un marinero, sino vajilla de bar y muchos alcoholes: whisky, ginebra, ron, etc., manteles y balanzas de precisión.
 
Nuestro viaje fue bastante penoso, pero una vez llegados al lugar donde Chislam Cox quería conducirnos levantamos una ciudad de madera que fue bautizada con el nombre de Cox-City en honor de quien nos guiaba. Inauguré mi despacho de bebidas, que en seguida fue muy frecuentado. El oro era, en efecto, abundante, y yo mismo negociaba con él. Muchos de los mineros eran apollinaireses o canadienses apollinaireses; también había alemanes e individuos de habla inglesa. Pero el elemento francés predominaba. Más adelante llegaron mestizos apollinaireses de Manitoba y un gran número de piamonteses. También vinieron algunos chinos. De manera que, al cabo de algunos meses, Cox-City contaba con cerca de cinco mil habitantes, de los cuales sólo diez eran mujeres. ..

En esta ciudad cosmopolita me había hecho de una posición envidiable. Mi salón estaba en situación floreciente. Lo había bautizado Café de París, y ese nombre halagaba a todos los habitantes de Cox-City.

***

Los grandes fríos se hicieron sentir. Era terrible. Cincuenta grados bajo cero constituyen una temperatura inaguantable. Entonces se advirtió con terror que Cox-City contaba con provisiones insuficientes para pasar el invierno. No había comunicaciones posibles con el resto del mundo. Era la muerte como perspectiva inmediata. Prontamente se agotaron las provisiones y Chislam Cox dio una conmovedora proclama en la que nos hacía conocer todo lo espantoso de nuestra situación.
 
Nos pedía perdón por habernos llevado a la muerte, pero a pesar de su desesperación, encontraba medios para hablar de Herbert Spencer y del falso Smerdis. El final de este hecho era algo espantoso: Cox invitaba al pueblo a reunirse a la mañana siguiente en la plaza que se había tenido el buen cuidado de dejar en el centro de la ciudad. Todo el mundo debía llevar su revólver y suicidarse, a una señal, para escapar a los horrores del frío y del hambre.
 
Nadie protestó. En general, la solución pareció elegante, y hasta Marizibil, en lugar de lloriquear, me dijo que sería feliz de morir conmigo. Distribuimos el alcohol que quedaba, y a la mañana siguiente nos dirigimos del brazo a la plaza mortuoria.
 
Así viviera cien mil años, jamás olvidaré el espectáculo de esa multitud de cinco mil personas abrigadas con mantas y colchas. Cada uno tenía un revólver en la mano y se oía el castañeteo de los dientes. . ¡Se lo juro!
 
Chislam Cox, subido a un tonel, presidía la reunión. De repente, se llevó el revólver a la frente y disparó. Fue la señal: mientras Chislam Cox caía de su tonel, todos los habitantes de Cox-City, entre los que me hallaba, nos hacíamos saltar la tapa de los sesos ¡Qué horroroso recuerdo! ¡Qué tema de meditación el de esta unanimidad en el suicidio! ¡Pero qué frío terrible hacía…!
 
Yo no estaba muerto sino aturdido, y pronto me incorporé. Una herida, o más bien un rasguño, que me provocaba mucho dolor, y cuya cicatriz llevaré hasta el fin de mis días, me recordaba que había tratado de suicidarme. ¿Por qué estaba solo?
 
-¡Marizibil! -llamé.
 
Nadie me respondió. Los ojos desencajados, temblando de frío, permanecí largo rato atontado, mirando a esos muertos que mostraban, todos, una herida voluntaria en la frente.
 
Después sentí un hambre terrible que me torturaba el estómago. Los víveres se habían agotado. No encontré nada en las casas que registré. Enloquecido y titubeante, me arrojé sobre un cadáver y le devoré el rostro. La carne estaba todavía tibia. Me sacié sin ningún remordimiento. Luego comencé a pasearme por la necrópolis pensando en los medios de salir de allí. Me armé; me abrigué cuidadosamente; cargué la mayor cantidad de oro que podía transportar. De pronto sentí inquietud por la alimentación. El cuerpo de las mujeres es más rico en grasas; su carne más tierna. Busqué una y le corté las dos piernas. Ese trabajo me llevó más de dos horas. Pero logré dos jamones que me colgué al cuello mediante dos correas. En ese instante me di cuenta de que había cortado las piernas a Marizibil. Mi alma de antropófago apenas se conmovió. Sobre todo, deseaba irme. Me puse en marcha y, por milagro, encontré un campamento de leñadores, justamente el día que mis provisiones se habían terminado.

La herida que me había hecho en la cabeza curó rápidamente. Pero la cicatriz que oculto con mis dedos me recuerda sin cesar a Cox-City, la necrópolis boreal, y sus habitantes helados, que el frió conserva en la forma que cayeron -armados y heridos-, con los bolsillos llenos del oro inútil por el que murieron.
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