Doña Simona tenía siete huéspedes: el comandante, el cómico, el escultor, el caricaturista, el estudiante, el viajante de comercio y el policía.
Y un gato que tenía las paredes llenas de taconazos—las botas que le tiraban—y una palmera de rincón, sobre un mueble de rinconera, baratísimo, que tenía por patas cuatro floretes de madera, por como se rendían simétricamente con el peso.
La palmera, aún artificial, secaba sus puntas. Eso era el colmo de la miseria, y tenía sus manos abiertas y flacas y huesudas, y sus codos rotos.
Una vez, Jacobo el estudiante volvía de madrugada. Traía la boca escurrida hacia los lados como baba, el gabán sobre un hombro, el cuerpo—todo—hiposo, los botones del chaleco mal casados, la mirada turbia y el sombrero en la coronilla... ¡Borrachón!
Anduvo a lo largo del pasillo rebotando de pared a pared con el itinerario de un cordón de bota y, ¡paf!, se cargó la palmera.
Todos oyeron el estruendo, pero sólo la patrona y el gato se incorporaron; y sólo la patrona conservó el desvelo hasta el amanecer.
Cuando llevaban la palmera en el cajón de la basura, el cómico dijo: «Llevaba la mano fuera; por eso la conocí».
Con lo cual la pena se hizo ironía.
El escultor ofreció un Homero de yeso que hizo en su clase académica, y le venía muy bien al mueble. Las patas volvieron a quedar en tensión, como para siempre.
Y al día siguiente, el cómico dijo en la mesa: «¡Qué susto me dio el busto ese anoche! Como queda a la altura de una cabeza de hombre...»
«Igual me pasó a mí, cuando vine a las dos. Esta noche no salgo, ¡cá!»
«Y yo volveré cuando haya amanecido...»
Esto sugirió la idea de darle a aiguien la broma. Y mejor que nadie, a Jacobito el estudiante: una broma inspirada en el susto del cómico. ¡Eso! ¡eso!
Todos se aunaron para hacer un muñeco con el Homero del rincón: el cómico, que dominaba los coloretes y los gestos; el comandante, que conocía los gestos de la guerra; el escultor, que conocía los secretos de la forma; el caricaturista, que sabía mucho de estilizar fisonomías; el viajante, que tenía interés en acreditar unos puñales, y el de la secreta, que conocía las características del criminal.
¡Pobre Jacobo! ¡Todos aunaron sus especialidades para embromarle!
Pusieron unos pantalones delante del mueble y unas botas que salían de las bocas de los pantalones y una chaqueta con guantes sujetos con alfileres.
—Ponle un gesto cruel—gritaba uno. Y otro le puso a Homero ensenando los dientes.
—¡Más cruel!—. Y le pusieron ojos bizcos.
—¡Más cruel todavía!—. Y otro le juntó las cejas Y otro se las engordó. Y otro le puso un mechón de matón sobre la frente. Y le mellaron la dentadura. Y le pusieron chato. Y otro le desabrochó el cuello de la camisa. Y los pies en actitud de avanzar. Y vello en el pecho.
Y el viajante—que había hecho fallas en Valencia—le colgó una mano del techo, en actitud de apuñalar, y le colocó en ella su mejor pufíalito.
Y como le elogiaron la moña, terminó de pintar el muñeco, y él, inconscientemente, iba haciendo los mismos gestos que hacía el muñeco, y ensayaba en él mismo las posturas.
Cuando terminó hubo un silencio; nadie se atrevía a mirar al fantasma cara a cara, pero nadie se atrevía a no mirarle, porque entonces parecía moverse.
No rieron a carcajadas comentando el suceso de Jacobo. Sabían que un susto mata. Sonaba el péndulo más que nunca, y en el corredor, sin saber qué hacer, se comían nerviosos las migas de la mesa. Eran las doce. Y se cerraron con pestillo.
A media noche, ¡pum!... fue un sonido más blando que el de la maceta, que todos oyeron. Sólo el gato y la patrona se incorporaron. Sólo el gato se resistió al desvelo, y volvía a su dulce sueño de tejados y chimeneas. Ningún otro reconcilió el sueño.
Y de mañana, gritos de la criada.
Allí, el cuerpo de Jacobo.
—¡Qué horror! ¡Ha muerto del susto!—decían todos.
—¡¡Sangre!! ¡¡Sangre en el corazón!!—describió uno.
Se acercaron al monigote. El hilo del brazo estaba roto, pero imitaba la postura en que le dejaron. El puñal tenía sangre fría en la punta.
Le miraron a los ojos, y no los daba cara a cara.
Se turbaba como una colegiala. Y es que... no tenía él la culpa.
ANTONIO ROBLES
Buen humor (Madrid). 14-2-1926, no. 220 |