Hijo mío, que codicioso eres. No te gustan tus juguetes y los has echado a un rincón, los únicos que te atraen son los juguetes de tu hermana.
Pero entre todos sus juguetes el que más deseabas era su primera muñeca, porque esa la conservaban guardada como un recuerdo y sólo lograbas verla muy de tarde en tarde.
¡Cómo la buscabas por todas partes! ¡cómo espiabas con tus ojos picaruelos el momento de cogerla!
Hasta que al fin hoy lograste tu sueño. Esperaste que todos estuvieran distraídos y te fuiste despacito al cuarto de tu hermana. Acercaste una sillita que apenas puedes, arrastrándola al pequeño armario donde están sus juguetes y alcanzaste la muñeca.
¡Oh, qué dicha! Qué alegría mezclada de un poquito de susto tendrías en el rostro.
Pero, lo que más risa me ha dado, es que te fueses a esconder a tu cuarto obscuro, tú que tanto miedo le tienes a la obscuridad, y que allí te quedaras escondido debajo de la cama, gozando tu pequeño tesoro como un avaro.
Tu madre corría de una parte a otra llamándote y casi muerta de susto pensando que te podías haber ido a la escala. Y tú muy quietecito debajo de la cama.
¡Ah! cómo comprendes, mi pequeño ladrón, que has obrado mal.
Por eso has hecho bien en ocultarte. Un hombre con la conciencia manchada no puede estar tranquilo delante de las gentes.
Pero, al entrar en la pieza de tu hermana, tu madre lo comprendió todo. Se te había olvidado retirar la silla del armario. ¡Qué torpe eres!
Luego corrió a tu pieza y divisó tu vestidito blanco debajo de la cama.
Estabas pillado.
Pero entonces apelaste a un último recurso y empezaste a reírte y a hacer gracias para desarmar a la que pensabas estaría enojada contigo y sólo recibiste besos y celebraciones, menos de tu hermana que tomó un gesto de enérgica reprobación.
Mas a ti ya nada te importaba, habías logrado tu objeto y saboreado tu robo largo rato debajo de la cama, oh mi viejito avaro, como el mayor tesoro.