Hijo mío, tú no sabes el goce infinito que experimento cuando vienes a jugar conmigo. Algún día lo sabrás, quizás entonces yo esté muerto; pero al leer estas páginas, tú besarás mi recuerdo.
Hijo mío, conozco en tus ojos cuando quieres jugar conmigo, mas tú no conoces en los míos cuando quiero besarte y tenerte entre mis brazos y siempre juegas lejos de mí. Sí, ya sé lo que quieres; te veo venir sonriendo, pequeño caballero panzón.
Luego te acercas a mí, buscas mi pie, te montas a caballo en él y mirándome a los ojos exclamas: caballito, papá.
Y yo haciendo palanca en mi otra rodilla, comienzo a mover el pie en que te has sentado, subiendo y bajando.
Y tú, siguiendo el movimiento isócrono, vas abriendo más y más tu pequeña boca, como si sintieras cosquillas en el estómago.
Cuando notas que me canso y que ya no puedo seguir como antes, me dices: más, papá. Y yo te miro sonreír y siento renacer nueva fuerza en mi pierna fatigada.
Sonríe, hijo mío, sonríe. Mira que en tus sonrisas está todo mi vigor.
Sonríe, hijo mío, y que mañana en tus labios no encuentre cómodo asiento el dolor.
Y he aquí mi pierna convertida en tu pequeño caballo de ilusión.
Dentro de algunos años tú harás esto mismo por divertir a algún hijo tuyo.
Bajo otro techo, en otra alcoba, frente a otra mujer hermosa y pura para ti como tu madre, tú harás esto mismo.
Entonces te sentirás invadido de esta misma dulcedumbre que yo siento al ver tu alegría.
Entonces sentirás toda la eternidad gravitando en la sonrisa de tu hijo y nada te importará el mundo entero comparado a su alegre reír.
Juega, hijo mío, juega entre mis piernas. Mira que así me haces sentirme niño y me haces ágil y liviano como tú.
Seguramente algún día yo también jugué en los pies de mi padre al caballito. ¿Por qué no me lo han dicho nunca?
Mañana jugarás a esto mismo con tus hijos y sentirás lo mismo que yo siento ahora y que entonces ya no podré sentir.
Después verás a tus hijos jugando con sus hijos.
Entonces yo estaré muerto y ya no podrás ver más mi cara.
Pero, a pesar de esto, al ver jugar a tus hijos con sus hijos, sentirás una santa alegría de abuelo.
Y entonces comprenderás por qué escribió tu padre el juego del caballito, que él, que fue su autor, ya no podrá leer más.