Ajeno a la hermosura de la mañana espléndida, insensible a la belleza de un cielo azul diáfano y resplandeciente, sin reparar siquiera en las lindas mujeres que, luciendo claros trajes primaverales, pasaban a su lado dejando tras sí estela de elegancia y juventud, Federico Arlanza, caminaba presuroso por el ancho andén del paseo de Recoletos hacia la Biblioteca Nacional.
Tan abstraído iba en sus meditaciones, que no paraba mientes en las infantiles protestas que su paso atropellador levantaba entre los grupos de juguetones pequeñuelos, cuando distraído pisaba una pelota o tropezando en su camino con algún aro, lo hacía variar de dirección. Menos reparó aún en el gesto fosco y malhumorado de una bella jovencita a quien, en su apresuramiento, empujó involuntario, haciéndola perder la airosa apostura, en que arqueados en alto los brazos sostenedores de los palillos que atirantaban el fuerte bramante, esperaba recoger el volador carrete del diávolo lanzado al espacio con ágil y violento impulso .
Los trenes lujosos que rodaban ligeros por el asfalto del paseo central, parecían no existir para él, como tampoco los automóviles, que con el continuo tocar de sus bocinas, de son estridente o quejumbroso, como rugido de herida fiera, procuraban fatuos atraer las miradas de los paseantes hacia las problemáticas bellezas que en ellos cruzaban veloces, balanceando sus cuerpos a impulsos del raudo movimiento, envueltas las cabezas por nubes de claros, sedosos y flotantes velos.
Al llegar a la Biblioteca, cruzó el jardinillo, y subiendo la escalinata espaciosa en que asientan las marmóreas estatuas del sabio Rey de las Partidas y del no menos sabio arzobispo de las Etimologías, penetró en el salón de lectura de la Nacional.
Como "habitual" que era, el bibliotecario, al verlo, le remitió con un ordenanza los impresos y manuscritos que tenia apartados desde el día anterior. Allí todos le conocían, y no pasaba más tiempo en tal lugar que en su casa, porque lo prohibía el reglamento. El Estado es prudente, limitando las horas de estudio; los sabios, más que nadie, necesitan descanso.
Mas para Arlanza apenas si existía el reposo. Cuando salía de aquel arsenal del saber, dirigiase a la biblioteca del Ateneo; por la noche, en su particular estudio, ordenaba las notas tomadas durante el día, y el alba sorprendíale a veces escribiendo su obra predilecta, ¡su obra magna!, en que brillarían sus profundos conocimientos filosóficos, históricos, literarios y artísticos, luciendo en ella más que en las anteriores su vasta erudición. Había de hacer honor al nombre adquirido, excediendo en este trabajo a cuanto esperaban de él sus incondicionales amigos y lectores.
Decidido a triunfar como otras veces, sentóse ante un atril, abrió un viejo in follo y reanudó su diaria labor.
Siempre fue un hombre de libros. Desde niño, en su fiebre de poseer cuantos conocimientos pudiese atesorar humano cerebro, el estudio era su sola vida, experimentando alegría intensa al realizar atrevidas incursiones por campos del saber antes desconocidos. Ya en la universidad apodábanle sus compañeros "el sabio". Su sabiduría, por nadie discutida, hasta parecía comprobarla su natural exterior desaliño, lamentado por sus admiradores: "Si cuidase de la persona como del literario estilo, sería un guapo mozo".
Alto, delgado, de rostro moreno y obscura barba, negros los grandes ojos, de brillo algo amortiguado por el excesivo estudio, a pesar de su desgarbado aire, consecuencia de la vida sedentaria, resultaba atrayente su persona grave y amable como la de un joven apóstol.
No había para él más cuidado, ni existía otro mundo que el de la ciencia. "Quédese en buen hora, pensaba, la corriente vida para los que sólo anhelan vivir la suya terrena, mas para los sedientos de múltiples sensaciones, ansiosos de experimentar el universal sentir, sólo en aquellas superpuestas hojas podrían satisfacer sus deseos; en ellas sólo, donde los hombres de pasadas generaciones dejaron lo más sublime de su espíritu, quinta esencia de sus vidas plenas de goces, dolores, desalientos y esperanzas".
Y persiguiendo el inmenso latir de la Humanidad entera a través de los libros, corría pueblos y pueblos, registrando sus célebres bibliotecas.
En París pasábase los meses yendo de la Nacional a la de las Artes, de la Mazarino a la de la Sorbona; cruzando calles, indiferente a cuantas bellezas y placeres brinda la luminosa ciudad; al igual que en la Eterna, olvidábase de sus grandiosos romanos monumentos, ocupado sólo en revolver volúmenes en las bibliotecas Angélica y Allessandrina.
¡Oh bellos atardeceres de los Campos Elíseos, de San Pietro in Montorio, del Oran Puente de Constantinopla! ¡Para él no existían!... Queriendo vivir las vidas de los hombres de todos los tiempos, sin notarlo, renunciaba a su -propia vida. Y cruzaba las más seductoras capitales, como esos comerciantes incultos y codiciosos, atentos únicamente a su negociar, que sólo visitan fábricas y almacenes donde hallar puedan géneros que aumenten sus lucros.
Ni la belleza femenina parecía atraerle. Sus amigos, juzgando por sus actos y escritos, le creían, si no enemigo, al menos olvidado del amor y las mujeres. Así que, ante el titulo de su nueva y magna obra, quedáronse sorprendidos: -Apología del amor.- ¿Qué significaba aquello? ¿Acaso una genialidad, un alarde de sabiduría, una muestra más de la flexibilidad de su talento?
Aun sus más entusiastas mostrábanse temerosos de que flaqueara su inteligencia al tratar materia para él tan desconocida. Algunos más íntimos dejáronle entrever sus temores, y Arlanza, el joven Arlanza, como solían apellidarle, sonreíales enigmático. ¿Le suponían acaso desconocedor del más sublime sentimiento, a él, que había sabido descifrar los mayores enigmas del alma humana? ...
Los primeros cuadernos de la gran obra, editada lujosamente y luciendo intercalados en el texto hermosos dibujos de un célebre pintor, produjeron asombro y entusiasmo. En ella mostrábase el Arlanza de siempre, erudito, clásico, ameno, claro y elegante en el concepto y el estilo. Mas a lo ya conocido en él, uníase en el nuevo trabajo el atractivo de aquella su nueva manera apasionada, brillante, llena de gracia y fantasía. La descripción del Jardín de la Inocencia, rincón el más encantador del Paraíso, era un prodigio de amable decir. La musa de Milton parecía haberle inspirado tanto o más que inspirar pudo al gran poeta inglés.
Y el incienso de la crítica, envolvió al joven Arlanza en halagüeñas espirales.
*
Aquella mañana anotaba el sabio detalles curiosos e ignorados de la amorosa tragedia de Cleopatra. El viejo in folio que registraba apenas era conocido.
El rápido y brusco agitarse de la atmósfera que le envolvía, vino a sacarle de su aislamiento. Alzó la vista y próximo a él, en compañía de un correcto caballero de encanecida barba vió a una joven de albo traje ligero, que abanicábase fuertemente, sofocada por un rayo de sol, que a través de la acristalada lucerna iba a herirla en la negra cabellera brillante.
Arlanza volvió a su tarea; mas a poco, el ligero aleteo del abaniquillo distrajo su atención. Esta vez levantó malhumorado el rostro, clavando en la niña una severa mirada. Ante el duro gesto cerró ésta el japonés, y sus ojos ingenuos quedaron fijos, como sorprendidos del desagrado que los de aquel señor parecían reflejar. El cual, avergonzado de su brusquedad, reanudó su trabajó, que abandonó de nuevo atraído por el dulce murmullo de una voz juvenil. La del albo traje interrogaba al anciano caballero sobre el significado de una rara estampa hallada al hojear un tomo de La Ilustración.
A poco, los que parecían padre e hija, levantáronse. Y los cansados ojos del autor de la Apología del Amor, siguieron a la esbelta figurita blanca, de andar donairoso, hasta que traspasó la acristalada mampara del salón de lectura. Trató de reanudar el sabio la suya, pero no pudo. Pensativo, melancólico, la mano en la mejilla, distraída la mirada, sintióse dominado por extraña e inexplicable emoción. El libro abandonado ante si, le volvió a su anterior enojo. ¿Por qué permitirían la entrada en las bibliotecas, fraguas donde se forja y pulimenta el varonil intelecto, a jovencitas frívolas como aquella, que abanicándose coquetonas, distraen a los fieles asistentes a los templos de la sabiduría?
Convencido de que no haría ya nada útil, marchóse contrariado.
¿Qué era aquello? ¡Nunca le ocurrió cosa parecida! En las innúmeras bibliotecas por él visitadas, encontró a su paso incitantes bellezas; estudiantas de todos los paises, que no merecieron su menor atención. Jamás nada le distrajo de su estudio; gritos, músicas, bullicios callejeros. Hasta recordaba no haber apartado los ojos de lo que leía, cuando a bordo de un buque, sorprendióle en el Báltico una tempestad, dándose sólo cuenta de ella al arrebatarle el vendaval el libro de las manos. Sin embargo, aquella mañana, al ligero aire de un abanico, volaron las ideas de su mente.
Preocupado por ello, encaminóse a su casa. Y aquel dio no trabajó más.
Al siguiente volvió a la Biblioteca. Padre e hija ocupaban el mismo sitio de la mañana anterior. No pudo reprimir un gesto de desagrado. Sentóse lejos de ellos; pero instintivamente sus ojos buscaron la gentil figurita blanca, atractiva y simpática. Disculpóse consigo mismo: ¿Por qué no había él de estudiar el "natural" femenino, como otros?... Y posando en la niña su mirada investigadora, analizaba sus negros y ondulosos cabello, la frente noble, la alba tez, el rojo de los labios de deliciosa sonrisa... Y en el plácido silencio del salón anchuroso, envuelto en la suave claridad que filtraba por los altos ventanales, sintió la dulce atracción de aquellos ojos negros, fijos en él, y que un gozo extraño, jamás sentido, invadía su alma.
Sin abrir siquiera el libro colocado en el atril, abandonó el salón de lectura y, saliendo al paseo de Recoletos, vagó por frente a la Biblioteca sin saber en realidad lo que allí esperaba.
Al poco tiempo, por la amplia escalinata de la Nacional, descendió, en compañía del señor anciano, la jovencita del blanco traje. Cruzó al lado de Arlanza, le miró un segundo, y el sabio, con el corazón palpitante, siguió tímido tras la niña ingenua, que, en el santuario del estudio, hojeaba sólo libros de estampas, distrayendo a los lectores con el juego frívolo de su japonés abanico.
No le pesaba a Arlanza el inesperado paseo. Aquella mañana lucía un bello sol. ¡Nunca vió sol tan riente y espléndido! Y sorprendido, saboreaba el encanto de disfrutar de aquellas cosas que para él pasaban antes inadvertidas.
*
El último cuaderno publicado de la Apología del Amor promovió mil discusiones, ¡tales genialidades contenía! Entre otras, la dulce Ofelia, la inocente Margarita, Desdémona infeliz, no eran ya las legendarias rubias ideales, sino morenas rientes de obscuros rizos y negros ojos fascinantes. ¿Qué quería simbolizar el autor con todo aquello? Sus admiradores argumentaban que ya él lo explicaría. Mas a la aparición de tan discutidas páginas, siguióse el quedar la publicación suspendida. Y ante la probada formalidad del editor, recayeron sobre el sabio los más ofensivos juicios: -Aquello era de esperar. No sabía ya como seguir. El amor no se aprendía en los libros, había que vivirlo. ¿Cómo hablar de pasiones quien no sintió nunca el fuego de unos bellos ojos abrasándole el alma? Para describir amorosas sensaciones, necesario era haberlas sentido. ¿Sabía Arlanza acaso lo que es el amor? ...
Y los despectivos rumores llegaron hasta él .-¡Qué engañados estaban! ... - Precisamente porque ya sabía lo que el amor era, no terminaba su gran libro. Y sin preocuparse de su nombre discutido, de su fama vacilante, ni de su malparado literario prestigio, respondió a la crítica con el silencio.
¡Sólo el que siente el amor, comprende que el amor es indescriptible! |