Yo he visitado el Manicomio de Santa Castora. Y al empezar la crónica periodística escribí en el borrador:
"Parece que va uno a encontrarse sonoras cadenas que se arrastran, enrejados de hierro, por los qua salen rugidos, hombres de barbas negras y ojos saltones, atados como mastines, insultadores como mastines; parece que va uno a tener que entrar con un pistolón en cada mano. Pero nos encontramos en un jardín florido y sonriente..."
He tenido que romper el borrador, ptfqtte es falso. Yo entré en el Manicomio seguro de que me iba a lleva esa sorpresa; igual que todo visitante. Por manera que, en el fondo, no hay sorpresa para nadie, aunque luego la mentira pintoresca del contraste florezca como mala hierba en nuestros labios. Mas no en la pluma de un cronista puro.
Todos los locos me sonreían. Habla en su sonrisa un gran artificio, como en el borracho nace el deseo de caminar derecho. Los locos creen que su -sonrisa es la piedra de toque de su cordura.
¡Buenos trajes! Cuando el enfermero, por un quehacer, me dejó solo, yo apunté en mi cuaderno de notas: "Hoy se han visto preciosas toilettes masculinas a la hora del paseo en el patio de Santa Castora.
Juegan a estar fuera.
Y un caballero, con bastón y sombrero, hacía toda la comedia de un paseo mundano, él sólito, en los diez metros de un lado del patio; charlaba con personas imaginadas. Tan sólo él parecía un loco. Los demás eran buenas gentes, tristes o charlatanes, que encendían pitillos en su corro, o sentimentales, que miraban los pétalos de las rosas cogiendo cariñosamente los rabos con los dedos, para auparlas hacia su mirada, sin arrancarlas.
Tan sólo aquel caballero parecía un loco. Y como el enfermero no venia, le dije a otro señor, próximo a mí, que me pareció taníhién observador de aquellos locos:
—Óigame; ¿qué monomanía tendrá aquel pobre elegante?
—¡Oh, desdichado! Dice que está en un paseo del mundo.
—¿Y cree que va charlando con sus amigos?
—No. Es que dice que por los paseos del mundo, mucha gente va así, como él, como si fuera hablando con alguien, pero sin nadie. Y él lo imita.
Yo me quedé parado, mirando fijamente al que me contestaba. Me rasqué la cabeza sin decir palabra y sin dejar de mirarle. Tenía razón, pero... era un puntazo contra los cuerdos.
El me adivinó inquieto, y dijo:
—¡Ay, caballero, me parece que me ha tomado usted por loco!...
—¡Oh, no, no, no! ¡De ninguna manera! Usted será un... -
—Un visitante, sí, señor. Yo soy un noble español. Pero me da pena esta gente, y vengo a consolarla.
—¡Aaaaah! ¡¡Ya!!
—Pero no estoy loco, señor.
—¡Ya! ¡Ya comprendo!
—Usted seguramente habrá oído hablar de mí; de mi título al menos. Soy el conde de los Soles Rojos.
—¡Ya lo creo!—mentí.
—Soy descendiente bastardo de don Diego de los Soles Rojos, que con cuatro hombres y un cabo tomó el castillo de Burgo de Lata, en el siglo VII, imitando que el sol salía por otro lado con un disco pintado de rojo. Los moradores se despistaron... y huyeron. Tal dicen mis pergaminos.
—¡Hola, hola!
—¡Yo tengo una novia en un manicomio, señor!... Por eso siento la obligación interna de consolar a estas gentes.
—Muy oportuno, sí, señor.
—¿Usted tiene hora?
—Sí, sí; las seis van a dar-—contesté.
—Perdone, entonces; yo me tengo que ir. Hasta otro rato, caballero.
Le seguí con los ojos atentamente, y le vi entrar en el edificio, camino de la puerta de la calle.
Anduve unos pasos más, y cuando observé que echaba mano al cerrojo, grité:
—¡¡Portero, partero!! ¡¡Que se va uno!!...
El pobre conde se detuvo asustado. Miró al portero y se sonrió. Me miró a mí con cara de pena y abriendo el cerrojo dijo al de la librea:
—¡Pobre! ¡Cómo anda ése!
El portero me miró tristemente, y quitándose luego la gorra le dijo:
—Adiós, señor conde. Hasta otro día. Que se alivie la señorita.
Hasta que me vi en la calle no me decidí a pensar: "¡Qué gracioso! ¡Los dos estábamos cuerdos! ¡Yo también, yo también! ¡Sí, sí; yo también!"...
Extraído de la revista "Gutiérrez" del 28 de Mayo de 1927 |