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(Antonio Joaquín Robles Soler)
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"Los bueyes de una carreta se escriben con un planeta"

Biografía de Antonio Joaquín Robles Soler en Wikipedia

 
 
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Música: Tchaikovsky - Album for the Young Op.39 - 8: Waltz
 

Los bueyes de una carreta se escriben con un planeta

De todo hay que aprender en la vida; de modo que a Botón Rompetacones le dijo su padre un día:

-Hijo mío: este año te vas a encargar tú de arar, segar y trillar el campo de trigo que tenemos en Villacolorín de las Cintas, mientras tu primo Pedro Hoz, que lo ha labrado siempre, va a ir al colegio, para que no se olvide de lo que sabía y aprenda nuevas cosas.

-Muy bien -respondió el muchacho-; y si lo siento, es porque ahora estábamos estudiando Astronomía, y me gustaba mucho la asignatura.

La familia de Rompetacones tenía dos bueyes de carreta que, si no eran muy viejos, tampoco eran jóvenes. Se llamaban Saca-corchos y Corta-plumas, y ya sabían tirar derecho por los surcos, como si lo hicieran con regla.

Botón se ponía todas las mañanas bien temprano el sombrerito del tenedor, cogía la yunta de bueyes, y ¡al campo! Pero la verdad es que, como era caprichosillo, le cansaban aquellas jornadas de ocho a diez horas, sin dejar de tirar rectas y rectas en la tierra. Así resulta que estaba deseando la llegada del domingo, porque ese día no tenían faena ni él ni su primo Pedro Hoz, y jugaban a la pelota en el frontón del pueblo, que era una enorme pared que había en las afueras, sobre la que podían jugar todos cuantos quisieran.

Mozos y mozas, sabiendo lo bien que jugaban Pedro Hoz y Botón Rompetacones, se iban todas las tardes de los domingos a ver sus partidas. Pero lo gracioso es que también Corta-plumas y Saca-corchos abrían con los cuernos cuidadosamente el picaporte de su pradito, y por las sendas se iban al frontón, a ver jugar a sus amos desde detrás de una tapia. Y para aplaudir las buenas jugadas, agitaban los cencerros de un modo que daba risa.

Botón fue tomando cariño a su yunta; les hablaba con palabras tan cariñosas, tan suaves y razonables, que llegaron los bueyes a entenderle; y no solo le entendían las voces corrientes del trabajo, sino las órdenes, los mimos, las regañinas y las palabras de compañerismo.

Entonces los bueyes, para no inquietar al chico, se hacían la labor solitos, dando la vuelta donde debían y tocando el cencerro cuando tenían alguna duda. De esa manera el muchacho pudo traer de su casa el libro de la Astronomía, y lo iba leyendo sin soltar el arado. Él iba como ciego con la lectura, y la yunta era su lazarillo, como esos perros leales que conducen a un ciego.

A veces, al chico se le escapaba leer en voz alta, creyéndose solo. Y en efecto, solo estaba, si no fuera que Saca-corchos y Corta-plumas le entendían muchas palabras, y fueron aficionándose a esos misterios tan bellos de las estrellitas, los cometas, los eclipses y las fases de la Luna. Daba gusto verlos: Botón iba leyendo fuerte cogido al arado, y los dos bueyes caminaban atendiendo a la lectura, pero sin salirse del surco.

Sucedió un día que Botón Rompetacones dejó descansando a la yunta en una pradera inmensa, y él se fue a comer un bocadillo de pan y queso debajo de un árbol. Y después le entró sueño, y poniéndose su sombrerito redondo, con tenedor y todo, sobre la cara, se tumbó y se quedó dormido.

Al cabo de media hora despertó, y se fue en busca de Corta-plumas y Saca-corchos, a los cuales encontró bastante lejos, aunque siempre unidas sus cabezas por el yugo del arado.

Lo curioso fue que, en la corta hierba del prado vio huellas del rejón; y fijándose bien, aquello no era otra cosa que letras inmensas, de un letrero gigantesco que alguien había escrito en el suelo.

Con atención leyó el muchacho, y vio que decía:

Queremos correspondencia con alguna yunta de bueyes de Júpiter. Suyos afectísimos. -Saca-corchos y Corta-plumas.

Se quedó asombrado. Resultaba que sus bueyes sabían escribir las palabras que le escuchaban en el campo y se habían interesado en las cosas de la Astronomía.

Botón Rompetacones se puso muy contento; se ciñó en la cabeza el sombrerito y corrió al colegio, para que el profesor observase desde su telescopio, a ver si en Júpiter respondían. Y en efecto, otra pareja de unos bueyes muy extraños, con tres cuernos de ciervo en la testa, cuatro patas de avestruz y un rabo de perro «lulú», escribía en aquel momento estas palabras, sobre otro inmenso solar:

Queridos compañeros de la Tierra: Nos parece admirable vuestra idea.

Se enteraron cinco astrónomos de la capital y vinieron inmediatamente a Villacolorín de las Cintas con cinco cucuruchos de sabio en las cabezas, cinco túnicas, cinco barbas blancas, diez cristales redondos para sus cinco gafas y veinte metros de telescopio, que dividieron entre los cinco y tocaron a cuatro. Levantaron un observatorio de tres pisos al lado de la pradera, y nombraron secretario a Botón Rompetacones y vicesecretarios a Corta-plumas y Saca-corchos; de modo que un sabio dictaba con un altavoz desde la terraza del observatorio, y Botón conducía el arado con los bueyes, para escribir lo que le dictasen. Así los astrónomos de Júpiter y los de la Tierra se pusieron en comunicación y se contaron sus sabidurías.

Un domingo, cuando los sabios descansaban, Botón se escribió con los colegiales del astro amigo. La invención y la ayuda de Saca-corchos y Corta-plumas valió para contarles sus juegos y sus estudios, y hasta su afición a las patatas fritas.

Otro domingo cogió la yunta Pedro Hoz, que era un buen mozo labrador, y habló con los labradores del astro. Se dijeron lo que sembraban, si era buen año o no, y cómo era el pan de cada uno de los dos planetas.

El tercer domingo se escribieron los médicos. El cuarto los comerciantes. El quinto fueron las vendedoras de flores las que emplearon la yunta...

¡Gran invento el de los bueyes! Gran invento, porque, si es muy bonito y emocionante que haya buena armonía entre profesiones de una nación y de otra lejana, mucho más bello será que sean buenos compañeros los ingenieros, los maestros, los ferroviarios o las mecanógrafas de unas estrellas y de otras.

Cada domingo se reunían los de una carrera o los de un oficio en la pradera, con la familia y la merienda; hablaban con los de Júpiter, y luego pagaban a los bueyes su servicio con terrones de azúcar y pan, y a Botón con sellos raros para su colección, y hasta con bicicletas, jamones, libros, pisapapeles, cubiertos, lámparas y otras cosas que parecían regalos de boda, y con las que él tiraba al blanco cuando eran feas, a pesar de las veces que su madre le reprendía.

¡Bah!, pero eso no tenía importancia. Lo que importaba allí era la alegría de unirse unos y otros, gracias al correo de los bueyes, que escribían ya con una letra muy clara, y no ponían casi nunca faltas de ortografía. Claro está que si ponían alguna, era muy grande, muy grande, por el tamaño.

¡Cómo se reirían en Júpiter aquel día en que los bueyes pusieron: «¡Llevamos una bida feliz!»! ¡Así: con b! La gente le echaba la culpa a Botón Rompetacones; pero fue en un momento en que se había dormido un rato la siesta, como aquel primer día de la escritura.

Desde aquellos tiempos, parece que Júpiter y la Tierra hicieron buena amistad y no se tiraban bólidos ni cosa semejante.

Y en Navidad, por hacer Botón un regalo a los chicos del otro astro, echó al viento una cometa; comenzó a darle hilo y más hilo, y consiguió que la cogieran en Júpiter. Y como en la tela había pintado su retrato, la yunta de Júpiter escribió en el suelo una carta que decía:

Lo que más nos ha hecho reír ha sido el tenedor del sombrerito.

Aleluyas de Rompetacones (100 cuentos y una novela)

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