Titulo - Autor
00:00 00:00

Tamaño de Fuente
Tipografía
Alineación

Velocidad de Reproducción
Reproducir siguiente automáticamente
Modo Noche
Volumen
Compartir
Favorito

19803

9311

4754

Vicente Huidobro

Autor.aspx?id=248

La leyenda

ObraVersion.aspx?id=4754

Hija mía, ayer me has dado uno de los mayores sufrimientos de mi vida. 

Te acercaste a mí, te sentaste en mis rodillas y me pediste que te contara un cuento. 

Yo, haciendo esfuerzos de imaginación, te narré fábulas prodigiosas sembradas de castillos encantados, de hadas y de enanos y cuando terminé tú me miraste con ojos maliciosos y me preguntaste: ¿Dónde pasó eso, papá? 

Y había en tu pregunta toda la intención de una sorpresa. Quisiste sorprenderme en una mentira. 

Hija mía ¿por qué me hiciste esa pregunta? ¿por qué no creíste mi leyenda? 

Tú no sabes lo que sufre mi corazón, pensando que ya, tan temprano, no crees en las fábulas que fueron el encanto de otros niños. 

Cuando mi madre te toma en sus brazos y te cuenta leyendas, tú me miras como avergonzada de que yo pueda pensar que crees semejantes patrañas. 

Antes los niños escuchábamos arrobados los cuentos familiares llenos de encanto. Los niños de hoy tienen un goce menos. ¿Y quieres que no sufra? 

Los ojos maliciosos de una niña de menos de tres años segaron la leyenda en los labios de la abuela. 

La leyenda que fue toda la delicia de otros tiempos emigró como las golondrinas a otros países, buscando el calor de otros corazones infantiles, buscando otros niños más divinamente ingenuos que los nuestros. 

¡Oh, qué dolor para las abuelas que desplegaban todo su arte exquisito en urdir esas bellas mentiras! 

Cómo llorarán los labios de la abuela que florecían harmoniosos cuando tejían la fábula. 

Su voz cansada recobraba el timbre de la adolescencia y era también para ellas un delicioso engaño. 

Los labios de la abuela se sentían renacer llenos de frescura. 

Mirad lo que habéis hecho, niños escépticos, ¡Oh, qué dolor para mi corazón pensar que ya no creéis en los cuentos y que ya las abuelas han perdido un sublime prestigio! 

Hija mía, escucha, voy a pintarte el cuadro de las Leyendas Muertas: Antiguamente, hace ya muchos años, se sentaban las abuelas en un ancho sillón de piedras preciosas rodeadas de los niños que pedían un cuento y en medio de una noche de invierno relataban las aventuras de algún príncipe encantado. 

Los niños se acomodaban bien junto a las faldas de la abuela y mientras afuera rugía el viento y caía la lluvia interminablemente escuchaban atentos el quimérico relato. 

Esos niños, como creían lo que se les narraba, después hacían todo lo que había contado la abuela. Uno salía volando por la ventana como un angelito, otro se convertía en cisne y se iba en busca de una princesa de rara hermosura por ríos misteriosos, otro... 

Pero ¿por qué ríes, hija mía? Ah! perdóname, sin querer es-taba narrándote una fábula. 

Qué quieres, hija mía, yo pensaba que a los niños no se les debía hablar de otra manera. 

Disculpa, voy a pintarte el verdadero cuadro de las Leyendas Muertas tal como yo lo vi cuando niño: 

Generalmente después de la comida íbamos a pedir el cuento a la abuelita. Ella se sentaba rodeada de nosotros y nos narraba historias maravillosas, acercando sus pies al enorme brasero de cobre. 

La leyenda flotaba como un perfume por la habitación, como un incienso que se hubiera echado en el brasero de la abuela y nuestra imaginación flotaba también envuelta en ese milagroso incienso. 

Los niños soñábamos despiertos que éramos guerreros heroicos, reyes poderosos con tronos de oro y mantos de encaje. Las niñas soñaban que eran princesas encantadas, hadas misteriosas, ondinas envueltas en cendales de espumas. Soñábamos con varillitas de virtud y filtros mágicos. 

Después, como si la abuela nos hubiera tocado en la cabeza con la varillita de virtud que jugaba en sus labios, nos íbamos quedando dormidos uno tras otro y nos llevaban muy suavemente a nuestras camas. 

Allí soñábamos dormidos lo que antes soñáramos despiertos y nos encarnábamos plenamente en las visiones de la abuela. 

Piensa, hija mía, todo lo que has perdido. Por eso llora mi corazón. 

Los cuentos emigraron, como una bandada de golondrinas, para siempre a otros países, buscando los labios de otras abuelas para hacer su nido en ellos junto a otros niños que tengan más calor de ingenuidad. 

Los niños de hoy ya no juegan, ya no hay niños en estas tierras. 

También los niños alegres y charladores de esa deliciosa jerigonza, con sus gritos y sus risas, han emigrado como las golondrinas. 

No olvides nunca, hija mía, que los ojos maliciosos de los niños segaron la leyenda en los labios de la abuela. 

Audio.aspx?id=9311&c=184C2C0432A23C19E28DB3F46F5450E463B1A4F2&f=130635

489

8 minutos 9 segundos

0

0