Habían alquilado un apartamento en el centro de la ciudad en un edificio nuevo construido en una calle muy tranquila, entre conventos de monjas de clausura. Por la noche solo se oía el sonido de la campanilla llamando a las hermanas a oración. Resultaba agradable, muy agradable.
Eran muy jóvenes y estaban muy enamorados. Habían hablado muchas veces de crear una familia. Soñaban juntos cómo sería su vida en el futuro cuando sus hijos llenaran su vida y ellos, ancianos, se siguieran amando como el primer día. Se imaginaban cogidos de la mano, paseando su amor por la vida. Lo tenían todo planeado: primero disfrutarían de su amor en soledad, lejos de la familia. Después, cuando se hubieran establecido tendrían el primer niño, luego, a los dos años el segundo, y después, quién sabe, quizás más.
Todo marchaba según lo habían previsto. El apartamento era luminoso y tranquilo. Disfrutaban de cada instante, bebiendo la vida a pequeños sorbos, saboreándola con deleite, sin prisa, como queriendo detener el tiempo.
Parecía que no podían ser más felices, cuando el milagro sucedió: ¡Se había quedado embarazada!
La tranquilidad que reinaba en el hogar se vio sacudida por una frenética actividad. Juan no reconocía a su esposa: la niña perezosa que susurraba palabras de amor a su oído se había convertido en una muchacha vivaracha que no cesaba de organizar para que, según decía, todo fuera perfecto cuando el bebé naciera. Él la amaba como no imaginaba se pudiera amar a nadie.
Pasaron los meses entre arrullos, preparativos y nerviosismo. Juan procuraba acabar pronto su trabajo para ir a casa temprano y estar con María. En ocasiones tenía que cumplir con algunos compromisos en otras ciudades, lo que disgustaba a ambos.
En una de esas ocasiones, cuando ya el momento definitivo estaba próximo, Juan recibió de su jefe la orden de viajar para visitar un cliente y solucionar un problema. Intentó zafarse pero no pudo.
Cuando llegó a casa y se lo dijo a su esposa, ésta, lejos de enfadarse, intentó calmarlo asegurándole que no había razón alguna para que se preocupara.
El nacimiento estaba previsto para finales de mes, por consiguiente, no había puesto objeción alguna para que su esposo se marchara ese lunes a Zaragoza. Él le aseguró que solo estaría ausente un par de días, el tiempo justo para finalizar esa tarea tan urgente, y que, según su jefe, aseguraría la fidelidad del cliente y afianzaría su confianza en la empresa. Eran tiempos difíciles para la economía del país; las quejas de los clientes no dejaban de llegar a la oficina, y el jefe había amenazado con reducir la plantilla si no mejoraban su rendimiento. ¡No era, pues, cosa de arriesgar el puesto de trabajo, sobre todo ahora que la familia iba a aumentar!
Después de cenar se sentaron en el sofá como cada noche, abrazados. La televisión encendida, ellos hablando, susurrando:
- Cariño, te prometo que el trabajo solo me llevará un par de días, el tiempo justo para poner en marcha el programa. Estaré de vuelta el miércoles.
- De acuerdo, pero prométeme que no te dejarás liar como lo haces siempre.
- El ginecólogo dijo que faltan dos semanas para el parto, ¿no es así?
- Sí mi amor, pero me da un poco de miedo quedarme sola. Ya sabes que nunca he sido así, pero ahora, estando aquí, sin nadie… el parto podría adelantarse y, no quiero ni imaginarlo…
- Cariño, ayer estuvimos en la revisión y todo estaba bien, no hay signos de que eso que temes pueda suceder. ¿Es que no te sientes bien?
Hubo un silencio. Ella sonrió, miró a su marido y sintió que lo estaba preocupando con su actitud.
-No, no, no te preocupes, olvida lo que te he dicho. Vete tranquilo. Estaré bien.
Al día siguiente, muy temprano, él se preparó, besó a su esposa, y cerró la puerta con cuidado para no despertarla, pues dormía tranquilamente.
María dormía. En su sueño sintió una ligera brisa intermitente, como si alguien respirara cerca de su rostro. Despertó, pensó que era Juan que dormía a su lado. No había amanecido todavía. La habitación estaba en la más completa oscuridad. Recordó que Juan debía marcharse pronto y por un momento pensó que se había quedado dormido y llegaría tarde. Alargó su mano para tocar su rostro con cuidado.
- Juan, Juan, dijo con voz melosa.
Pero no encontró la cara de Juan. No había nadie. Al tocar la almohada en el lugar donde creía iba a encontrar el rostro de su esposo notó que estaba helado. Un escalofrío recorrió su ser. Volvió a recostarse y pensó que era una tonta, que no se había dado cuenta de que ya se había ido.
Se levantó. A pesar de que no había razón alguna, se sentía extraña, intranquila.
Los días pasaron y Juan cumplió su promesa. Cuando volvió, ella lo esperaba anhelante en la puerta del apartamento, como siempre hacía, mirando cómo avanzaba por el largo pasillo hasta que llegaba a su altura; entonces se abalanzaba y lo abrazaba y besaba con pasión.
Hoy había algo diferente. María estaba intranquila; le contó entonces que había sentido un malestar inexplicable en su ausencia.
- Tontita, le dijo. Eso es que no puedes estar sin mí.
Esa misma noche María se puso de parto y el deseado bebé nació a la mañana siguiente.
Los nuevos papás no podían ser más felices. Lo abrazaban, lo besaban, le contaban una y otra vez los deditos de las manos y los pies asombrándose de la perfección de los mismos. Reían, lloraban, todo a un tiempo. Empezaban a sentir el peso de la responsabilidad y el miedo a no poder hacer frente a todos los cuidados que requería un ser tan pequeñito, tan dependiente. ¿Serían capaces de cuidarlo? ¿No le pasaría nada?
Pasados dos días, y después de recibir el alta, dejaron la clínica y ya en casa se sintieron inmensamente felices aunque un poco inseguros.
***
María estaba acostada en la cama. Le gustaba dormir de lado, con el brazo derecho extendido de tal forma que su mano, pasando por entre los barrotes de la cunita, pudiera acariciar la mano de su bebé que dormía plácidamente a su lado.
¡Cómo amaba a ese ser! Todo había cambiado para ella desde el momento en que supo que estaba embarazada. Ella había soñado con eso desde que era niña. Tener un bebé para ella sola, cuidarlo, mimarlo, era el objetivo de su vida. Esto no lo sabía nadie, ni su marido siquiera. Era un sentimiento profundo que había nacido en ella el día que había visitado a una amiga de su mamá en el hospital después de haber dado a luz un bebé precioso. Había llegado a ser una obsesión.
Ahora su sueño se había cumplido pero la felicidad no había llegado. No sabía por qué, pero un sentimiento de desasosiego, de miedo, la inundaba. No sabía explicar la razón, pero sentía como si una presencia extraña habitara la casa y se acercara al niño. ¡Cuántas veces había encendido la luz, temblorosa y apenas pudiendo respirar, con la sensación de que había alguien más en la habitación!
No dormía, no comía, y su aspecto enfermizo alarmó a su marido que, después de mucho discutir con ella sobre la posibilidad de ir a ver un especialista, consiguió llevarla al médico para que la explorara, y asegurarse así de que todo iba bien. El doctor, después de hablar con ella, de hacerle algunas pruebas, aseguró que todo era normal, que el hecho de ser primeriza era la causa de su nerviosismo, y que todo volvería a la normalidad según pasara el tiempo.
Volvieron a casa. Él, debido a su trabajo, tuvo que viajar y ausentarse por unos días, a pesar de las protestas de la joven que no se sentía con fuerzas para quedarse sola en la casa con el bebé.
Nada se pudo hacer para impedir la ausencia del marido pues no quería arriesgar su puesto de trabajo, y este peligraba en caso de haberse negado.
Él partió por la mañana temprano, y ella lo despidió con un cariñoso beso y una sonrisa que pretendía tranquilizarlo.
Se volvió a acostar, miró a su bebé, cogió su manita e intentó dormirse de nuevo. Un sopor cálido la inundó. De pronto, notó algo como un “clic” en su cerebro. La relajación dio paso a una crispación irracional; su vello se erizó; un frio heló su sangre al tiempo que un hedor inundaba la habitación, como si se hubiera abierto la puerta de una sala llena de carne en descomposición…
Horrorizada, alargó el brazo para tocar la manita del bebé, pero por más que la movía por entre las sabanitas de la cuna, no la encontró. ¡El bebé no estaba allí! ¡Había desaparecido!
***
Nunca se supo lo que había sucedido. Las investigaciones de la policía fueron incapaces de resolver el caso que continúa siendo objeto de interés para la prensa. Se investigó la posibilidad de secuestro, incluso de parricidio, pero no hubo pista alguna que esclareciera los hechos.
Nadie había forzado la cerradura de la puerta. Las ventanas estaban intactas y no había señal que indicara que alguien las hubiese abierto. El esposo estaba en otra ciudad, y la joven, después de estudios y observación, quedó libre de toda sospecha. Nunca se recuperó de la pérdida.
***
Un día, hablando con su madre de cosas intrascendentes, esta le comentó:
- María, ¿te acuerdas de aquella vez que te llevé al hospital para visitar a una amiga que había tenido un bebé?
- Sí mamá.
-Pobrecita, ¡qué vida tan triste tuvo!
- ¿Por qué? ¿Qué le pasó?
- Su bebé vivió solo unas horas, de hecho, murió estando nosotras allí. Tú no te diste cuenta porque te saqué enseguida de la habitación.
- No me acuerdo de nada de eso, solo de que me pareció tan precioso que desde ese momento quise tener uno para mí sola.
- El bebé murió y mi amiga enloqueció. La ingresaron en un convento. Dicen que no cesaba de gritar, ¡algún día tendré mi niño!
- ¡Qué lástima…! ¿Y en qué convento estuvo?
- En el que estaba al lado de tu casa. Murió y la enterraron allí, en un pequeño cementerio en el jardín del convento. La pared de tu habitación lindaba con ese jardín…. |