Sentadas frente al piano Pleyel, Lola y cuatro amigas íntimas ensayaban la tarde de un 18 de Diciembre las letanías de la Virgen Madre.
Aquella noche iba a ser la tercera de posadas; le tocaba a Lola, es decir, al Coronel, padre de la joven morena que se hallaba sentada frente al piano y que se había empeñado en lucirse en el canto.
Las dos primeras noches las posadas fueron de muchachos, y solamente los niños y niñas hijos del Coronel dieron lucimiento a la posada. Las dos noches anteriores los muchachos habían cantado el Sancta María y el Virgo Virginum, llevando en procesión tres esculturas en cera, muy defectuosas y pequeñas, que representaban al casto Patriarca, vestido con túnica verde y amarilla capa, a su santa esposa sentala sobre un asno y a un ángel que lo conducía.
Aquel grupo en cera lo compraron los hermanos menores de la primogénita del Coronel el 16 de Diciembre por la tarde en una de tantas barracas como se levantan todos los años en los días que preceden al de Navidad, en derredor de la plaza principal de la ciudad de México.
En una de las barracas formadas con madera y lona muy blanca, se compraron también las ramas frescas de ciprés y el heno para adornar el altar que servirá a los santos peregrinos durante les nueve días de posadas.
Además de los confitillos, los cestos de papel y los cacahuates, los muchachos compraron la piñata, que consistía en un cántaro cubierto con papel de colores, figurando una bruja montada sobre una escoba.
Con las frutas llenóse la piñata, y antes de las 7 de la noche los hermanos de Lola colgaron el cántaro-bruja en la entrada del comedor y se comenzó la posada.
Después, los muchachos de casa y los invitados recorrieron los corredores y el interior de la morada del Coronel, llevando en andas a los peregrinos y cantando: Sancta María, Sancta Virgo Virginum; y el coro contestaba, cantando también: Ora pro nobis.
Luego, algunos que llevaban bujías de colores para alumbrar a los peregrinos, entraron al comedor; y los otros, los que cargaban a los santos, quedáronse en la pieza contigua para pedir la posada. Estos últimos, cantaron así frente a la puerta cerrada: Quién les da posada a estos peregrinos — Que vienen cansados de andar los caminos. Los del comedor contestaron, negando la posada; pero a instancias de los primeros, los segundos ceden, se abre la puerta, se vitorea a los santos peregrinos y se les coloca en su altar. Después, los muchachos se fueron vendando los ojos uno a uno, hasta que el más afortunado rompió la piñata y todos en grupo se arrojaron al suelo a recoger las frutas que caían del cántaro. Por último, repartiéronse entre los invitados los cestitos de papel con confitillos, y a las 10 todo el mundo dormía en la casa del Coronel.
Así como la primera, fue también la segunda noche; pero a la tercera, Lola, entusiasmada, se encargó de dar mayor brillo a las posadas. Como ella era la hija mayor y casi la madre de aquella familia, pues el Coronel había enviudado desde hacía largo tiempo, era la consentida, y fácilmente obtuvo de su padre que hubiese baile desde esa tercera noche, o lo que es lo mismo, que las posadas fuesen formales, para lo cual vendrían todas sus amigas y los jóvenes a quienes ellas invitaran.
Por eso la tarde del 18 de Diciembre, Lola y sus amigas ensayaban frente al piano las letanías de María Santísima.
Sobre la mesa del comedor había botellas de cognac, de jerez y de champagne de la viuda; había también una lata de te para los ponches y trescientos pasteles encargalos a una pastelería francesa. Cuando se levantaron de frente al piano, Lola propuso a sus amigas ir a la Plaza Principal para comprar la colación.
El amarillento sol de Diciembre había desaparecido bajo la línea de montañas que circunda el Valle, y el cielo transparente del invierno en las zonas templadas comenzaba a obscurecerse ya, cuando la joven morena y sus amigas llegaron a la Plaza Principal.
Los argentados fulgores de los focos eléctricos y las lámparas amarillentas de las barracas, alumbraban el gozo de aquella multitud compacta y complexa.
En aquel invierno estuvieron muy de moda las pelerinas de cachemir, y junto a esas elegantes capitas, llevadas por las muchachas de la burguesía pudiente, veíanse los chales negros de las costurerillas y los rebocos de las sirvientas y muchachas pobres. Los vendedores voceaban a gritos sn mercancía; en las barracas se veía la colación formando pirámides blancas y rosadas, en el suelo había también pirámides de naranjas y otras frutas de la estación, y frente a esas pirámides, fogatas de madera resinosa y sobre todas las barracas, sobre toda aquella multitud compleja flotaba como un ambiente exuberante de vida, de alegría, de excitación, de deseos y de verbena popular, en fin.
La tercera noche de posadas se rezó y cantó rápidamente, y rápidamente también se pidió la posada; pero en cambio, desde las diez de la noche hasta la una de la madrugada se bailó con entusiasmo.
Al despedirse, los invitados se repartieron entre ellos los gastos de las seis noches restantes; cada amigo se hizo cargo de una y se convino en que la Nochebuena le tocara al Coronel y que se bailara hasta el amanecer.
Ya desde la cuarta noche casi todas las muchachas tenían su oso, es decir, su galán que las cortejaba, porque en el resto del año no es muy fácil hablar a solas con ellas; y durante el vértigo de los valses, en el balanceamiento de los schottisch, o en el voluptuoso descanso de las danzas, ellos se inclinaban a los oídos de ellas, que se sonrojaban o sonreían.
* * *
Llegó el 24 de Diciembre y, desde por la tarde, Lola estuvo disponiendo los mariscos y la ensalada para la cena de media noche.
Antes del obscurecer, ella, sus hermanos y sus sirvientas, salieron a comprar las piñatas y la colación. Aquella tarde, la Plaza Principal de México, con sus barracas y su inmenso gentío, exhalaba alegría extrema. Sobre el transparente firmamento azul, apenas corrían celajes que matizaban a intermitencias los fulgores postreros del sol occidental, y cuando la hija del Coronel con sus hermanos y criadas volvió a su casa, ya los astros de las constelaciones visibles en las zonas templadas, cintilaban argentinamente sobre el cielo.
Dos horas antes de media noche, la campana mayor de la iglesia Catedral y las de muchos otros templos, llamaban a misa del gallo; por las calles, innumerables grupos de trasnochadores bebían y cantaban al son de sus guitarras; en derredor de la Plaza Mayor seguía el bullicio atronador de compradores y de vendimieros, y sobre el cielo profundamente transparente de las noches invernales, brillaban cerca del occidente las siete estrellas resplandecientes de Orión, mientras que por el levante se asomaban las tardías constelaciones australes. Pero todos los astros, tanto los de primera como los de tercera magnitud, cintilaban argentinamente como diamantes amarillentos cuyas temblorosas facetas acaricia la luz.
Entretanto, en la casa del Coronel se acababan los preparativos para la cena y para el nacimiento. En el fondo del salón habían colocado los muchachos una mesa, y con cajas de cartón formaron una gradería que cubrieron con heno. Allí iba a estar el nacimiento exhalando aroma de ramas frescas y de musgo, ostentando en la grada más alta un portal de cartón bajo el que se hallaban arrodillados los excelsos padres del Niño-Redentor. A las once y media se sirvió la cena, y con ella la tradi cional ensalada teñida carmíneamente con el zumo de la remolacha. Cuando sonó la media noche, se arrulló al Niño-Dios y se le colocó en el Nacimiento, mientras temblaban sobre el límite occidental del cielo, los tres astros que forman el tahalí, y por el Norte, los siete mun- dos tembladores de la Osa Mayor despedían reflejos blancos.
A la una de la madrugada comenzó el baile; Lolita y su oso, lo mismo que sus amigas y sus galanes, se tuteaban ya, y se citaban para el baile de compadres el próximo 6 de Enero.
Cuando llegó la luz de Navidad, ellos abrigados hasta el cuello, ofrecieron sus brazos a ellas, que escondían sus interesantes cabecitas entre la nutria de los mantones y de las pelerinas. Ellos estaban somnolientos, pálidos; algunos, antes de salir, buscaron en el comedor alguna olvidada botella de Roederer. Ellas, con las mejillas coloreadas por la fatiga del baile y las brillantes pupilas hundidas entre sombras negruzcas, salieron apoyadas en los brazos de sus acompañantes para seguir después su peregrinación en la vida, quizá muy larga, quizá cortísima: quizá la Navidad próxima muchos estarían sepultados y olvidados.
Y mientras, el tardío sol amarillento de Diciembre comenzó a lanzar perezosamente sus resplandores desde el espléndido y eterno azul del cielo mexicano eterno, sí, porque hasta en los días más crudos del invierno, la Capital de México conserva visible su colosal cinturón de montañas azules y su esplendente firmamento azul también.
Escrito para "La Ilustración Artística, de Barcelona, Diciembre de 1892. |