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Alberto Leduc

"Para mamá en el cielo"

Para mamá en el cielo: Cuentos de navidad

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Para mamá en el cielo
 

PARA AMALIA L.

La niña se llamaba María de los Dolores, y su hermanito, dos años mayor que ella, Gustavo; pero en su particular lenguaje se llamaban ella Lita y él Tato.

Junto a la reja del jardín había un buzón y ambos hermanos, Lita y Tato, veían con frecuencia que sus padres echaban en la caja aquella las cartas para amigos ausentes.

* * *

Una semana se pasó sin que los niños viesen a la madre, una semana en que noche a noche preguntaban a la nana por qué mamá no venía a decirles “adiós,” a santiguarlos y a cubrirlos bien con los ponchos de sus camitas.

Durante el día, nana los alejaba de la alcoba de mamá, y cuando ellos preguntaban por qué, nana contestaba que porque mamá estaba enferma y necesitaba silencio y reposo.

Papá se había tornado indiferente con ellos, entraba, salía, volvía a entrar, se paseaba agitado en su despacho, y tan pronto tomaba a ambos niños y los besaba locamente, como los alejaba de él.

— ¿Qué tiene papá? se preguntaban a media voz Lita y Tato, cuando acercándose de puntillas a mirar a través de las hendiduras de la puerta de su despacho, lo veían ya pasearse con agitación o sentarse con la cara escondida entre las manos como si llorase,

Otra semana más y mamá no se dejaba ver ni las agitaciones de papá se calmaban.

Por las tardes, el calor sofocante aletargaba a Lita y a Tato, y ambos abrazados se dormían sobre la alfombra del salón, rodeados de muñecos despintados, de cuerdas, aros y mutilados polichinelas.

Despertaban cuando el crepúsculo rojo del estío incendiaba el occidente, subían a la azotea y se quedaban aterrados contemplando (hasta que nana les llamaba) cómo ardía el cielo y cómo llegaban las sombras.

— ¡Lita! ¡Tato! ¡A cenar y acostarse!

¿Qué pasaba en casa? se preguntaban con frecuencia.

— ¿Por qué no vemos a mamá?

Todas las mañanas llegaba un señor alto, flaco, pálido, con inculta melena que le caía sobre la solapa de la levita larga, y sólo ese señor, papá y nana podían ver a mamá.

Cuando el señor alto salía, se quedaba largo rato hablando con papá.

Lita y Tato le observaban y veían que papá parecía interrogar ansiosamente y el señor alto movía la cabeza, encogía con lentitud los hombros y, por último, estrechaba con la mano derecha la diestra de papá y con la izquierda le acariciaba la espalda.

Después, papá se encerraba en su despacho y se paseaba agitado o hundía su rostro entrambas manos como si llorase.

Ambos niños querían llorar algunas noches porque mamá no venía a decirles “hasta mañana"; pero cuando nana veía que estiraban las mejillas y que les temblaban las gotas de llanto en las pestañas, les decía severamente que no llorasen y les amenazaba con llevarlos hasta la última pieza de la casa.

Cuando nana los amenazaba, cerraban los ojos como si estuviesen dormidos ya; pero luego que salía, sentábanse en sus camitas y se ponían a conferenciar.

Tato que, como se sabe, tenía dos años más que Lita, proponía levantarse y entrar furtivamente a la alcoba de mamá para contarle las amenazas de nana y preguntarle por qué no les dejaban hablarle.

Con los pies desnudos y a medio vestir, se dirigían basta la puerta de la alcoba de mamá, la entreabrían lentamente y no osaban entrar porque siempre había alguien junto al lecho de mamá; algunas veces era papá, otras era nana o una señora enjuta, seca y desconocida que venía sólo por las noches.

Tato y Lita, temblorosos, se detenían a mirar la semi-obscuridad de la alcoba y a la penumbrosa luz de la veladora azul, veían la mesilla de noche cargada de fiascos y el cuerpo de mamá perdido entre la inmensa sobrecama de vicuña que cubría el lecho.

Tato, una noche, después de mirar fijamente a mamá, dijo a su hermana:

— ¡Lita! ¡Lita! ¡No tiene pelo mamá, ya le cortaron los cabellos.

Otra noche, los pobrecillos huyeron aterrados porque mamá, que parecía dormir muy reposadamente, se irguió de súbito y se puso a gritar:

— ¡Que se lleven a esas garzas! Por Dios, nana, ¡no dejes entrar garzas aquí! ¡Jesús, cuánta garza! ¡María Santísima, están ardiendo y me quieren picar!

Tato y Lita huyeron a su alcoba, y en silencio (para que nana no los oyera) lloraron abrazados.

— Mamá nos vió, dijo Tato, y creyó que éramos garzas.

Y desde aquella noche no volvieron a intentar asomarse por el intersticio de la puerta.

* * *

Había venido el cura de la parroquia, y regaron flores desde los umbrales de la casa.

Algunos vecinos, nana y la señora enjuta que sólo venía por las noches, tenían cirios encendidos, formaron una valla para que pasara el cura, y sólo éste, un monaguillo y nana entraron a la alcoba de mamá.

Cuando el cura y los vecinos se fueron, Tato preguntó a nana:

— ¿Por qué vino el padre, nana? ¿por qué regaron con flores?

Y nana imprudente contestó:

— Porque mamá se va al cielo.

Tato corrió a buscar a Lita, para decirle lo que decía nana, y ambos fueron al despacho de papá. Allí estaba papá con la cara escondida entrambas manos; los niños agotando su audacia, empujaron la puerta, llegaron hasta él, y en coro preguntaren:

— Papá, papá, ¿por qué se va maná? ¿a dónde se va sin nosotros?

Papá en el paroxismo de su dolor, sentó a sus hijos en sus rodillas y sin contener sus lloros murmuró:

— ¡Sí! mamá se va ¿á dónde? a un país negro, obscuro, a un país de tinieblas, de donde no se vuelve nunca

— ¡Ay, qué miedo! gritaron los niños.

Papá estrechó a sus hijos contra el pecho y los tres se pusieron a llorar casi a gritos, formando un grupo compacto con sus cabezas y sus brazos.

— ¡A acostarse, niños! gritó la voz de nana.

— Sí, agregó papá, a acostarse, y rechazó dulcemente a Tato y Lita.

— ¡Nana! dijeron los niños sollozando cuando estuvieron en su infantil alcoba; papá dice que mamá se va a un país negro, de donde no volverá nunca.

— Papá dice eso, prosiguió nana imprudente, porque no cree en el cielo, pero mamá se va al cielo y muy pronto, agregó a media voz.

Algunas horas después Tato despertó asustado, porque había visto que un polichinela sin brazos y las garzas iban tras de mamá ea un camino muy árido, muy largo; en cambio Lita se sonreía dormida, porque estaba mirando a mamá entre nubes de luz rodeada de ángeles.

Luego se restableció la calma en el espíritu de Tato y apenas escuchó entre sueños las voces agitadas, y los agitados pasos de nana, papá, la señora enjuta y los demás criados.

* * *

Se filtraron por las cortinas y por los intersticios de las ventanas, pálidas placas largas de luz, que como angostas hojas de espada se posaron en el pavimento, en los muros y en el techo.

Los niños fatigados durmieron hasta muy entrado el día. Papá, demacrado, entró a la infantil alcoba de sus hijos y cerró bien todas las puertas para que no los despertase la luz.

¡Oh! cuánto hubiera dado él por poder dormir también; pero dormir enteramente, no despertar jamás, dormir como dormía mamá.

Cuando los niños despertaron ya era cerca de medio día, llamaron a nana, y nana los acarició mucho, los besó repetidas veces, les dijo pobrecitos y los vistió con ropas negras.

Por la tarde, papá se encerró para no recibir a muchas gentes que querían hablarle, y mientras nana se descuidó un poco, Lita y Tato fueron hasta la alcoba de mamá.

Estaban abiertos de par en par los dos balcones, desde donde se veía arder el cielo occidental; mamá vestida de negro y con las manos cruzadas, estaba dormida sobre su lecho, al pie de éste había una gran vasija con agua, que despedía fuerte olor de farmacia, y a ambos lados muchas flores y dos grandes cirios, cuyos reflejos unidos a la luz rojiza del sol agonizante, iluminaban trágicamente el rostro transparente de mamá dormida.

¡Nadie había en la alcoba, nadie! Los niños se acercaron de puntillas, besaron la frente de mamá y al verla sin cabellos se les empaparon los ojos.

Luego, como si hubieran cometido un crimen se alejaron de prisa temiendo despertarla; y mamá se quedó sola, sin más compañía que las nubecillas de humo de cirios que flotaban suspendidos en el aire de la alcoba, mezclados con el aroma de las flores y el olor acre de farmacia que despedía la vasija colocada al pie del lecho.

* * *

Al día siguiente mamá había partido ya para no volver nanea; y como Lita y Tato oyeron decir que era preciso abandonar aquella casa, el niño llamó aparte a su hermana y le dijo: que era necesario escribir una carta a mamá para que si volvía (pues él sí esperaba que volviera) no viniese más a aquella casa, sino a la nueva, cuyas señas le escribirían.

Ambos estuvieron acordes en dirigir la carta al cielo, la echarían al buzón; y el cartero, que probablemente conocía todos los países, sabría por qué tren mandaba su carta. Tato manifestó que papá había dicho que mamá se iba a un país negro, pero Lita le convenció de que aquello no debía ser cierto, pues a mamá no le gustaba nada negro.

Acordes ya en que mamá se encontraba en el cielo y no en el país negro, Tato escribió la carta con grandes caracteres, desiguales e informes.

“Mamá, decía la misiva infantil, papá está muy triste, y Lita y yo además de tristes, enojados contigo porque te fuiste al cielo sin de cirnos adiós.

Si no has de volver escribe pronto, pues ya vamos a dejar esta casa.”

Firmaron los dos niños y metieron su carta en un sobre, que rotularon así:

“Para mamá en el cielo.”

Después arrastraron una silla hasta la reja del jardín, y Tato tuvo aún que ponerse de puntillas sobre el asiento para alcanzar la hendidura del buzón.

Cuando escucharon el ruido seco del papel que caía en el fondo de la caja postal, se alejaron arrastrando su silla.

Y esa noche durmieron tranquilos, esperando que al otro día por la tarde, el cartero había de de traer sin falta contestación del cielo, de aquel país azul donde mamá se hallaba.

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