Se instalaron, marido y mujer, en el vagón; él, después de colocar las carteras de viaje , se puso un guardapolvo gris, se caló una gorrilla , encendió un cigarro y se quedó mirando al techo con indiferencia; ella se asomó a la ventanilla a contemplar aquel anochecer de otoño.
Desde el vagón se veía el pueblecillo de la costa con sus casas negruzcas reunidas para defenderse del viento del mar. El sol iba retirándose poco a poco del pueblo; relucía entonces con destellos metálicos en los cristales de las casas, escalaba los tejados, ennegrecidos por la humedad, y subía por la oscura torre de la iglesia hasta iluminar solamente la cruz de hierro del campanario, que se destacaba triunfante con su tono rojizo en el fondo gris del crepúsculo.
—Pues no esperamos poco —dijo él, con un ceceo de gomoso madrileño, echando una bocanada de humo al aire.
Ella se volvió con rapidez a mirarle, contempló a su marido, que lucía sus manos blancas y bien cuidadas llenas de sortijas , y, volviéndole la espalda, se asomó de nuevo a la ventanilla.
La campana de la estación dio la señal de marcha; comenzó a moverse el tren lentamente; hubo esa especie de suspiro que producen las cadenas y los hierros al abandonar su inercia: pasaron las ruedas con estrépito infernal, con torpe traqueteo , por las placas giratorias colocadas a la salida de la estación; silbó la locomotora con salvaje energía; luego el movimiento se fue suavizando, y comenzó el desfile, y pasaron ante la vista caseríos, huertas, fábricas de cemento, molinos, y después, con una rapidez vertiginosa, montes y árboles, y casetas de guardavías, y carreteras solitarias, y pueblecillos oscuros apenas vislumbrados a la vaga claridad del crepúsculo.
Y, a medida que avanzaba la noche, iba cambiando el paisaje; el tren se detenía de cuando en cuando en apeaderos aislados, en medio de eras , en las cuales ardían montones de rastrojos .
Dentro del vagón seguían, solos, marido y mujer, no había entrado ningún otro viajero; él había cerrado los ojos y dormía. Ella hubiera querido hacer lo mismo; pero su cerebro parecía empeñarse en sugerirle recuerdos que la molestaban y no la dejaban dormir.
¡Y qué recuerdos! Todos fríos, sin encanto.
De los tres meses pasados en aquel pueblo de la costa, no le quedaban más que imágenes descarnadas en la retina, ningún recuerdo intenso en el corazón.
Veía la aldea en un anochecer de verano, junto a la ancha ría , cuyas aguas se deslizaban indolentes entre verdes maizales ; veía la playa, una playa solitaria, frente al mar verdoso, que la acariciaba con olas lánguidas; recordaba crepúsculos de agosto, con el cielo lleno de nubes rojas y el mar teñido de escarlata; recordaba los altos montes escalados por árboles de amarillo follaje, y veía en su imaginación auroras alegres, mañanas de cielo azul, nieblas que suben de la marisma para desvanecerse en el aire, pueblos con gallardas torres, puentes reflejados en los ríos, chozas, casas abandonadas, cementerios perdidos en las faldas de los montes.
Y en su cerebro resonaban el son del tamboril; las voces tristes de los campesinos aguijoneando al ganado; los mugidos poderosos de los bueyes; el rechinamiento de las carretas, y el sonar triste y pausado de las campanas del Ángelus.
Y, mezclándose con sus recuerdos, llegaban del país de los sueños otras imágenes, reverberaciones de la infancia, reflejos de lo inconsciente, sombras formadas en el espíritu por las ilusiones desvanecidas y los entusiasmos muertos.
Como las estrellas que en aquel momento iluminaban el campo con sus resplandores pálidos, así sus recuerdos brillaban en su existencia, imágenes frías que impresionaron su retina, sin dejar huella en el alma.
Sólo un recuerdo bajaba de su cerebro al corazón a conmoverlo dulcemente. Era aquel anochecer que había cruzado sola, de un lado a otro de la ría, en un bote. Dos marineros jóvenes, altos, robustos, con la mirada inexpresiva del vascongado, movían los remos. Para llevar el compás, cantaban con monotonía un canto extraño de una dulzura grande. Ella, al oírlo, con el corazón aplanado por una languidez sin causa, les pidió que cantaran alto y que se internaran mar adentro.
Los dos remaron para separarse de tierra, y cantaron sus zortzicos , canciones serenas que echaban su amargura en un crepúsculo esplendoroso. El agua, teñida de rojo por el sol moribundo, se estremecía y palpitaba con resplandores sangrientos, mientras las notas reposadas caían en el silencio del mar tranquilo y de redondeadas olas.
Y, al comparar este recuerdo con otros de su vida de sensaciones siempre iguales, al pensar en el porvenir plano que le esperaba, penetró en su espíritu un gran deseo de huir de la monotonía de su existencia, de bajar del tren en cualquier estación de aquellas y marchar en busca de lo desconocido.
De repente se decidió, y esperó a que parara el tren. Como nacida de la noche, vio avanzar una estación hasta detenerse frente a ella, con su andén solitario, iluminado por un farol.
La viajera bajó el cristal de la ventanilla, y sacó el brazo para abrir la portezuela.
Al abrirla y al asomarse a ella, sintió un escalofrío que recorrió su espalda. Allá estaba la sombra, la sombra que la acechaba . Se detuvo . Y bruscamente, sin transición alguna, el aire de la noche le llevó a la realidad, y sueños, recuerdos, anhelos, desaparecieron.
Se oyó la señal, y el tren tornó a su loca carrera por el campo oscuro, lleno de sombras, y las grandes chispas de la locomotora pasaron por delante de las ventanillas como brillantes pupilas sostenidas en el aire…