A LA MEMORIA DEL MALOGRADO MARINO DON JACOBO RODRÍGUEZ TOLEDO, 2º COMANDANTE DEL CAÑONERO “INDEPENDENCIA”, DURANTE MI PERMANENCIA A BORDO.
...El Golfo Mexicano, infinito, desolado, inmenso... La “Santa Elodia”, blanquísima, empujada por el Noroeste, arrastrando a popa la inseparable faja de agua fosforescente y el firmamento profundo de las noches de Diciembre salpicado de astros cintiladores...
Aquella Navidad fue sangrienta para los tripulantes de la barca blanca que se llamó “Santa Elodia”.
Por la mañana de aquel 24 de diciembre, atracó al costado de estribor de la barca el bote del práctico.
De las diez embarcaciones ancladas entonces en la rada de Progreso, “Santa Elodia” era la más esbelta, la más gallarda, la más blanca, la barca más bella de cuantas vi durante mis correrías locas por mar.
¡Cuánto me entristeció mirar, a la vuelta de uno de mis viajes, su casco despedazado y su sirena de proa bañándose angustiosamente entre los arrecifes que llaman en Veracruz la Lavandera...
Además del capitán y su segundo, tripulaban “Santa Elodia” tres campechanos, dos matriculados de Tampíco, un grumete alvaradeño a quien decían Lango y un albanés colosal, taciturno, encorvado ya por los rudos trabajos de treinta años de mar.
Babafingo, que así se llamaba el albanés, hablaba muy poco y muy mal el español; pero fácilmente aprendió las fatídicas palabras: sota, caballo, rey, siete, cuatro, viejo, mozo de color.
Aprovechando el terral que voluptuosamente balanceaba los barcos anclados, “Santa Elodia” largó sus lonas, y como gaviota inmensa que moja las puntas de sus alas, se fue perdiendo alejando, bella, blanquísima, esbelta acercándose a la infinita línea que junta el horizonte con el mar...
A la media noche, entre 23 y 24 grados latitud Norte, en un panto perdido del Golfo agitado, los tripulantes de la barca blanca celebraban su Navidad; debajo del castillo de proa, cerca del cabestante y a la claridad ambigua de un farol de cristales polvosos, cinco marineros rodeaban el círculo de luz, una baraja, un caneco de ginebra, tres botellas de wiskey, un montón de pesos y algunas monedas de oro...
En los barcos mercantes no se conocen ni la escasez ni la miseria; a bordo de esas goletas y bergantines y fragatas esbeltísimas, no se resienten las tripulaciones de las bancarrotas del Erario ni de los desfalcos gubernativos; en los bolsillos de esos marineros que no visten el uniforme de la Marina del Estado, siempre hay oro y monedas de lejanísimos países.
El capitán de “Santa Elodia” dormía en su cámara, el segundo se paseaba sobre el puente; uno de los campechanos hacía girar la rueda del timón, y Lango, el grumete alvaradeño, cuidaba que no fuese sorprendido el garito improvisado bajo el castillo de proa, cerca del cabestante y a la incierta claridad del farol polvoso.
Los dos matriculados de Tampico eran “puntos” malos, estaban pobres y recién embarcados; perdieron lo poco que poseían y se ocupaban en beber febrilmente, acercando a sus labios las botellas de wiskey y mirando de reojo las “libras esterlinas” de Babafingo. Un campechano de anchísima faz era el montero, y el otro campechano y el albanés jugaban fuerte.
— Caballo y rey, dijo pausadamente el montero.
El otro campechano puso diez pesos mexicanos al caballo, y Babafingo cuatro monedas de oro inglés sobre la carta que llaman rey de bastos.
— Yo vago (yo voy) al rey, dijo Babafingo; y tomando una botella, bebió lenta y acompasadamente hasta vaciarla.
Mientras el albanés bebió, el montero miró la carta que venía y violentamente la ocultó entre la manga de su camisa de franela; pero el movimiento no fue tan rápido para que no lo percibieran las miradas de buitre del albanés.
Su cabeza, redonda y corta, se hundía sobre sus anchísimas espaldas; sus pupilas azules, perdidas entre las arrugas de los párpados y bajo las cejas abundantes y canosas, parecían no mirar, parecían estar empañadas por las brumas eternas de los mares boreales. Sus ojos, más bien que ojos de hombre, semejaban dos carnosidades sobre las que vegetaban pelos blancos e incultos, que cubrían dos gotas de agua turbiamente azul.
Desconfiad de esas pupilas que parecen no mirar.
Las de Babafingo habían adquirido ese nictalopismo peculiar a los bandidos y a los marineros, esa facultad de penetrar las sombras y las tinieblas; las pupilas del albanés sabían distinguir la luz de una estrella de la de un faro lejano, conocer cuál espuma es de olas y cuál de arrecifes y adivinar a la primera ojeada perspicaz lo que es tierra firme y lo que es islote árido y desolador de candente arena....
El albanés miró la carta oculta entre la manga de franela y la epidermis del campechano, el rey de oros que estaba a la puerta y le hacía ganar cuatro libras. Rugió de una manera extraña, juró en una lengua ignorada:
— Charratáa Eskatamutria...
Juramento desconocido que Lango, el grumete alvaradeño, se había hecho explicar por Babafingo, en las tardes, a la hora triste en que la luz solar desaparece de nuestro hemisferio. Charratáa Eskatamutria... juramento que rara vez pronunciaba Babafingo; y cuando la mar furiosa o el Norte destructor le hacían rugirle, se santiguaba después, y si Lango en son de burla exclamaba:
— Charratáa Eskatamutria!
— No lo repitas, Lango — decía el albanés — es un insulto a la Divinidad
— Charratáa, rugió Babafingo, Charratáa Eshatamutria, y rápido, violento, feroz, despedazó la botella que tenía en la diestra sobre la cabeza del otro campechano. Cayó este, ensangrentado y aturdido, Babafingo le oprimió el pecho con la rodilla izquierda, y entonces se trabó la lucha entre el montero y el albanés. Ambos sacaron los cuchillos de entre las fajas ceñidas a la cintura. Los tres hombres formaban un grupo informe debajo del castillo de proa. Babafingo impidiendo siempre, con su pierna colosal, que se levantara el campechano herido; el albanés con el montero bajo el pecho, el montero intentando herir a Babafingo en el cuello; y el albanés, terrible, inexorable, cruelísimo, apuñalando al montero hasta dejarlo inerme.
Y mientras se bailaba y se bebía y se murmuraban ternezas al oído de las damiselas elegantes y bellas en la capital de la República; mientras los sacerdotes entonaban la solemne Misa de Navidad bajo las bóvedas de los templos, allá cerca del trópico de Cáncer, a 23 o 24 grados latitud Norte, en un punto perdido del Golfo Mexicano, se representó esa tragedia sencilla y vulgar: un homicidio a bordo de una barca blanca, llamada “Santa Elodia"... por escenario la llanura del seno mexicano, llanura infinita, fosforescente, obscura; y por espectadores Langa y los tampiqueños, que miraban atónitos aquella matanza y aquel oro salpicado de rojo.
Expiró el montero sobre un charco de sangre; el campechano, herido por la botella, se quejaba lastimosamente, y e1 albanés colosal se levantó de sobre sus víctimas, recogió el oro ensangrentado y las barajas, limpió con la manga de su camisa de franela el sudor y la sangre que mojaban su rostro, y después de arrojar su cuchillo al agua, se acercó a Lango, le dijo que callara y le dió una monedado oro.
Pero ya era tarde, el capitán y el segundo estaban a proa y miraban alternativamente el cadáver, al herido y al homicida.
El albanés se puso a temblar y se echó a los pies del segundo.
— ¡Los grilletes! ordenó impasible el capitán, ¡los grilletes y a la cala hasta llegar a Nueva Orleans!
Los tampiqueños cerraron los grilletes a los pies de Babafingo, le ataron las manos y lo bajaron a la cala.
Después sacaron un Foque (1) del pañol de velas viejas, y Lango, tomando la aguja, la cera y el rempujo, amortajó al muerto en la lona que había salpicado el mar.
Iban a ser las cuatro de la madrugada; un tampiqueño fue al timón a relevar al otro de Campeche, y mientras llegaba la luz solar, y mientras el sol amarillo, volvía del hemisferio opuesto, Lango, un tampiqueño, el campechano herido, con la frente vendada, y el timonel que salía de guardia, rodearon el cadáver amortajado con la lona de la vela triangular del bauprés... y como son muy frías las noches de Diciembre en el Golfo, entre 24 y 26 grados, durante el velorio se vaciaron las botellas de wiskey y el caneco de Ginebra.
Y el albanés rugía en la cala, sollozaba, blasfemaba en su lengua enérgica y extraña,
— Charratáa Eskatamutria ....
Salió el sol, impasible, redondo, amarillo. Se levantó el acta, que firmaron los tripulantes que sabían escribir; se ató un lingote al cadáver amortajado en la vela y, dándole vuelo, haciendo un impulso Lango y un tampiqueño, arrojaron el muerto a la mar; lejos, para que las olas no lo golpearan contra el costado de la barca.
Y en la cala, Babafingo, rugía, blasfemaba en su extraña lengua.
— ¡Charratáa! ¡Charratáa Eskatamutria!
Por la tarde se dislocaron sobre el extenso cielo azul innumerables nubes, semejantes a duendes y esqueletos colosales que mistifican a los humanos con imposibles contorsiones.
Y cuando el sol empañó su círculo debajo de la infinita línea que junta el firmamento con el mar, se desató el gemido del Norte, prolongado y ensordecedor, hasta que la “Santa Elodia” entró al Mississippi.
El albanés fue juzgado por las autoridades de Nueva Orleans y condenado a 20 años de “Baton-Rouge”.
Allí vive; allí extingue su condena, allí piensa en sus hijos, que pescan el bacalao en los bancos de Terranova; en sus hijos, a quienes no volverá a ver...
* * *
— Así pasamos aquella Nochebuena a bordo de la barca blanca que tanto te gustaba, me decía Lango una tarde que bebíamos mint juleps en el café de la Paloma.
Seguimos sorbiendo el aromático brevaje a través de las pajitas huecas; salimos del café, pasamos Pescadería; al llegar detrás de la Comandancia, nos detuvimos cerca del mar y sin hablarnos, sin decirnos palabra alguna, nos detuvimos a mirar la línea de peñascos que llaman la Lavandera y el casco blanco de la “Santa Elodia” apenas perceptible la sirena de proa bañándose angustiosamente entre la espuma de las olas que se despedazan contra los arrecifes.
(1) Pequeña vela triangular. |