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Alberto Leduc

"¡Allá...!"

Para mamá en el cielo: Cuentos de navidad

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¡Allá...!
 

En las tibias mañanas del invierno veracruzano, cuando las blancas arribeñas contemplan desde la playa o desde el muelle, colosales trasatlánticos fondeados en la bahía, y entre ellos un cañonero raquítico, que apenas levanta su arboladura unos cuantos metros de la superficie del mar, ellas, las arribeñas delicadas y elegantes, no se imaginan, no, que en aquella embarcación frágil, de chimenea amarilla, hayan pasado dramas terribles, tragedias ignoradas, perdidas allá en pleno Golfo, sin más testigos que el firmamento anchísimo y la mar furiosa.

¡Oh! A primera vista, qué imponentes son los paquebots de la Mala Real Inglesa o de la Compagnie Genérale Trasatlantique; pero a bordo de esos barcos ¿qué puede haber acontecido? El principio de un adulterio continuado en alguna capital europea, los preliminares de un matrimonio, el arreglo de brillantes negocios a la muerte de un industrial, banquero cónsul, etc.

Las clases privilegiadas, los industriales, los comerciantes ricos, los políticos y diplomáticos que viajan, tienen el privilegio de fastidiarse lo mismo a bordo del “Saint Germain” que en un palco de la Opera, o en un entierro oficial. Están muy posesionados de sí mismos y de sus ambiciones, para que les interese el mar o el dolor de esos seres semi primitivos que forman la tripulación de proa. Les preocupa más el alza o baja del cambio y los trastornos europeos, que los acontecimientos, banales también, pero desgarradores con frecuencia, que tienen lugar allá entre los humildes, entre la gente de mar, entre los pobres marineros.

***

¡No, seguramente no! Las arribeñas blancas que desde el muelle miren al cañonero reflejar en la tersura verde de la bahía veracruzana, su reluciente bauprés y la dorada sirena de proa, como astro amarillo que se mira en la mar; no pensarán que en esa embarcación pequeña, sosegada y frágil, que mecida por el agua balancea, hayan pasado dramas terribles, atestiguados entre los paralelos 20 y 30, por el anchísimo cielo y por la mar furiosa

***

Cuantos le conocieron a bordo y le conocen en tierra, le aman.

Su voz consuela como caricia de ausente, y la melancólica sonrisa sin concluir que vaga por sus labios, parece simbolizar la inquietud eterna del que desea eternamente otro cielo, otra tierra, otra playa fugitiva sin querer partir jamás.

Entonces, en 188... él, el de la sonrisa no acabada mandaba el cañonero; era Noviembre, y las arribeñas que en ese mes comienzan a abastecerse de felpas, de boas y de mitones de pieles para el invierno, no se imaginan tampoco, que en ese mes también comienza a recorrer el Golfo un monstruo aterrador y formidable: ¡el Norte!

***

Muy cerca del paralelo veintitrés, a los quince o veinte días del mes de Noviembre, una noche negrísima en que sólo las salpicantes claridades fosfóricas del mar, manchaban de fugitiva luz el vacío infinito, el cañonero capeaba un noroestazo.

La mar es bella, traidora y mentirosa como la mujer. Esta, cuando os traiciona, os acaricia los cabellos y os besa los ojos para que vuestras miradas no penetren basta su corazón infiel; aquélla, horas antes de traicionaros, también aparece tranquila, murmuradora apenas y reflejando un firmamento limpísimo, salpicado de stratus blancos.

***

Al toque de diana se habían encendido los fuegos y levado las anclas. Entre los tripulantes había dos hermanos: Valentín y José; y entre los oficiales de infantería que iban con destino a otro puerto, uno taciturno, moreno y de miradas sombrías.

Habló lo rigurosamente necesario a la hora del almuerzo, y desde las once de la mañana hasta la hora de comer, no cesó de pasearse a lo largo de la cubierta, fijando alternativamente sus miradas inquietas en el Golfo sin fin, en el cielo infinito o en algún marinero que junto a él pasaba.

Sus compañeros apenas le conocían, y los oficiales de a bordo, al verlo tan sombrío, no intentaban familiarizarse con su hipocondria.

LLegó terrible el temporal; llegó con torrentes de agua, que semejaban llamaradas líquidas y sangrientas, cuando los relámpagos incendiaban el cielo, el agua y el aire.

A media noche, sólo la salpicante claridad fosfórica del mar manchaba de fogitiva luz el vacío infinito. Tres horas había durado el chubasco, y el comandante de la sonrisa sin concluir, mandó formar la gente para fortalecerla con alcohol.

Se pasó lista y faltaban Valentín y José. Se les buscó por todas partes, y cuando ya se les creía perdidos, un relámpago postrero que se alejaba por el sur con los nubarrones negrísimos, alumbró sobre el castillo de proa, y en un charco de sangre, a un grupo de dos hombres que luchaban. El Norte, con su estruendo, sofocaba sus injurias; la mar, rugiente, apagaba sus insultos, y el tenebroso ambiente los envolvía de sombras.

La gente se acercó con las linternas, y entre su vacilante claridad y la fugitiva luz de los relámpagos que huían tras la tormenta, todos miraron al hermano de Valentín que intentaba desasirse de entre los brazos del oficial sombrío.

— Mi comandante — gritó el marinero — este hombre está loco; dice que soy su querida y quiere arrojarme al mar, después de haber arrojado a mi hermano.

Cuatro hombres detuvieron al demente militar, y los postreros fulgores de fugitivos relámpagos le alumbraron la ensangrentada faz, el uniforme despedazado y la espada rota.

Sus pupilas sombrías lanzaban siniestras llamaradas, y entre el estruendo del viento apenas se escuchaban fragmentos de su delirio.

—¡Miserable!— rugía con voz enronquecida — a sablazos destrozaré tu seno y en pedazos, chorreando sangre, arrojaré a las tintoreras y a las toninas tu carne perfumada e impura para que no venga más a turbar la tranquilidad de mi sueño.

H. Veracruz, Diciembre de 1890.

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