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Efrén Hernández

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Cerrazón sobre Nicomaco

Capítulo 2

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Nadie menos que el propio y mismo Jefe Titular de la H. Dependencia del Ejecutivo, en donde yo, al igual que todos los demás de ahí, —acépteseme este rasgo de sinceridad— no trabajaba; dicho en otras palabras: el jefe del jefe, del que a su vez lo era de aquellas dos o tres docenas de sujetos, que no servíamos más que para hacer difícil, cuando no imposible, la recta administración de los derechos de los inermes y tristes ciudadanos de un país tan bello como sin esperanza; en telegrama de carácter tan EXTRAURGENTE, que logró zurcar en menos de dos meses toda la Oficialía de Partes, me mandó llamar a mí, Nicomaco Florcitas, oficial cuadragésimo adscrito a la Oficina de Vigilancia, Desempaque y Consolidación, a que ante él en persona, me presentase también personalmente. 

Una de las cosas más raras en el mundo: mi fe en mi mujer; y otra no menos rara: mi conciencia tranquila, diéronme fuerza para sobreponer al temor la esperanza, y penetrar sin amilanarme, antes un tanto engreído por la distinción, al imponente y misterioso despacho —a tantos inaccesible— de su excelencia, el señor ministro, que hablaba a diario con el señor Presidente, era dueño de todos los hoteles, y nunca se ponía traje de tela que pesara punto más ni menos de los no sé cuantos gramos que ha de pesar, por metro, el casimir, si quiere, sinceramente, llegar a ser reconocido como del de la más excelente calidad. 

Con el sombrero en alguna de las perchas de la oficina de mi adscripción, los ojos bajos, el oído enhiesto, afilado y sin párpados, los zapatos ya más en el otro barrio que todavía en éste, los codos entreabiertos; mas sin hablar, ni por ellos, ni por ninguna parte; en cuanto fui llamado, desplegué el telegrama de que se ha hecho mención, y aguardé. 

El Excelentísimo Señor, volvió hacia mí sus ojos, dio orden de despejar la sala, que no quedara nadie, descolgó las cortinas, desplegó un volumen impresionantemente grueso, amarillento y grande; se sentó ante éste en el sillón de honor de su escritorio, y entrecerró los ojos hundido en pensamientos. Luego ensartó con su mirada el techo, y como si hablara en nombre de las vigas, empezó a decir que sí con movimientos de cabeza. Finalmente, en un tiempo en que yo ya hasta empezaba a divertirme y a contar las bolitas de una de las filas de bolitas que marchaban al sesgo en su corbata, despegó los labios: —¿Seguirían aceptando, las vigas, su mirada? 

“Va usted —murmuró— a llevar a toda prisa, y dentro del mayor secreto, este paquete, a cuatro personas cuyo nombre y dirección no me es dado revelar. 

Póngase en acto desde luego. 

Y no haga más preguntas. 

Puede usted retirarse”. 

Y el telegrama en que se me reclamaba, decía: “Recomendaciones su discreción y eficacia, persuadídonos han confiarle patriótica, vital, importantísima misión. Caso éxito, será recompensado con profundidad. Ante nos preséntese, rayo”. 

¡Jijo! Recomendaciones, discreción, paquete, profundidad, misterio, rayo... 

¡Pies, para cuándo son! Ya nos despediríamos otro día en que se contara con mayor espacio. Derechito corrí, derechito, derechito, como dardo automático, hacia el bendito blanco de aquella dirección nunca indicada.

Aquella, madre mía, aquella y no otra era mi ocasión. Mal año para la caída de Troya, para los malos pasos del príncipe Ricardo, para la rendición de Madame Pompadour, y hasta para las tres caídas de la semana santa. 

Tan sin zumba venía, tan sin zumba, que sólo hasta cuando ya era harto extemporáneo, vine a acordarme de que se me había olvidado bajar las escaleras de la secretaría. Menos mal que cuando caí en la cuenta y volví en mí, ya había acabado de atravesar la calle, y no descendí sobre el asfalto entre los vehículos del tráfico, sino en plena Alameda, sobre el césped de un prado, que, por dicha, no había sido rasurado en más de un mes. 

Caí sobre mis pies, y aunque toditito me doblé, logré rehacerme y continuar la marcha. 

Y no fue maravilla; que no era aquella la primera vez que el caso sucedía en el mundo. La primera, aunque de menor altura, me sucedió también a mí. 

Dios, que sabe si es invención mía, castígueme si miento; y si una sola de estas benditísimas palabras que aquí trazo no se apegare estrictamente a la verdad, condéneme a pasar toda una desvelada, cada noche, esperando el tren en la estación más triste y más desamparada del país. 

Empezaba ya a moverse el tren; y el amigo del alma, que partía, no llegaba a poner cumplido término a los asuntos que él quería que realizase yo durante su inminente y cuasi definitiva ausencia. 

A fin de que no se me escapara algún detalle, a lo largo del andén yo me movía tras sus palabras, procurando acomodarme a la celeridad creciente del convoy. 

Ya, no obstante haber llegado al rendimiento máximo de mis entonces juveniles piernas, la ventanilla desde la cual se me hablaba iba ganándome ventaja. 

—Y, por favor, no se te olvide visitar en mi nombre a la japonesita... 

Y entonces, exactamente entonces, fue cuando me sentí en el aire, por un espacio, a lo más, cuatro veces menor que aquel en que canta un gallo. 

¡Oh Dios!, y cómo, cuando todo pasó, quedé lleno de pasmo. La oscuridad, la carrera, el repentino acabarse del andén, el brevísimo plazo inaplazable con que contara para volver, desde mi inadvertencia, hasta el acoplamiento de mi situación real con mis pensamientos; y todo lo demás, y había conseguido seguir corriendo, y no era pájaro. 

Gracias, paradójicamente, al vuelo mismo, me libré. Lo que es, si hubiera venido un punto menos veloz, de aquella no me escapo. 

Así ahora, sino que el paquete no se hallaba en mi caso; él era importante, no estaba hecho a percances de poco más o menos, sufría la peripecia por primera vez, le faltaba experiencia y venía confiando en mí. Así es que, inocente, se escurrió de mis manos, y dando tumbos, volteretas, topes, se deshizo y dio a luz un pliego guinda, un cuarto de litro, un trío de dobledecímetros, diez gramos de violetas y un estruendoso dueto de guantes escarlata. 

Desde que me noté sin carga, no quedó en mi cuerpo una sola gota de sangre que no bajara a mis pies. Intensamente pálido, desvencijado y triste, rayé el césped, conseguí detenerme, y, con desgarradora reversión volví por los objetos caídos. 

¡Ay negra, negra suerte! Qué esquiliano espectáculo recogieron mis ojos; tal como si el campeón de los aparadoristas los hubiera dispuesto, así quedaron. Hubierais visto el pliego guinda, desplegado, aletear airoso sobre un macizo de amapolas amarillas; el medio litro de lámina cromada, con su asa naranja, de pie sobre el único remiendo negro de un pavimento de mosaicos marfilinos, y en medio de los tres dobledecímetros en posición de flechas encargadas de encaminar los ojos hacia él, y un mano a mano de guantes escarlata, con violetas, brillando como brasas sobre las que soplara un fuelle, encima de, precisamente, el césped más tupido y verde que se podía encontrar en cien metros a la redonda. Llamaron la atención en forma tal, que todos los merolicos del contorno se quedaron hablando solos, según fue la competencia de que fueron víctimas, de parte de aquella inopinada exposición de los objetos que se me había encargado conducir en secreto a su destino. 

Mi primer impulso fue echar a correr. Esto hacen otros. El ladrón que se siente descubierto, el amante denunciado al marido, el chofer que atropella a un transeúnte, el espía, el incendiario, el traidor, pasada su torpeza, se apresuran a huir. Pero yo, Nicomaco, que soy dueño de dos sustentos: mi fe en mi mujer, y mi conciencia, en lo hondo tranquila, oí ahí que Nicomaco decía, entre sí, a Nicomaco: “Serénate, mi viejo. ¿Qué va a pensar tu mujer? ¿Ella es de las que corren, de las que se ocultan? ¿Acaso, cuando quema con la plancha una de tus camisas, la encuentras debajo de la cama? ¿Y, si se le sala el guisado, detrás de la cortina, en el último cuarto, en la intrincada selva, adentro del ropero? ¡Junta, junta esas cosas!” 

Concedí. Por cierto que me costó harto trabajo; no podía hacer caber los objetos, no acertaba a rehacer los dobleces, no alcanzaba el mecate. 

Al fin, por mi dicha, una buena mujer que, al ir al mercado, me había visto en mi apuro, y al volver todavía me encontró afanado en lo mismo, me ofreció una de las dos bolsas en que traía su mandado, diciendo: “No le obsequio la otra, porque, pues, vine sin delantal, y es un recuerdo de familia. ¿Le gustan las zanahorias? Crudas, y con azúcar, son de lo más delicioso. Adiós. No me olvide en sus rezos”. 

Callaban las campanas. En lo alto se habían ido acumulando gruesas nubes. Naves de acero de la mar de los aires, ellas disparaban contra ellas fulminantes relámpagos, y la ciudad fue repentino blanco de los cientos y cientos de sus ametralladoras de balas de cristal. 

Su Excelencia, el señor Ministro, me esperaba. Desencajado, verde, humeando cabellos, me arrebató la bolsa. 

—¡Maldita nuestra estrella! ¿Sabe usted lo que ha hecho? Y ustedes —tronó, dirigiéndose a dieciocho sujetos que, atados, y hechos montón como de palos o costales se veían en un ángulo, sobre una alfombra persa— ustedes, que me lo recomendaron, ustedes, a este porfirista, antirrevolucionario, analfabeta, antípoda, retrógrado. ¡Maldita nuestra estrella! Al gabinete con él. 

Dos policías me arrastraron a una puertecita tan angosta, que parecía mi ánimo. 

Heme ahí, en el water, water closet, claustro de aguas, el cual, una vez cerrado, no tenía otra salida que por donde se iba el agua. 

Resignado, me senté en la cabecera de la tina, con los pies para adentro. 

La llave goteaba: tastás, tastás, tastás. En el borde de su boca, de un lado, se formaba una gota. Esta engordaba con lentitud. Antes que llegara a tener el peso necesario para desprenderse, otra, que se formaba del otro lado, engrosaba de prisa, corría bajo el borde, se incorporaba a la primera, a tiempo en que ésta había ya madurado, y, tastás, casi al mismo tiempo caían las dos; de manera que no se oía, tas, tas, tas; sino tastás, tastás, tastás. Descendían con el rápido movimiento de un pico de gallo, que comiera, uno tras otro, dos granos muy próximos entre sí, luego otros dos, ahí mismo, y luego otros, y otros, indefinidamente. 

Yo veía lo que digo: pero, como la llave me quedaba entre las piernas, otro habría pensado que yo estaba terminando algo que había hecho por necesidad; o bien, que todavía estaba haciéndolo; pero que era estreñido de ahí. Con objeto de quitarle la idea abrí la llave hasta obtener un chorrito. Finalmente, para acabar de darle en la cabeza por completo, abrí la llave a todo lo que daba, y gocé una satisfacción tan grande, que así quise quedar hasta que acabó la tarde y todo se puso oscuro. 

Esta satisfacción me duró poco; había sido tan viva, tan viva, que en un decir Jesús se consumió a sí misma, dando lugar a un extraordinario desconsuelo, muy semejante al hambre, al sueño, al frío, al fracaso y al miedo, todos juntos. 

Mis ojos empezaron a mojarse, a hacer tastás como la llave. A poco, en cualquier momento, alguien torció algo, dentro de mí, enteramente, y me deshice en llanto, y he aquí como, sin quererlo, salí de ahí por la única salida ahí posible, que, como llevo dicho, era por donde se iba el agua, y fui a surgir, hecho una sopa, al mismo tiempo que la luna, en pleno campo. 

Mal acababa de dejar el río, oí mi nombre: Nicomaco, Nicomaco. 

—Quihúbole, qué hay, me puse a responder, en ese idioma de gárgaras que ensayan las garrafas mientras las están vaciando. 

—Ajá, con qué usted sí es; pues eso es todo lo que deseábamos averiguar. Acompáñenos. 

A empellones me metieron en un coche, y con gran celeridad me condujeron de nuevo ante el ministro. 

De los dieciocho amarrados, ya no había más que tres. 

A mi llegada, arrastrando la alfombra, los trasladaron hasta el hundido fondo de la sala, y allá los cubrieron con papel y tapetes. Ipso facto, los ejecutores, sin duda en obediencia a indicaciones previas, nos volvieron la espalda, y permanecieron con la nariz pegada a la pared. 

—En rigor, sentenció el ministro, usted debería ser fusilado. Sujetos como usted, escapan rara vez del paredón. Por fortuna, el destino me ha puesto en su camino. Firme aquí, que me vende doscientos cincuenta mil pesos de caballos... y todos tan amigos. 

—Señor, yo no tengo caballos. 

—No le hace, firme; sólo se trata de igualar una insignificante cuentecilla. Ande, firme. A usted le tocan ciento veinticinco pesos. 

—Señor ministro, lo malo es que ayer mismo, en una recepción, a todos los presentes les anduve contando, a todos, que en mi vida he tenido ni pizca de caballos. 

—Un momento, escúcheme; si firma, yo respondo del resto, todo se lo perdonamos, lo hacemos jefe de oficina, y le abonamos, por ahí, un regalillo de cuarenta mil. 

—Señor, con su perdón, lo han engañado, yo no tengo caballos, no los tengo. 

—O no me entiende, o no quiere entenderme. Escuche: 

Promesas, amenazas, argumentos, súplicas, lisonjas, todo lo supe oír; pero cuando, al fin, agotados sus recursos, fatigado, y ya sólo por desahogo personal, me apostrofó de burro, no lo pude sufrir. “Ah, conque ya vamos así, ya burro y todo” —me dije— “Sal Nicomaco, sal; muestra quién eres. Ya el gran señor habló, ahora va el pequeño”: 

—Lo sé, señor; soy burro, más que burro; pero no adrede, créamelo, excelencia. Nada menos ahora, siento lo mucho que pueden llegar a pesar unas orejas. Oh, y quién pudiera trocarme éstas, por unas chiquititas, chiquititas, donde no pudiera caber una palabra. Una cosa es que uno, por exceso de inocencia, se entusiasme en exceso, se atolondre y dé lugar a que se le escape algún paquete, y otra muy diversa, que se sea porfirista. Y también es diverso ser bonachón que merecer la horca. Lo que sí me parece verdadero es que en este mundo, ser limpio y ciudadano es tanto como ser miserable y desdichado. Ahora ya supe cómo se puede llegar a jefe de oficina; mas no me dé Dios vida para llegar a saber cómo se llega a jefe de departamento. 

—Lo cierto —dijo, como muy cansado, el excelentísimo señor— es que yo cada día me enredo más, me enredo más y más. Haz cuenta… pero, antes, perdona la confianza, hay cosas que no pueden decirse más que hablando de tú a tú. Haz cuenta que deseas posesionarte de un castillo, que tú sabes que para entrar en él, precisa atravesar un pasadizo laberíntico, lleno de telarañas. Tú te dices: Y bien, qué con las telarañas. Prisiones para moscas. Un hombre muy bien puede burlar cualquier cantidad de telarañas. Entras, al principio, sólo un poco de incomodidad; sin embargo, llega un momento en que sientes que te ahogas. Así estoy yo ahora; aherrojado, materialmente aherrojado en telarañas. Tú eres joven todavía. Tu apariencia no indica tu temple. La razón es tuya. Tarde he venido a comprobar que, sin razón, no hay fuerza. No hagas como yo, si no quieres acabar como yo, o ir más delante y acabar peor que yo. 

Casi simultáneos, tronaron, el pestillo automático de la puerta por donde salí, y el disparo con que el excelentísimo señor ministro puso fin a su existencia. Por cierto, a aquel suceso, todo el mundo político hizo como que se espantaba y padecía; pero, a los ocho días uno solo no se volvió a acordar de él. 

En la calle, ni un alma. Imaginaciones sí; que a todas partes lleva uno lo que trae adentro. La del señor ministro, recién arrojada de un mal cuerpo, se entraba en mi cabeza, hasta mis cejas. Como un sombrero bajo y apretado, se extendía ante mis ojos, como el ala, demasiado colgada, de un sombrero negro. 

“Levanta el vuelo, oh alma atormentada, ¿o es que pesas más que el aire y no puedes subir?” —dije, más por conmiseración que por incomodidad. 

Por lo demás, ni un alma. Puertas cerradas, sí; cortinas de hierro descolgadas, candados y cerrojos; detalles de paredes, mis propios pasos. 

Una esquina, otra esquina. 

“Ya son las cuatro” —dijo uno, de dos que venían en dirección contraria a la mía—. “Ya las cuatro” —dijo con un suspiro el otro—. “Ya las cuatro”. —“Pues es verdad. Y está por acabar el mes de agosto. Si parece un sueño”.— “Un sueño, sí, un sueño. Se diría, que hace un momento, todavía éramos niños”. 

Y pasaron. 

Ahora, un coche, uno solo, daba vuelta, más de dos o tres cuadras más delante. Me enteré de la existencia de las luces de los focos, cuando se extinguieron. 

Ah, y el cielo. Nunca lo había observado así. Siempre me habían parecido sus estrellas, como pegadas en un plano. En aquella ocasión, numerosísimas, se apiñaban como nunca, en verdaderas piñas, colgaban a manera de candiles de cuentas, o racimos, flotaban sumergidas en espacio, no estaban pegadas en un plano. 

Amaneció. 

Yo tomé asiento, no sé, en algún asiento que me deparó el acaso. 

Y, más o menos a la hora en que mi mujer debía volver del mercado, tender las camas, preparar la sopa, o cosa semejante, el mentado Nicomaco, en vez de hallarse en la oficina procurando el pan de cada día, contemplaba —Oh, y quien pensaba, ni en el día de mañana o los políticos suicidas— ciertos aros que se hacían en una extensa fuente, cada vez que el agua, abriéndose paso a través del surtidor cerrado, desbordada el más amplio y bajo de los platos, y caía una gota.

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