Entre la línea anterior, y ésta, se interpone toda una verdadera eternidad.
Cuidado con las ligerezas de concepto; ya sé que de un millar y dos, más de mil van a pensar en algo largo, largo; dura y dura; pero, sinceramente, hoy no tendría paciencia para puntualizar materia tan secreta, ni solvencia de espíritu suficiente para pagar tamaña mercancía.
Sólo por necesidad, y no con más de dos o tres palabras, tocaré, pues, de paso y atropelladamente, la orilla de sus campos.
Menor es la distancia que va desde la tierra resquebrajada y seca, hasta el unido ojo reluciente en humor clarísimo y sereno; que desde las lentas y cargadas horas, hasta el constante espejo que las aúna todas.
Es claro, a más inteligencia corresponde más asombro, no menos misterio; pero, entre todos, aquel que más se abisma, es el que pesa menos.
Dicen que no hay mejor salsa que el hambre; así también dirán que no hay como la sed... Mas esto ya es marxismo, economía; vuelta al becerro de oro y al plato de lentejas. Dejemos a los muertos que entierren a sus muertos; yo iba hacia algo vivo.
El agua deseada es, a un sediento, lo mismo que a cualquier otro sediento; hombre, camello o pájaro; pero la otra, en que yo me extasiaba, esa vivía. Ella y yo lo sabemos; estuvimos tan juntos, y callados, y a solas.
En ella oscurecía. El delicado abismo de su carne incolora, recogíase en ese ahondamiento que engrandece el espacio, cuando, aliviado de la alucinante intrusión del sol, consigue ensimismarse, y tornarse, por ende, más puro y más sincero. Así crecen los ojos a la virtud del acto con que el entendimiento entiende. Así, las soledades hácense sin fondo cuando el silencio cunde. Entonces, las estrellas despiertan, las voces se matizan, y el universo mundo es como amante comprobando, extrañado, que el lloro tiene azúcar, en el instante en que los ojos que ama sostienen su mirada.
Sino que en el agua se extremaba la noche, se extremaba.
Fuera preciso concebir un valle de quietud, en donde, por un raro prodigio, un día siguiera anocheciéndose, estrella tras estrella, hasta quedar ciego de todas; y que así como el caer del sol determinó a su término el surgir de los luceros, el irse sembrando, allá en el alto valle, cada uno de éstos, revirtiera cosecha con fructificación centuplicada.
No sé decir ya más; no cumple ni a mi agitación ni a mi debilidad actuales, poder decir ya más ahora; sino que, en una palabra, así como en la mente entra el dormir, a veces con ensueños, así, en el agua, entraba la tiniebla imaginando luces. Y sus luminescencias se elevaban a tan imponderable contextura, que apenas creo temeridad pensar que más allá no debe ser sino el delgadísimo elemento de que está hecho el secreto impenetrable.
Oh, agua, que en tu simplicidad obtienes, para consuelo mío, tu transparencia. Pero... ¿qué ángel ha pasado? ¿Qué ángel que no pasa y cómo, si no era como un río, ahora en un momento me ha dejado?
Y todo sólo porque acá en el mundo alguno quería algo; y vino, y a hurto, y por detrás, me dio unos toques. Algunos de esos suaves toques con que se usa volvernos a esto sórdido y volátil que los imaginativos débiles, o nada imaginativos, llaman la realidad. Es posible que no se me haya acercado por detrás, que el medio de que se valió no fueran toques. Quizá oprimió mi brazo, quizá sólo tiró de la manga de mi saco, quizá ni siquiera me tocó y nada más dijo: Usted perdone, u, oiga, oiga, o, chist, chist, chist. Lo cierto es que cuando volteé, un desconocido puso en mis manos un sobre pequeño y, simultáneamente, en mi oído, el confuso recado oral siguiente:
“Un señor, otro señor, uno que a mí me pareció medio femenino y otra persona, que sin duda lo es enteramente, es decir, y una mujer, a quienes no conozco, me han encargado en coro, o sea, al unísono o hablando a un mismo tiempo los cuatro, que entregase a usted esto, que le contara, por cierta, la mentira de que no me han mandado ellos; sino otros, y que, finalmente, le suplicara; pero hasta persuadirlo, que mientras yo no me haya ido y usted perdídome de vista, no desbarate el sobre ni comience a enterarse de su contenido”.
Ay, bienaventurado, santo, benditísimo yo, que en una de las más altas puntas del cielo y la inocencia, lo hice así tal y como se me pedía, y un poco más, pues para extenderme hasta la orilla en obediencia, incluso cerré los ojos, e ignoré, de la estrella de los vientos, por cual pico escapó el mensajero.
Y de este modo, a su debido tiempo, vi que el pliego a mi vista era el mismo guinda que había escapado del místico paquete de mi shakespeariano día anterior; sino que su escritura primera había sido espesamente tachada, y sus sitios blancos habían sido aprovechados para escribir lo que sigue:
Santo Señor Don Nicomaco Stetinius de la Flor y Florcitas (alias: En la Luna, o Estrellitas).
Si alguna vez os sentís presa de una necia melancolía, o de una alegría insensata, recordad, como quiere el maestro Horacio, que todos tenemos que morir. Lo cual aquí os ponemos, a fin de que no otorguéis desmedida importancia al hecho que, también aquí, nos proponemos os comunicar.
Antes de seguir adelante, dedicad —quizá os ayude— unos instantes a la meditación…
Mirad a vuestro alrededor; qué muchedumbre de hechizos y primores, qué recatado encanto, qué impenetrable y pura compostura en toda y cada cosa. De hecho, hay una inteligencia en torno de la nuestra. De hecho, la gran inteligencia envuelve la diminuta chispa de la nuestra, como el fulgor todo del cielo envuelve, al amanecer, la diminuta gota de rocío. Pero, a veces, es cierto, un polvillo cae. Entonces, si en la gota, todo el orden de su virtual imagen se ensombrece, si en el ojo, éste se quema, y la visión se empaña, y si en la inteligencia... ahora lo veréis: vuestra mujer, la de ojos de luz de sol entre la lluvia, con el instrumento de uno de los dos canguros de vuestra pertenencia, os pone unos lindos cuernos, hasta ahora nunca jamás oídos, sidos, ni soñados. ¿Afirmaréis, por esto, que la armonía del cosmos se ha deshecho? Infinitamente encima de la nuestra, hay otra inteligencia, confiemos en que lo que a nosotros nos parece roto, sea visto con complacencia por la inteligencia indivisible, pues, de hecho no está roto. Ahora que, si os imagináis apto de juicio y os arrogáis la última instancia, condenad el día en que nacisteis, maldecid la vida y renegad del cielo y de la tierra. Por lo que ve a nosotros, ni física ni moralmente estamos a vuestro alcance. Físicamente no, porque, a ver, alcanzadnos. —Jar, jar, jar—. Moralmente tampoco, porque, para excusarnos, podemos echar mano de excusas muy legítimas. Si insistís en que no somos más que unos intrusos, os rogamos consideréis con el mayor detenimiento, el argumento que a dar este emboscado paso nos impulsa. Nosotros no tenemos canguros amaestrados; pero tenemos una esposa aquí, otra en Galveston y otra —y he aquí lo verdaderamente grave— en Melbourne, no enumerando las amantes no legales, ni las novias a quienes hemos dado palabra de casamiento con todas las solemnidades. Y como a todas ellas las amamos con todo el corazón, la vida es breve, y nos jactamos de mucho muy celosos de nuestro honor, tememos que del no por muy curioso, menos inconveniente ejemplo ofrecido por vuestra mujer, nos venga algún perjuicio.
Atentísimamente
R. P. Q. L. W. B. e hijos, S. A.
El primer efecto que la lectura del billete me produjo, fue como el del golpe dado por cosa sumamente veloz, que no se deja sentir y a poco se dice: Bueno, ¿y esta agua? Y se pasan los dedos sobre la parte en donde se siente la súbita humedad, y se añade: pero si no es agua, sí es sangre.
No de otro modo, todavía sin el menor dolor, mi alma se vio a sí misma toda bañada en sangre; y, en seguida, se sintió palidecer con una palidez mortal, no visible, ya que se daba y quedaba oculta bajo la anegación purpúrea. Más tarde hice visión de haber sido militar, y de que acababa de ser degradado. Haced cuenta: del público, y personal agente de la ceremonia de escarnio, se han marchado todos, y el soldado está solo, de pie, e inmóvil en la plaza pública desierta...
Tened piedad de él. En tal estado no es muy fácil saber mucho; se necesita un lapso.
Perdonad, pues, por un momento, a Nicomaco. Aguardad a que su voz pueda volver a obedecerle.
¿Quién ha estado en el aire, sin sostén, en el aire? ¿Quién se ha visto en la angustia de dar, de pronto, un paso en el vacío?
Un vuelco, un hundimiento, un desprendimiento, casi definitivo, de algo que normalmente se encuentra bastante alto y seguro en mí, y que, ahorita, la agonía no me deja saber nombrar ni definir.
Porque, en mí, hay algo vertical y gozoso, comparable a una arañita que pedalea en su hebra. Sube, baja, se balancea, de ordinario en paz; jamás supuso que pudiera caerse.
Ahora bien, en el momento crítico, como que la hebra de esa arañita se me reventó, y la arañita se sintió chafada, en forma tan intempestiva, que ni tiempo tuve de pensar en que arrojara otra hebra. Cuando llegué a pensarlo —por si aún era tiempo— la arrojó; mas ya la triste había descendido tanto, que la hebra, arrojada, además, al aventón, no alcanzó ni acertó a llegar a parte en que pudiera pegarse su punta. Subió nada más hasta donde se consumió su impulso, y empezó a flamear suelta, al aire, a zaga de la araña. Otra hebra, y otra y otra, corrieron igual suerte.
¿De modo era que mi mujer, la de los forestales ojos con rayos de luz de sol, al sesgo entre la lluvia, la que a cualquier hora parecía recién salir del río, acabar de llorar —pero licor sereno y fresco como el del alba— mi perla, mi estrellita, mi anteojo del mundo, mi agua, mi blancura, mi inocencia, me mentía?...
Ya toda mi energía se había ido arrinconando. Ya todos mis caballos, recelosos, olfateando la preparación del gran estruendo, habíanse congregado con la cabeza en alto y comenzaban a revolverse.
Fuera de mí, arrastrado por la violentísima onda trágica, eché a correr, yo solo, como toda una manada de caballos enloquecida.
Partí tan loca, tan desatentadamente, que aun mi sombra, la pobre de mi sombra que nunca me abandona, fue quedándose ahora rezagada, y antes, calculo, acaso antes de la mitad de mi carrera, renunció a seguirme, y, optando por reunírseme más tarde, se detuvo impotente.
En cuanto a mí, qué otra cosa hay posible algún día tenía que detenerme.
Enfrente se elevaba, altísima, apuntando a sentido contrario que a este suelo, la afilada columna a que llaman —lapsus pópuli— de la libertad.
También enfrente; pero mucho menos alto, acostábase, bajísimo, el portero.
—Por favor levántese, roguele, aquí le traigo este ramo de nenúfares, este alcatraz de nueces y estos dos vasos de pulque. Perdone la humildad del agasajo, y vea en él sólo una prueba de lo mucho que lo estimo.
—Gracias por el pulque —dijo incorporándose—. Cómo será usted pícaro. Ya sé; quiere subir. Pase, pase con confianza. Considere esta columna como su propia casa.
Justamente eso, a eso, a lo que iba; a mirar a mi casa desde lo alto con ayuda de mis magníficos gemelos de que nunca me aparto; pues han de saber ustedes, si no lo saben, que con gemelos se ensancha lo lejano, y se acerca, y percibe muy claro.
Y, ay, por enésima vez en esta historia, ay de mí, por de pronto me enteré de que en el cobertizo en donde, mientras Dios lo quiso, tuve una pareja de canguros, no estaba sino la cangura. ¡Señor! no lo permitas. Que no sea verdad. ¿Dónde estará el canguro?
También vi que la cangura fruncía el hocico y retorcía las manos. Era claro, la pobre padecía, y no podía como yo, consolarse recordando que todos hemos de morir.
Ya, con muy graves lesiones, llena de rajaduras la vitrina de mi fe en mi mujer, bajé de la columna y penetré en mi casa. Y penetré, atribuyendo al piso de mis pies, la consistencia de la sombra del humo.
Las conocidas nubes, negras y huecas, de la debilidad, me envolvían de cerca. No vi que nadie me mirara entrar. La puerta de la pieza de mi mujer la hallé cerrada. Quizá ahí ocurría aquello; pero, sintiéndome sin fuerzas para afrontar directamente una visión de escándalo, preferí ir a mi propia pieza, que era la siguiente, y hacer uso de uno de mis audífonos. Y no es que yo sea sordo; es que así como, sin ser ciego, tengo cariño a los gemelos, del mismo modo, sin ser sordo, me gustan los audífonos. Pues han de saber vuestras mercedes, que con ambos objetos, ni mis ojos se cansan de ver, ni mis oídos de ver qué averiguan.
No oí rumor alguno, de catre, ni romántico. Para qué he de mentir. Sólo la apocalíptica guerra de mis pensamientos. Por fortuna, Dios está en todas partes. Llamad y se os abrirá, dice un libro que a mí me ha parecido extraordinariamente grande. Y dije: “Señor y dios mío, tú ves, perfectamente bien, que estoy llorando. Negártelo, sería ser avestruz, que dicen que mete la cabeza bajo el ala, y se siente invisible; pero, al mismo tiempo, también perfectamente bien, entiendes que no es por rebeldía”.
“Yo amaba a mi mujer; pero está bien. Que en mí se haga tu santa voluntad. Yo, estas lágrimas no las puedo impedir; son cosa de mis ojos, y mis ojos tú me los diste así. Ante ciertas cosas, lloran. Con el jugo de cebolla, con el humo de olote, con los catarros, con otras muchas cosas, lloran, y yo no lo sé impedir”.
“Espera un poco”.
“También es cierto que dentro de mi ser acaba de quebrarse algo; pero ello debe ser algo sin ninguna importancia. Si algo valiera, tú, antes que nadie, lo comprenderías, y no permitirías su quebranto. Acaso mi alma, acaso mi cuerpo, acaso todo yo, para ya nunca rehacerme. Y ya ves, yo no pregunto qué es mi cuerpo, qué es mi alma, qué es mi ser. Todo ello, sólo tú lo sabes, sólo tú puedes saberlo. En tanto, yo, después de observarme minuciosamente, he caído, primero en sospecha, y luego en comprobación de estar hecho a propósito y fin de no saberlo. Tampoco sé que sean canguro, ni avestruz, ni lloro, ni mujer, ni agua de inocencia que sublima, con su transluz, la gracia de los prados. Tú, a quien todo se ofrece transparente, a quien no es dada la opacidad ni la tiniebla; cuya vista no encuentra resistencia, y que ahí donde la mía es rechazada, haciéndome creer en las tinieblas, sigue, y en derredor no ves sino cristal y homogeneidad y concordancia; tú me ves, y como sabes lo que ves, te complaces tanto en mi risa como en mi llorar; cual yo mismo haría, si acertara a mirar las cosas sin mampara. Pero ya que aunque mis ojos se detienen, yo no digo: creo en las tinieblas, concédeme una gota, o la esperanza de una gota de aquella íntima paz que sueles darme, cuando en secreto me hablas desde el rostro recóndito y puro de las fuentes, o el eterno descanso. A trueque, yo te ofrezco esta cosa que se me ha hecho pedazos, que tú sabes que igual te la daría si la tuviese entera; pero, pues no la tengo, acepta lo que tengo, estos pedazos”.
Esto, no lo dije sin fuerza; pero siempre comprendido dentro de la debilidad que adolecía. Y lo dije inocentemente. En lo que sí, por encima de mis fuerzas, me sentía interesado era en averiguar quiénes fueron los autores del envío del pliego guinda, y también en llegar a determinar, a ciencia cierta, la inocencia o la culpabilidad de mi mujer.
En cuanto a lo primero, pensaba, si aquello era pensar, que lo eran algunos avestruces favorecidos del ministro; ahora perdidosos a causa de su desaparición, o algunos otros que desamaran, ya al canguro, ya a mi mujer, ya a mí, ya a todos tres, o a cualesquiera dos de entre los tres. Y en cuanto a lo segundo, por noches y por días no comí, ni bebí, ni dormí, ni desperté. Mi alma iba y venía, oscilaba igual que un péndulo muy hondo. Tan hondo, que tengo para mí que en su trayectoria, y con su dañosa punta, hería los negros valles al sin fondo —miniabismo— de aquel microcosmos en peligro que era yo.
Atada a su varilla, la lenteja de péndulo de mi alma allá volaba, como hasta el confín del valle por donde el sol del día del corazón habíase hundido. Luego volvía silbando, y a su silbo, se encogía, como el vientre de un aterrorizado, el suelo. Pasaba al fin, y allá tornaba, allá al confín en donde, el sol remiso, un nuevo día, al triste corazón no prometía.
Habría sido preciso que yo tuviera por vaso corporal la media órbita inferior de alguna estrella, para que mi ánima, sometida a tan ancho movimiento, no saliese de mi cuerpo. Así que entre temor y esperanza tan distantes entre ellos, mi cuerpo estaba ahí sin vida, ahí, tan sin vida, como muerto.
Vinieron y me vieron, y dijeron: —Buenas tardes, señor. Y tendieron la cama, y salieron.
Volvieron, y volvieron a verme, y dijeron: —Mira, se ha dormido. —Sst, cállate. —Ay tú, pero pues yo qué culpa tengo de que me rechinen los zapatos. Y de nuevo iban a salir; pero se detuvieron a añadir: —Pobrecito, vámosle echando una cobija encima. —¿Y de dónde la cogemos? —Aunque sea la de la cama. —¿No olerá a canguro? —No lo creo. Toda la mañana la tendí al sol. —Bueno, entonces, vamos echándosela. —¿Y cómo, mira, cómo vamos a poder echársela, si está de pie? —No le hace; préstala. Y me echaron la cobija, y la cobija se plegó sobre mí, adquiriendo forma de paracaídas que desciende y no se abre.
Buena falta me hacía un objeto de éstos. No estaba dormido, —bien diferente es estar desconectado y desposeído del gobierno de los miembros— no podía hablar; pero me fue dado oír. No podía mover los pies, ni abrir los párpados, ni resollar; pero pude sentir la montaña que cayó sobre mí.
¿No olería a canguro?
La oscilación de mi ánimo cesó. ¿Qué otra prueba quería? Cesó así como cesa de avanzar una flecha, al pegar en el blanco. Sino que se rajó la tabla, se inclinó la flecha. Cual ave había venido, cual ave entristecida dobló el pico; cual ave a quien la vida deja, empecé a hundirme, hundirme, hundirme; y mi paracaídas no se abría. Aquello era la muerte...
¿No olería a canguro?
Nicomaco, Nicomaco, ¿dónde está mi sombrero? Como decía Aristóteles.
Ya no llore, señor, me parte el alma. Mejor venda el canguro.
Ahora vamos en la región donde acaba la más colgada hebra de la cabellera del más hundido y débil de los astros.
Aquí la inteligencia ya no alumbra.
Aquello, a nuestros pies, es la ribera que recoge las olas que ya no han de volver.