Ficción harto doliente
México, 1946
Se querría en ocasiones de exacerbada angustia, cabalmente en tanto no se logra desahogo de llanto, mandarlo lejos todo; a la tiznada todo, todo lo que se aprieta adentro, o expresarlo.
(Sino que nadie lo hizo, hace ni hará, hasta quedar realmente satisfecho).
De aquí, el cantar en grande, de los grandes; de allá, el anhelo de huir, de dormir, de morir, de los pequeños.
Pongamos como ejemplo, a éste, este infeliz a quien un duro viento tornátil sacudió; y aun no llega a bien volver en sí, de sus desmayos, y ya, desde su semiatarantamiento, empieza a contemplar atónito las torturas que acaba de pasar, y se tiene a sí mismo, más por tercera persona, que por sujeto activo de su propia tragedia; pues, en su fuero íntimo, no se creyó nunca tan fuerte, tan doblado, ni, digámoslo sin misericordia, lo suficientemente duro para soportar tanto.
Pongamos como ejemplo a éste. Muy bien, pongámoslo. ¿Conseguiría él, acaso, dar a probar las hieles, cuantificar la sangre, hacer vivir a otros el cruento temporal de su tragedia en toda su magnitud?
No puedo decir que me hallo en mi entero juicio, en el goce de todas mis facultades. Sobre mucho, erraría. No así, en lo que vengo asentando. Al respecto, más bien sé lo que digo, que el judío sus cuentas, y la mujer sus hijos.
¿Dudáis? Allá vosotros.
Mi nombre es Nicomaco; mi apellido, Florcitas. Nací a la media noche, en mitad del invierno; cuando callada, a obscuras, con gran desolación reina la blanca nieve.
Sentía un vago espanto, ardor en la tierna epidermis nueva, no hecha todavía a las sales de este mundo; dolor de herida y de anudamiento en el cordón umbilical; infrapresentimientos, sueño y frío.
Dicen que sonreía con perfecta inocencia, que a pesar de que lloraba y no tenía dientes, hacía semblante de que como que sonreía.
No paré en lo que digo; por sonrisueño, me encontraron un nombre: Estrellitas, Nicomaco Estrellitas.
Y sí, muy cierto: de continuo me creí y sentí subido en las estrellas. Mas, de pronto, en un momento, sin saberlo, esperarlo ni temerlo, con golpe dado a hurto y como por detrás, fui arrojado hacia abajo.
Todo ha pasado ya, por gracia. Ya me asombré, dudé, creí, me agité, naufragué en la sinrazón, perdí el sentido, y desperté a intervalos; cada vez más lejano, lavado, desprendido de aquello, que, con serme tan extraño, estuvo tan en mí y se apodero de mí en forma tan horrenda.
Actualmente puede ser la hora aquella en que, fortalecidos por el reposo y desoxidados y blandos a la renovación de sus jugos —bien así como el ojo que ha plegado el párpado y logrado llorar— los miembros corporales, y las cargas del alma, no se sienten; pero también puede ser aquella otra, en que un dulce cansancio se levanta, tenue e ingrávido, en nosotros, a la manera de la luz, aunque muy triste y lánguida, sin verdaderas penas, de la luna, mientras nace rodeada de estrellas, por un instante todavía invisibles.
Es de ser recordado —por eso lo traigo a cuento— el hecho de que no siempre confundimos, tomando uno por otro, el medio abrir de la mañana, y el entrecerrar de la noche.
Qué estado crepuscular; si no me ayudaran ciertas reminiscencias, no sabría si vengo del desconsuelo y voy hacia el descanso, o si desde la paz camino al desconsuelo. Estoy en el medio, no de un día o noche, de un crepúsculo.
De mí; pues pasé lo que pasé, y tengo noticias mías, sé que renazco, y que si en días he sido, o no, hombre mortal, ahora cosa alguna bastará a deshacerme, cosa alguna conseguirá arrancarme, como a un suspiro, pez o perla, del mar de la existencia; pero, de la luz del mundo, no sé si viene o va.
Es que duermo y despierto sin ley, que aparezco y me pierdo, sin relación con el volver del mundo ni con la circulación de las estrellas.
Me halláis convaleciente. Esta vez empecé a abrir los ojos, hace —dentro de este ambiente sin tiempo que es como un marzo sin aire, océano sin ondas, vena sin pulso, u órbita donde no se conoce el parpadeo— un momento tan largo, como los dos brazos de una estatua, entreabiertos.
Ahí hay árboles, lienzo azul, gasa indecisa en trocarse, si en objetos blancos o de tintas muy pálidas en la imaginación, en recuerdos muy débiles, o en nubes; y un estanque entre trébol y pasto y otras yerbas pequeñas.
No muy distantes de mí, a ambos lados, cuando no me engañe, deben permanecer otros convalecientes —tal es el destino que se da a este lugar— y enfermeras, e insectos, y más, de que no cuido. Lo único que enciende mi atención es el estanque.
¡Oh, el agua humilde, útil, preciosa y casta! Jamás, mientras la veo, ceso de tararear, in mente, el ánima a que deben su origen y sustento estas palabras con que nos la hace comprender, en su Cántico al Sol, el pobrecito. En quietud, me suspende; de que corre o se estremece en quiebres pequeñitos, me amariposa y llena de vivacidad; su hondura me desmaya, su olor mitiga mi sed, casi tanto como la enlunada muerte; pero la innumerable gama y muchedumbre de formas con que canta me endereza y trueca, no sé si en caña al viento, o batuta abismada, silvestre y sideral.
Y no me hagáis el feo. Yo no sabría evitarlo; de nacimiento estoy a medias cuerdo. Soy el medio loco que nació para acabar de enloquecer al ver, oír u oler el agua.
He aquí, soy el varón del agua; aquel cuyo destino, si ya no es que haya comprendido mal a Dios, es llegar a ajustar en el dócil cristal cambiante de su versátil mano movediza, mi sortija.
Dentro del agua se halla todo lo que no está en ella, como en la inteligencia. Aunque no se le mire, ahí está, como en la inteligencia. Como en la inteligencia, si se bucea en el agua, se va encontrando más y más, indefinidamente.
Fuera del agua, deseo suponerlo, hay varias piedras, un abedul, ganados; acaso unas colinas, el monte, el cielo, el sol...
Desde tal o cual punto, puede no verse más que una porción del abedul, y una garra, del manto del cielo, suelta.
Pues, si se busca la forma, se acabará por encontrar el abedul entero, las piedras, las colinas, lo restante del manto sin orillas, el monte, los rebaños, todo, en suma, todo cuanto existe, menos la propia agua, como la inteligencia, que no acierta a mirarse en su substancia.
Toda mi vida he sido así, toda mi vida. Ved al bobo del agua. En mis mejores horas, suyo he sido con todas mis potencias. No obstante el negro tren que forman mis larguísimos pecados, dentro de mí hay algo totalmente inocente, que no tiene la culpa... Ello se me revela cuando contemplo el agua. El agua acude a mí, no tengo sed, mi inteligencia luce, es como el agua; entonces no se me atraviesan las pasiones.
Yo sé que la sequía mantiene los desiertos, en el mundo; en el cuerpo, la sed, y en el alma, el pecado. En tanto, junto al agua se congrega el verdor, rondan los animales y florecen los pueblos.
Por el agua la flor, y la sensible estrella que se condensa a pares, y es la forma más viva de decir: —¡Oh ciencia de la ciencia!— Detrás está la mente. Moveos, piedras, compadeceos, impíos, enriqueceos, sedientos.
Dicen que el Paraíso bajo era mucha agua. Que aguas corrientes, múltiples, corrían entre otras muchas ondeantes, y no menor acopio de otras adormidas. Que ahí, un millar de cielos recostados, tendidos, a la mano, bordeados de flores, como nunca el de arriba.
En partes a la luz, en partes a la sombra, cuántos espejos de agua contestaban a coro cada árbol, cada hoja, cada fruto, y cada estrella y luna y sol. Y Dios mismo, ahí se complacía infinitamente, y le hacía mucha gracia mirar, que en cuanto entraba, corría la misma suerte que aquel trozo de vidrio que llegase a caer en el vidriero de un caleidoscopio.
Un insecto me ha dicho sin rodeos: francamente, perseguimos las lámparas, caemos en su llama porque las confundimos con los vidrios quebrados que estrellean en el agua.
Y aquella a quien sucesivamente fui llamando: mi aspiración, mi amor, mi bien, mi compañera mantuvo siempre, en vida, tal institución ácuea en sus ojos.
Sus ojos fueron como inmortales valles inundados de un agua que trasparecía y se mostraba como eterna.
Mas hay que imaginarlo bien, sus efímeros ojos fueron como perennes prados tempraneros, anegados, como ondeantes valles bajo un vidrio simplísimo, cual todo un paraíso visto más allá de una cortina de agua desplegada.
Y ahí, con polarización muy alta se reflejaba todo, para siempre, creí yo; para siempre, tal creí.
A qué entrar en pormenores de: la vi y no supe más que de sus ojos. La vi y descubrí el salto que iba —como del cristal plano al esférico— del agua tendida de los charcos, a las redondas aguas biseladas y en alto, de sus ojos. La vi, y el mundo retornó a la nada. La vi, y para mí, no existió ya nada aparte de sus ojos. La vi, y el sol, la luna y las demás estrellas desaparecieron. Y mi único sol fue el de sus ojos. Y en torno de sus ojos, a partir del punto en que ellos acababan, todo era tinieblas.
Y como ocurre, por un espacio, a aquel que ve el sol de frente, aunque luego se fueron, seguí viéndolos; pues, a filo y fuego, quedaron para siempre en las telas de mi alma troquelados.
A qué, decía, entrar en pormenores de esto, ni de lo que fue en seguida siendo. Ya todo el mundo sabe cómo marchan y a qué conducen estas cosas, cuando marchan.
Soplemos, pues, como hace el tiempo sobre nuestras vidas, soplemos sobre el canto del cuaderno que se hace de estas hojas. Vayan pasando hojas no leídas; no leídas ni escritas, vayan pasando hojas.