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Andrenio (Eduardo Gómez de Baquero)

"El valor de amar"

Biografía de Andrenio (Eduardo Gómez de Baquero) en Wikipedia

 
 
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El valor de amar
 

I

La conoció en Niza. Volvía Eugenio de Montecarlo, en el tranvía, después de haber perdido algunos luises en la gran chirlata de Europa. Más que comojugador había ido como curioso, para anotar entre los recuerdos de aquel viaje de vacaciones la imagen de la encantada ciudad de la fortuna, que acaso no volvería a ver nunca. El viajero, mareado por aquel ambiente febril del Casino, por el tintineo del oro, por el lujo recargado y frío de los salones; caldeado por tantas miradas ardientes de angustia, de esperanza, de placer impregnado de todos los perfumes de las bellezas internacionales ambulantes, tenía clavado en la retina aquel espectáculo, correcto y trágicoa la vez, en que muchas gentes, con la sonrisa en los labios, se jugaban la última esperanza de una vida azarosa. Después fue evocando las imágenes deaquet viaje, que había sido un sueño y que un inesperado obsequio de la fortuna en forma de premio de la Lotería le había permitido realizar. Veía París, con su encanto, que se adueña de las almas; Ginebra, cosmopolita y alegre, tendida junto al lago azul y los montes nevados; Lucerna, con sus puentes cubiertos, su león conmemorativo, sus grandes hoteles, majestuosos y señoriles; Milán, con sus maravillas artísticas, con el Duomo de encaje de mármol, con la Cena de Leonardo, con sus corsos y su galería llenos del bullicio de una metrópoli de cantantes, de cómicos, de artistas de todos los países; veía, por fin, aquella deliciosa Riviera, que hacía anhelar la riqueza con el ímpetu con que se desea a una novia amada. La prosa espesa de la vida iba a echar un velo sobre aquellas encantadoras imágenes. Era preciso, dejar todo aquello. Las seis mil pesetas de la Lotería tocaban a su término. No había más remedio que volver a la vida obscura y trabajosa de Madrid, a la sala del Hospital, a la visita mal pagada y a la clientela impertinente con que lidiaba Eugenio en sus primeros pasos de médico desconocido y pobre. Acaso había sido una locura gastar en un viaje aquel dinero llovido, del cielo; pero era una locura de que no se arrepentía.

II

Le distrajo de estas cavilaciones la grácil silueta de una viajera sentada al otro extremo del coche. Era delgada, muy airosa, rubia tirando a castaña: No era muy bella; pero sus ojos, de un verde líquido y cambiante; su boca, fresca, roja y sensual; la nariz un poco respingada, formaban un conjunto atrayente que retenía la mirada, indiferente al principio. Vestía un traje sencillo y elegante de tonos claros, y sobre el blanco nacimiento del descote, pendiente de un hilo casi invisible de platino, fulguraba un brillante come una gota de agua. Era su única joya.

Eugenio se sintió interesado. No hay como la imagen de una mujer bonita para despejar las nieblas de nuestra melancolía. Una mujer desconocida, que nos atrae o nos intriga al cruzarse con nosotros, es como un rayo de sol que rompe las nubes y las barre. ¡Fuera cavilaoiones! «¿Será una cocota?—se preguntó Eugenio—. No; tiene aire de mujer decente.»

Cuando llegó el tranvía a la plaza Massena caían algunas gotas. Eugenio, venciendo su cortedad de forastero novato, aprovechó el incidente para ofrecer su paraguas a la desconocida. Ella, después de una ojeada que le recorrió de pies a cabeza, tras un minuto de vacilación, aceptó. Rehusó un taxi. Se separaron a la puerta de la desconocida, quedando citados para el teatro. Al cabo de un flirt de pocos días subió con ella a su casa. Era una pensión vulgar; pero en la habitación se notaban pormenores de refinamiento y restos de grandezas... Un soberbio juego de tocador de plata, una cajita de oro para los cigarrillos egipcios, pañitos de encaje y búcaros con flores en todas partes. Lo que más intrigó a Eugenio al principio fue el retrato de un obispo y el lechó Enrique III , con columnas salomónicas y baldaquín de damasco, «¿Será la cama del obispo?», pensó irreverente. Pero Gladys—éste era el nombre de la desconocida—le dijo que los muebles eran de la dueña de la casa, que comerciaba en antigüedades. No había, pues, asunto de leyenda.

Ella le contó que era cantante y que estaba cuidándose la voz en el suave clima de Niza. De las realidades materiales de la vida, de la vil moneda, que ensucia y degrada las cosas más poéticas, no le hablaba nunca. Eugenio, asustado al principio de su aventura, vista la escasez de sus medios económicos, acabó por tranquilizarse, algo avergonzado de no ser generoso. Gladys no le pedía nada. ¿Qué extraña mujer era aquélla? Algunos días la hallaba nerviosa, preocupada, y se decía a sí mismo: «¡Hoy me da el sablazo!» Y luego, al ver que no se confirmaba su sospecha, se arrepentía de la mezquindad de su pensamiento.

Pero la vida en Niza es cara. Excursiones, teatros, flores, comidas de restaurante cuestan un sentido. Hasta el amor desinteresado es costoso. «El que no tiene dinero está siempre en ridículo», pensaba con amargura Eugenio. Y no era cosa de dejar que pagara Gladys. No podía durar mucho el idilio. Era forzoso volver a España. Nuestro héroe era un hombre sensato, que sabía pensar en lo por venir; pero aunque hubiese sido de otro temple, el bolsillo no le permitía locuras.

—Nos volveremos a ver—le dijo Gladys al despedirse, conmovida, pero serena—¿Quién sabe? ¡El mundo es tan pequeño! España no está lejos.

III

Poco a poco la aventura de Niza fue borrándose, perdiendo el calor sentimental, convirtiéndose en uno de esos recuerdos pálidos y lejanos que nos parecen un sueño. De tiempo en tiempo recibía Eugenio una postal de Gladys o un recorte de periódico que hablaba de la artista. Pasaban meses sin recibir noticias de la ausente, y cuando ya creía en el olvido final, una carta venía a acreditar la persistencia del recuerdo. Un día recibió un cestillo de mimbres lleno de frescas flores. «Te envío—le decía ella—unas pocas de nuestras bellas flores de Niza, ¿te acuerdas?» El resto de la carta era triste. La voz de Gladys iba de mal en peor. De continuar así, no podría seguir cantando.

Hubo otro largo período de silencio. Una tarde, al volver Eugenio a su casa, halló una carta, llevada por un mandadero. Reconoció en el sobre la letra de Gladys. ¿Cómo? ¿Estaba en Madrid? Rasgó, nervioso, el sobre. «Estoy aquí—le decía—. ¿No te dije que nos volveríamos a ver? Te espero...»

Experimentó encontrados sentimientos. Le era grato volverla a ver. Halagaba su vanidad masculina y removía el recuerdo de sus sentidos la reaparición de Gladys. Pero le asustaba hallarse con aquella mujer en los brazos. Sentía la cobardía de los egoístas, que temen echarse encima una carga. Las primeras entrevistas fueron, con todo, apasionadas y felices. Como si le adivinara el pensamiento, Gladys le tranquilizó, diciendo:

—Me vo y a estar contigo unos diítas. ¡Para lo que tengo que hacer! ¡Lo que es con esta voz no puede buscar contratas!

Lo decía sonriente, -animosa, como si tuviera resuelto el problema de la vida. Y él mentalmente se decía, cual si le hubieran quitado un peso de encima: «¡Bah, unos días!»

Eugenio se sentía orgulloso acompañando a aquella mujer fina y elegante, que le envidiaban los hombres; mas al propio tiempo su estrechez de ánimo burguesa le inspiraba un vago malestar por la exhibición de aquella intimidad irregular. A veces deseaba que Gladys se fuera; otras veces se dejaba llevar del encanto de su compañía sin pensar en lo futuro, viviendo intensamente el minuto presente.

Daban largos paseos. A Gladys la encantaba el Parque del Oeste. Correteaban por allí como dos novios o como dos recién casados, entre las familias burguesas y las niñeras y los chicos, que usufructúan el parque, al que no ha aprendido a ir el Madrid elegante. Una tarde, Gladys, más animada que de ordinario, se fue quedando pensativa. Parecía madurar una resolución. Por fin habló.

—¡Qué hermoso es este cielol— dijo—. Tú no sabes lo que me gusta Madrid. De buena gana me quedaría. Mira, yo necesito muy poco. ¡Si tú quisieras!... Como lo he tenido todo, me acomodaría a vivir como una modistilla... Sería bonito, ¿verdad?

Era lo que él temía. Empezó a balbucir torpes excusas, a lamentar su pobreza de un modo forzado y frío. Apenas ganaba para sostenerse. Ella no podría acostumbrarse a la pobreza. En realidad, no decía todo su pensamiento. Gladys le gustaba, sí; le enorgullecía el amor o el capricho de aquella mujer elegante, distinguida, que tenía además la aureola de las tablas. Pero ¡cargar con ella, sacrificarse, renunciar a la esperanza de una boda con una muchacha rica! Eso, no.

Ella le escuchaba, triste y desencantada, mirándole profundamente, con una sonrisa extraña. Al cabo le interrumpió con un movimiento de orgullo:

—¡Déjalo! ¡No te apuresl ¡Qué importa! ¡Para lo que hemos de vivir ! ¡Qué hermoso es este cielo!—volvió a decir, tras una pausa, contemplando la puesta de Sol, que incendiaba en púrpuras oros y violetas el horizonte.

Regresaron silenciosos, cohibidos, cambiando alguna breve e insignificante palabra, como para disimular aquel silencio que los alejaba a uno del otro. La ilusión estaba rota.

* * *

«¡Para lo que hemos de vivir!» Aquellas últimas palabras de Gladys, dichas con acento amargo y doloroso, resonaron trágicamente en el alma de Eugenio, cuando al día siguiente se enteró de que Gladys estaba moribunda. La había atropellado un automóvil. ¿Fue una desgracia casual? ¿Fue un disimulado suicidio? Cuando Eugenio la vio no podía ya hablar. Pero le parecía estarla viendo en el parque y oírla: «¡Para lo que hemos de vivir!... ¡Yo no he vivido mucho!» Y un dolor infinito, que no hubiera sospechado, le acusaba de no haber sido generoso, de no haber tenido el valor de amar.

 

El valor de amar:cuentos 1922

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