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(Antonio Joaquín Robles Soler)
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"El doctor se hace criatura y así a los muchachos cura"

Biografía de Antonio Joaquín Robles Soler en Wikipedia

 
 
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Música: Tchaikovsky - Album for the Young Op.39 - 8: Waltz
 

El doctor se hace criatura y así a los muchachos cura

Yo no sé lo que le pasó una vez a nuestro amigo Rompetacones, que se le puso la cara con manchas encarnadas, una mano con manchas azules y la otra con manchas amarillas. Inmediatamente fue avisado el doctor Pérez de Tren, gran especialista, que tenía una hermosa barba que le tapaba la corbata, pero que, a pesar de todo, su mirada era tan cariñosa, que la barba no resultaba nada amenazadora.

Acudió el doctor Pérez de Tren y lo primero que hizo fue hacerle sacar bastante la lengua; luego le tomó el pulso reloj en mano; parecía, en el silencio del dormitorio, que también el reloj tenía su pulso; después le colocó el termómetro donde las cosquillas y, por último, le puso un oído en la espalda como si quisiera averiguar si andaba algún enanito metido en Botón Rompetacones.

Cuando ya tenía bien detallado todo lo que le pasaba por dentro al chiquillo, el doctor Pérez de Tren se montó en su automóvil y se marchó de nuevo a su casa a estudiar, una vez más, lo que los libros más modernos dijesen de los enfermos que sentían aquellas mismas cosas.

Hasta las seis de la mañana estuvo el médico leyendo y sacando libros de su librería, porque los médicos son tan sufridos, que no acaban nunca de estudiar su carrera. Todas las tablas quedaron melladas por la falta de algún tomo, igual que los niños mellados por la falta de algún diente. Y sobre la mesa se hizo una columna de libros tan alta, que cuando el doctor se paseaba pensativo y preocupado por el piso de su despacho, la columna se cimbreaba y amenazaba caer.

Leía y paseaba, leía y paseaba... Hasta que, al fin, encontró en un tomo de aquellos la manera exacta de curar a los que estaban como este Botón que tanto le venía inquietando. De modo que tomó su sombrero, su bastón y su «auto», y a las seis y cuarto de la mañana se encaminó hacia la casa de los de Rompetacones.

Llevaba un sombrero de copa alta, casi tan alta como la chimenea de un tren antiguo; unas gafas de cerco ancho que casi parecían las ruedas de una bicicleta sobre la nariz; un bastón de puño de plata y, en fin, una caja de metal que estaba llena de instrumentos.

¡Cuánto querían en casa de Botón y Azulita al médico! Y había razón para ello, porque si vosotros tenéis en casa un enfermo que os preocupa, y el médico estudia para curarle, más valdrá su preocupación que la vuestra, aunque el enfermo no sea pariente suyo. Y si él tiene todos los días veinte o treinta enfermos que le preocupan, y vosotros nada más que uno al año aproximadamente, figuraos si los médicos son buenos y deben ser queridos por todos.

Como íbamos diciendo, antes de las seis y media llamaba el doctor Pérez de Tren en casa del enfermito.

Era tan temprano, que la mamá de Botón exclamó antes de abrir:

-¡Qué pronto viene hoy el lechero!

Y fue una sorpresa el encontrarse con el doctor, con «chistera» y todo, que le dijo:

-Ya traigo la manera de quitar esas manchas y esa gravedad a su hijo. No hay más que inyectarle la sangre de otra persona. Y como quiero ser yo el que le cure del todo, pues ya sabe usted lo que lo quiero, estoy dispuesto a sacar de mis venas toda la sangre que sea precisa.

Ya estaba el bueno del doctor Pérez de Tren preparándose para sacar de su brazo la roja sangre con una jeringuilla, cuando de pronto se detuvo y preguntó:

-¿Tienen ustedes alguna maquinilla de afeitar?

-Sí, señor.

-Pues venga. Voy a quitarme la barba, para que al pasar mi sangre a mezclarse con la del niño, no sea sangre de un hombre serio y barbudo. No quiero quitar la alegría al chiquillo, mezclándole sangre de un caballero demasiado formal.

Se afeitó del todo ante el espejo, se puso el sombrerito redondo de Botón, con tenedor y todo, para sentirse más niño, y todavía, antes de hacerse él la operación de sustraerse el rojo líquido, se puso a jugar con el muchacho sobre la cama, con una caja de fieras de cartón con peanas de madera, que tenía elefantes, osos, tigres, leones, pumas, leopardos, cebras y gorilas.

Y cuando el médico comprendió que su propio temperamento era ya exactamente igual que el de un niño, se pinchó rápidamente con la jeringuilla, se sacó bastante sangre -que resultaba casi casi sangre infantil -y con mucho cuidado se la inyectó a Botón.

En efecto, el resultado fue feliz. El niño había mejorado al día siguiente, y a los dos días apenas tenía fiebre ni manchas de colorines. En fin, a los cuatro ya estaba completamente bien, sin que se le notara que tenía por las venas sangre de persona mayor. ¡Qué se le había de notar!...

Mientras duró la convalecencia, el médico, ya para siempre sin barba, venía a ver al enfermo y se ponía a jugar con Azulita y con él. Pero lo divertido fue que, cuando el niño se puso bien por completo, el doctor Pérez de Tren seguía viniendo... a jugar con las fieras, con los soldados, con la peonza y con las raquetas.

Tan divinamente había conseguido el doctor tener ese carácter de niño para sacarse aquella sangre, que lo curioso fue que se le había quedado para toda la vida una deliciosa y simpática manera de ser que le hacía verdaderamente feliz, y le hizo ser el mejor médico de los niños.

Los doctores pueden llegar hasta estas cosas por el deseo de curar a un enfermo, sobre todo si es un pequeñín. Y no creáis que por eso dejó de llevar el doctor Pérez de Tren su sombrero de copa alta, casi tan alta como la chimenea de un tren antiguo; lo que pasaba era que a veces iba a cazar grillos con Botón Rompetacones y se los metía debajo de la «chistera». Y otros días jugaba al fútbol con los chiquillos de su vecindad, y no tenía inconveniente en poner el sombrero para que hiciera de palo de portería.

El otro palo era un sombrero redondo, con su correspondiente tenedor... ¿De quién sería?...

Aleluyas de Rompetacones (100 cuentos y una novela)

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