Cuando Don Baltasar, el maestro, apareció en el umbral de la escuela, la plazoleta parecía un campo de Agramante. Un grupo de niños golpeaba furiosamente a otro de alguna más edad, que, en vano, forcejeaba por desasirse de sus opresores. Era el aporreado un rapaz como de trece años, andrajoso, sucio, despeinado y sangrante de labios y nariz, que resoplaba, rugía y parecía resuelto a defenderse únguibus et rostro. Pero el número de sus adversarios aumentaba a cada momento, y cuando parecía que la desesperación iba a procurarle una ventaja transitoria, o por lo menos, una tregua, Juanillo, el hijo del herrador, mocetón fuerte y musculoso, se adelantó hasta el centro de la pelea y aplicó un vigoroso puñetazo en la sien al intruso, que le hizo rodar sin sentido en el polvo, con el rudo desplome con que debió caer el hijo de Príamo bajo el golpe colérico de Aquiles.
Fue en este momento cuando llegó Don Baltasar. Alto, pálido el rostro, bajo su cabellera poblada y nívea, había en su porte y su ademán un sello de austera dignidad, que le hacía ser respetado siempre, sin acudir a la violencia. Una sola palabra, dulce, persuasiva, pero clara y firmemente timbrada del pedagogo bastaba a decidir la obediencia. Apartó a los díscolos, y en torno suyo se hizo un gran silencio, mientras él contempló al luchador caído con expresión de misericordia.
—¿Son estos los frutos de la Escuela?—preguntó amarga y reposadamente.
—Señor maestro—clamó Juanillo—: ¡Es un vagabundo!
—¡Un ladrón!—saltó Rudesindo.
—¡Un criminal!—gritaron seis o siete chicos a coro.
—Es un semejante nuestro que está herido y necesita auxilio—contestó el maestro—. A ver: cuatro de los más fuertes que me ayuden a entrarlo en la Escuela.
Los cuatro niños más vigorosos tomaron en peso al vagabundo, y cinco minutos después, el lesionado aventurero reposaba en el sillón de Don Baltasar, perfectamente atendido por éste.
En la estancia clara, luminosa, limpia, no se oía el vuelo de una mosca.
Los niños sentían algo así como remordimiento de haber hecho mal; ante los bancos, los pupitres, los cuadros y mapas que les recordaban su labor asidua y las lecciones recibidas de bondad y de enaltecimiento, experimentaban un hondo pesar de haber delinquido, y un ferviente deseo de que su acción no tuviera lamentables y dolorosas consecuencias.
El maestro reconoció la herida.
—No tiene importancia—exclamó.
—¡No tiene importancia!—repitiéronse bajito los niños, unos a otros.
Miraban con curiosidad al niño errante. Abría los ojos, serenos, inteligentes, y fijaba su mirada en todo cuanto le rodeaba con estupor. No tenía el aspecto huraño y selvático que había provocado la cólera de sus perseguidores. Ahora les parecía agradable, le encontraban una belleza que no acertaban a explicar.
—Ya vuelve en sí—murmuró el pedagogo.
—¡Ya vuelve en sí!—se oyó por toda la clase como un cuchicheo.
Aplicó el maestro un paño con árnica a la sien del pobre vagabundo; lo vendó cuidadosamente, ayudado por Juanillo, y luego, dando una palmadita en la espalda al rapaz atónito, le dijo:
—No ha sido más que un susto, hijo mío.
—¡No ha sido más que un susto!—se repitieron regocijados todos los niños.
—Ya veis, hijos míos, lo que es la Escuela—dijo Don Baltasar—. Hace un momento, por un gesto, por una palabra, por alguna pequeña ratería, que ni siquiera deseo saber, os sentíais todos crueles y poco menos que homicidas. Y ahora, ha bastado que os reunáis aquí dentro, en esta habitación humilde, en donde tantos días aprendemos a ser ciudadanos y hombres de bien, para que sintáis la solidaridad que une a todos los hombres y haya despertado en vuestras almas la compasión y la benevolencia. Vamos a ver, Martín, ¿qué has sacado en limpio de todas las doctrinas y de todas las enseñanzas, de todas las grandezas y de todos los sacrificios que juntos hemos admirado?
—Que debemos amarnos los unos a los otros—contestó ruborizado Martín, que había sido uno de los luchadores más violentos.
—¿Cómo te llamas?—preguntó Don Baltasar al vagabundo, que miraba a todos lados con asombro.
—Cesáreo.
—Cesáreo, ¿y qué más?
—Nada más.
—¿No tienes padres?
—No.
—¿Ni hermanos?
—No tengo a nadie. Estoy solo en el mundo.
—¿Sabes leer?
—No.
—¡Pobrecillo!—dijo una voz infantil prontamente apagada.
—¿De qué vives?
—De lo que pido o tomo donde lo encuentro por los caminos.
—Ya lo veis—dijo reposadamente Don Baltasar—. Es un niño abandonado, hambriento, desnudo, y en vez de festejarle lo golpeamos, y en vez de enseñarle lo injuriamos, y en lugar de ofrecerle el pan del espíritu, todavía queríamos cerrarle las puertas de la Escuela. No sabe leer, ¿por qué no habremos de enseñarle?
—Sí, sí—contestaron casi todos los niños—. Que se quede con nosotros y aprenda.
—Vamos a ver, Cesáreo—preguntó el anciano—. ¿Te gustaría quedarte en el pueblo y aprender, y trabajar, y ser hombre?
Por toda respuesta el vagabundo se echó a llorar y se arrojó en brazos del maestro.
Juanillo, Rudesindo, Martín, muchos otros niños lloraron también.
—Sí; te quedarás en el pueblo; te buscaré trabajo; vendrás a la Escuela; todos estos niños serán tus hermanos...
El sol comenzó a entrar fulgente, deslumbrador por los espaciosos ventanales, cayendo sobre los pupitres como un polvo de oro.
Cesáreo introdujo la mano por entre sus rotas vestiduras y sacó de su seno una cadenita con una medalla; la besó y la entregó al maestro.
—Para la Escuela—sollozó medio desvanecido.
—Sí; para la Escuela—contestó recibiéndola el profesor—. La colocaremos en un cuadro y a todos nos servirá de ejemplo y de estimulo.
—Ahora—añadió el anciano—salid un momento al jardín mientras os preparo el desayuno.
Los niños salieron rodeando a Cesáreo. Uno le echaba los brazos al cuello, otro le estrechaba las manos. Parecía que la Escuela había despertado en todos un sentimiento excelso de humanidad.
—Yo te dejaré mis libros—le decía el uno.
—Yo partiré contigo la merienda—le decía Juanillo, el violento Aquiles.
El maestro quedó solo en medio de la estancia. Enjugó sus párpados con el pañuelo. También él estaba solo en el mundo, pobre, abandonado, falto de cariño y sostén.
Pero estaba allí, en la Casa Grande, en la escuela, en el hogar tibio en que no hay desamparados ni vagabundos, oyendo a lo lejos las risas y los charloteos de los niños, sintiendo en la conciencia la satisfacción del deber cumplido y en la frente el anhelo del misterio de la Naturaleza inefable, contemplando los bancos en que se habían sentado y habrán de sentarse tantos pequeñuelos, viendo, bajo el dosel que cobijaba todos los días de labor su cabeza nevada y temblante, plegarse los colores áureos y sangrientos de la bandera nacional...
"Los más bellos cuentos infantiles"