CANTO SEGUNDO
I
Los vientos se levantan sobre la mar de Hele, como en esa noche tempestuosa en que el amor, que le había arrojado al abismo, se olvidó de salvar al joven, al bello, al valiente Leandro, única esperanza de la virgen de Sestos. ¡Oh!, cuando en el lejano horizonte vio brillar el faro de la torrecilla, en vano la creciente brisa, la onda que se estrellaba espumante y los gritos de las aves marinas le indicaban que permaneciese en tierra; en vano las nubes sobre su cabeza y las olas bajo sus pies le aconsejaban, por medio de sus señales y su lenguaje, que no desafiase el peligro. El no quiso ver ni oír estas amenazas; su mirada no se fijaba más que en la antorcha del amor, la sola estrella que le sonreía en el cielo; sus oídos no percibían sino aquel canto de la bella sacerdotisa:
"¡Oh crueles olas!, ¿separaréis siempre a dos amantes?"
Esta poética narración es muy vieja; pero el amor puede comunicar todavía bastante aliento a los corazones jóvenes, para demostrar que es verdadero.
II
Los vientos se levantan y las olas de la mar de Hele se agitan irritadas sobre la superficie del insondable abismo. Las sombras de la noche velan ese campo de batalla, donde tanta sangre ha sido derramada inútilmente, ese desierto que hoy reemplaza al imperio del viejo Príamo; esos sepulcros, únicos restos de tanta grandeza; los únicos, si se exceptúan los ensueños inmortales que deleitaban al anciano ciego de la escarpada Scoi.
III
Si yo pudiese, ¡oh antiguo poeta! (porque esos sitios los he visitado yo, mis pies han hollado esas sagradas riberas, y mis brazos han hendido esas ondas tumultuosas), si yo pudiese soñar aquí y llorar contigo, reconocer todavía ese teatro de antiguos combates, creer que cada montecillo verde encierra las cenizas de un verdadero héroe y que alrededor de esta escena de maravillas irrefragables ruge el Helesponto inmenso, como tú lo viste otras veces. ¡Si yo pudiese conservar largo tiempo estas creencias! Mas... ¿quién al contemplar ese espectáculo puede dudar de ti?
IV
La noche ha descendido sobre las olas de la mar de Hele, y la Luna no se ha levantado todavía en las cumbres del Ida, esa Luna que ha alumbrado a los héroes del gran poema; ningún guerrero dirige ya acusaciones a los apacibles y brillantes rayos del astro, pero los pastores, reconocidos, le bendicen siempre.
Los rebaños pacen sobre el túmulo del héroe que cayó herido por la flecha del pastor dardanio. Esa pirámide imponente, levantada por los pueblos, coronada por los monarcas, y en torno de la cual el pretendido hijo de Júpiter Ammon hizo rodar su carro, no es ahora otra cosa que un montecillo insignificante aislado y sin nombre. ¡Ah! ¡En lo interior, tu habitación es tan reducida! En lo exterior, sólo los extranjeros pueden articular tu nombre. El polvo dura más tiempo que la piedra esculpida de los sepulcros; pero en ti... hasta ese mismo polvo ha desaparecido.
V
Tarde ya, muy avanzada la noche, Diana regocijará la vista del pastor y disipará los temores del marino; hasta aquel momento ningún faro colocado sobre la escarpada orilla puede servir de guía al buque que llegue a perder su rumbo. Los resplandores esparcidos en varias partes de la bahía se han ido extinguiendo unos después de otros. A esta hora solitaria, la única claridad que se divisa sale de la torre de Zuleika. En esa morada desierta se ve brillar todavía la luz de una lámpara: sobre la otomana de seda relucen las olorosas cuentas del rosario de ámbar que han desgranado los hermosos dedos de la joven; junto a ésta, muy cerca de ella (¿cómo podría olvidar nunca una joya semejante?) está el santo amuleto, el precioso talismán de su madre incrustado de radiantes esmeraldas, y sobre el cual se hallan grabados los versículos del Corán, que saben dulcificar las angustias en esta vida y conquistar la felicidad en la otra. Al lado del rosario turco ha y un Corán con letras magníficamente iluminadas, y varios poemas que los amanuenses persas han copiado en brillantes caracteres; sobre estos rollos se ve colocado el laúd, pocas veces mudo como hoy. En fin, en torno de la lámpara de oro cincelado, aromáticas flores abren sus pétalos en bellos jarrones de China. Las ricas telas de Irán, los perfumes de Shiraz, todo lo que puede encantar la vista o los sentidos, aparece reunido en este suntuoso retiro; y, sin embargo, reina allí cierta atmósfera de tristeza. La Peri, el alma de esta enantada celda, ¿por qué se encuentra ausente en una noche tan cruda?
VI
Envuelta en un negro manto, como el que usan los más nobles musulmanes, a fin de preservar de la fresca brisa un pecho tan querido para Selim como la luz del cielo, Zuleika atraviesa con tímido paso los bosquecillos de los jardines; como una inocente paloma se estremece cada vez que el viento deja oír sus sordos gemidos en los parajes desprovistos de árboles. Por fin, al llegar a un terreno más llano, su seno agitado vuelve a latir más dulcemente. La virgen camina detrás de su silencioso guía, y aunque a consultar el terror que la domina, se volvería a la torre gustosa, todo lo arrostra por no abandonar a Selim; y ni siquiera se atreve a articular la más leve queja.
VII
Llegan al cabo a una gruta cortada por la misma naturaleza y perfeccionada por la mano del hombre. En esta gruta era donde Zuleika gustaba de hacer resonar su laúd o meditar sobre los preceptos del Corán. Con frecuencia se había preguntado la hermosa niña, en medio de sus juveniles fantasías, lo que vendría a ser el paraíso.
— Una vez que el Profeta no se ha dignado revelar dónde debe ir el alma de la mujer al abandonar el cuerpo, y siendo fácil de presumir cuál deba ser la mansión futura de Selim, ¿cómo podría éste soportar su permanencia en otro mundo, por deliciosa que fuese, sin aquella a quien tanto había amado en éste? ¿Qué otro ser tan tierno podría reemplazarla? ¿Sería acaso posible que una hurí llegase a prodigarle tan dulces cuidados? ¡Oh, no! Ni pensarlo siquiera.
VIII
Hacía algún tiempo que Zuleika no visitaba esta gruta, y le pareció hallarla algo transformada: ¿sería acaso efecto de la noche que alteraba la forma de los objetos? Porque, realmente, la lámpara de cobre que alumbraba esparcía sólo una claridad dudosa. Sus miradas percibieron en un rincón haces de armas amontonadas, pero no armas parecidas a las que el Delhi, ceñida la frente con un turbante, empuña en la batalla...; eran sables, espadas, cuyas hojas y cuyas empuñaduras tenían formas extrañas...y una de aquellas hojas estaba teñida en sangre... ¡Algún crimen, sin duda! ¿La sangre vertida por una espada no supone un crimen? Se veía además sobre la mesa una copa que no parecía a propósito seguramente para contener el ligero sorbete. ¡Qué significaba todo esto? La joven se vuelve para interrogar a Selim: "¡Oh, Alá! ¿Es él por ventura?"
IX
Su brillante traje había desaparecido; su frente no estaba ya coronada por un alto turbante: en lugar de éste, un "schal" encarnado, ligeramente torcido, le cubría las sienes. Aquel puñal, cuya guarnición se hallaba adornada con una perla, que hubiera figurado dignamente en una diadema, ya no brillaba en su cintura, guarnecida ahora de muchas pistolas unidas estrechamente unas a otras. Un sable colgaba de su tahalí, y de sus espaldas bajaba con cierta negligencia la capa blanca, esa ligera capa con que se cubren los candiotas en sus excursiones errantes. Por debajo, un coselete, cubierto de láminas de oro, encerraba su pecho como una coraza; sus piernas estaban revestidas con una especie de grebas de escamas de plata, sujetas bajo las rodillas con broches del mismo metal. Si la energía del mando no se revelase en sus ojos, en su voz, en sus gestos, una mirada poco minuciosa sólo hubiera reconocido en él a algún joven marino griego.
X
Te he dicho, Zuleika, que no era lo que parecía ser; hoy te convencerás de esa verdad. Tengo que referirte sucesos que nunca habrías podido imaginarte. Si en el fondo de cuanto te diga, que es la pura verdad, hay algo de terrible, no faltará quien reciba por ello el justo castigo. En vano sería que intentase ocultarte mi historia por más tiempo. No quiero verte esposa de Osmán. Si, no obstante, sus propios labios no me hubiesen h e c h o conocer el lugar que ocupo en tu tierno corazón, no podría, no querría revelarte aún los terribles secretos del mío. Hoy no te hablaré de mi amor; dejo al tiempo, a los hechos, a los peligros, el modo de probártelo. Pero una cosa debo decirte antes de nada: ¡Zuleika, no te cases con otro! ¡¡Yo no soy tu hermano!!.
XI
¡No eres mi hermano! ¡Ah! ¡Retracta esas palabras, Selim! ¡Es decir, que quedaré sola en la tierra para llorar, no diré para maldecir...; para llorar el día que fuese testigo de mi nacimiento solitario! ¡Oh! ¡Ahora ya no me amarás como antes! Por algo sentía desfallecer mi corazón...; preveía esta desgracia! ¡Pero yo no puedo creerlo...; tú siempre verás en mí a tu hermana..., tu amiga..., tu Zuleika! ¿Podría suceder otra cosa? Porque, ¿me conducirías a este sitio para matarme acaso? ¿Tienes alguna venganza que tomar de mí? ¡Ahí tienes mi pecho, hiere! ¡Prefiero cien veces contarme en el número de los que han dejado de existir, a vivir en este mundo sin ser nada para ti, o merecer tu odio! ¡Ahora comprendo la causa que tenía mi padre para mostrarse constantemente tu enemigo!... Y yo, yo , ¡ay de mí!, soy la hija de ese Giaffir por quien has sido despreciado, humillado. ¡Selim, Selim, si no soy tu hermana y te dignas respetar mi vida..., permíteme ser tu esclava!
XII
¡Tú mi esclava, Zuleika! Yo soy y seré siempre tuyo !Pero, amor mío, calma ese transporte; tu suerte está ligada a la mía eternamente: te lo juro por la tumba de nuestro Profeta, y ojalá que este juramento pueda servir de bálsamo a tus penas. ¡Y así como sostendré este solemne voto, permita Alá que los versículos del Corán grabados sobre mi sable dirijan su hoja de modo que nos preserve a ambos en los peligros! Ese nombre tan querido para ti, en el cual tu corazón cifra su orgullo, debe desaparecer o cambiar desde luego; pero es preciso que te advierta, ¡oh mi Zuleika!, que los lazos de parentesco no quedan rotos absolutamente entre nosotros, por más que tu padre sea mi más mortal enemigo. Mi padre era para Giaffir lo que Selim parecía ser para ti hasta este momento. Ese hermano consumó el asesinato de su hermano, y respetando mi tierna edad me meció con pérfidas ilusiones, que justas represalias deben castigar. Fui criado, educado, al lado suyo, no con ternura, sino del mismo modo que Caín hubiera hecho con su sobrino; me vigiló como se puede vigilar a un leoncillo que roe su cadena para romperla algún día. La inocente sangre de mi padre hierve en cada una de mis venas...; pero, por el amor que te profeso, se debilitan mis ideas de venganza... ¡0h! Yo no puedo permanecer aquí. Escucha, querida Zuleika, cómo Giaffir perpetró el horrible atentado.
XIII
Como las disensiones de ambos hermanos produjeron el odio, y si fue el amor o la envidia lo que hizo de ellos dos enemigos, lo ignoro completamente, y poco me importa. Entre espíritus altaneros, la menor muestra de desdén, una sola negligencia, basta para sembrar la discordia. Abdalah, mi pobre padre, era renombrado por sus hazañas guerreras, que son todavía objeto de los cantos bosniacos; y las hordas rebeldes de Paswan no han olvidado cuan funesta era su presencia para ellas. Lo que ahora tengo que referirte es su muerte, odioso resultado del aborrecimiento de Giaffir, y cómo descubrí mi nacimiento; averiguación a la que debo, a lo menos, el ser libre.
XIV
Cuando Paswan, combatiendo primero por la vida y después por el poder, llegó a tomar en los muros de Widin una actitud demasiado imponente, los pachás se reunieron al jefe del Estado. Entonces los dos hermanos, iguales en rango, se encargaron, cada uno separadamente, del mando de cierto número de tropas; dieron al viento sus colas de caballo, y fueron a agregarse al ejército en las llanuras de Sofía, donde levantaron sus tiendas en el sitio que se les señaló. ¡Vana precaución, ¡ay de mí!, para uno de ellos! ¿Por qué he de prolongar tanto esta triste relación? Por orden de Giaffir, un veneno sutil como su alma, preparado y vertido en la copa mortal, envió a mi padre al cielo. Al volver un día de caza fatigado, y presa de la fiebre, se había metido en el baño, sin sospechar seguramente que para apagar su sed le presentaría el resentimiento de un hermano semejante brebaje. Un servidor comprado le llevó el vaso pérfido...; mi infeliz padre lo acercó a sus labios y bebió un sorbo; ¡no hacía falta más! Si pudieses abrigar alguna duda sobre la exactitud de los hechos que te refiero, Zuleika, pregúntale a Harun.
XV
Ejecutado el crimen y abatido en parte el poderío de Paswan, aunque jamás aniquilado, Giaffir obtuvo el puesto de Abdalah. ¡Ah! Tú no sabes lo que en nuestro diván obtiene la riqueza, hasta en el ser más despreciable del mundo... Manchado con la sangre de su hermano, Giaffir consiguió posesionarse de todos los honores que habían sido conferidos a su víctima. Es cierto que para comprar los se vio precisado a agotar casi sus tesoros adquiridos por medio de infamias; pero la brecha fue reparada muy pronto. ¿Debo decirte de qué modo? Recorre esas campiñas y pregunta al miserable paisano si sus utilidades llegan a recompensar, los sudores de su frente. Ignoro la causa por que el cruel usurpador respetó mi existencia y me admitió en su palacio. La vergüenza, el arrepentimiento, los remordimientos, la confianza que inspira un niño, la necesidad de adoptar un hijo que el cielo no le había concedido, tal vez una misteriosa intriga o solamente un capricho..., he aquí acaso todo lo que habrá contribuido a salvar mi vida. Pero esta vida, querida Zuleika, no fue nunca dichosa ni tranquila; él no pudo nunca dominar su carácter despótico, y yo... yo no pude perdonarle nunca la sangre de mi padre.
XVI
Giaffir, en su propia casa, se halla rodeado de enemigos; los mismos que le deben la subsistencia no le son fieles en su mayor parte. Si yo hubiese descubierto el misterio de mi nacimiento a todos esos hombres descontentos, la vida del pachá contaría pocas horas de duración. No sería necesario más que un corazón sereno para conducirlos y una mano firme para indicarles el blanco donde deben herir. Pero sólo Harun ha nacido en el serrallo de Abdalah, donde ha ocupado el mismo puesto que hoy ocupa aquí...; él ha sido testigo de la desgraciada muerte de mi padre... y nada pudo hacer hasta ahora para vengarle... ¿Qué poder tiene un esclavo aislado? Sin embargo, procuró preservar al hijo de una suerte semejante. Cuando vio al altivo Giaffir, feliz y triunfante sobre los restos de sus enemigos, subyugados; de sus amigos, infamemente vendidos, me cogió por la mano, a mí, pobre huérfano sin apoyo, y me condujo a la puerta de su palacio, implorando al asesino del padre, la vida del hijo. Y no fue en vano. Se procuró ocultar a todos el secreto de mi nacimiento, y especialmente a mí. Giaffir creyó esta precaución lo suficiente para su seguridad. Abandonó en seguida, con objeto de venir a habitar en esta- costa de Asia, las riberas de la Romelia y nuestros lejanos dominios del Danubio, sin traer consigo más que a Harun, único depositario de sus secretos. Pero este nubio ha comprendido que los secretos de un tirano no son más que cadenas que oprimen con mayor fuerza al cautivo, y que éste desea romper, y me ha revelado 'toda esa tenebrosa historia con muchos otros detalles. Así, en su alta justicia, Alá concede al crimen esclavos, víctimas, cómplices..., ¡pero no un amigo!
XVII
Jefe de una banda de piratas! ¿Qué otra cosa podía llegar yo a ser? Tratado aquí como un desdichado proscripto; excitado por mil desprecios a desear una vida errante, independiente; abandonado a la ociosidad, porque los recelosos temores de Giaffir me rehusaban un corcel y una lanza... ¡Ah! ¡Y cuántas veces, cuántas veces, ¡oh Mahoma!, el déspota se ha burlado de mí en pleno diván, como si mi mano, por flaqueza o falta de voluntad, no se atreviese a empuñar la brida y el sable! Él se iba siempre solo a la guerra y, me dejaba a mí inactivo, desconocido, confiado a los cuidados de Harun, como las mujeres, engañado en todas mis esperanzas, privado de todo medio de ilustrarme; mientras, tú, amada Zuleika, cuya constante ternura había sido el único consuelo de mi desgraciada suerte, eras conducida, para mayor seguridad, a los muros de Brusa, a fin de esperar allí el éxito de la batalla. Harun, compadecido al ver mi alma desolada bajo el yugo de la inacción, consintió, no sin temor, en dar libertad a su cautivo, y rompió mi cadena durante todo el verano, en virtud de la promesa que le hice de volver antes del día en que Giaffir entregase el mando que tenía en el ejército. En vano intentaría describirte la embriaguez de mi corazón cuando, por la primera vez, pude contemplar a mi albedrío la tierra, el Océano, el sol y el cielo, como si mi alma se hubiese identificado con ellos y entrase en posesión de sus más íntimas maravillas. Una sola palabra podrá hacerte comprender este sentimiento sobre humano... ¡Yo era libre! ¡Cesé de sufrir por tu ausencia...; el mundo..., el cielo..., todo era mío!
XVIII
El esquife de un moro fiel me arrebató de esta tierra de ociosidad. Yo tenía la mayor avidez de ver esas alegres islas, perlas de la diadema del viejo Océano. Las fui visitando alternativamente, y muy pronto las conocí todas. Cuán y cómo me reuní a esa banda, a la cual estoy ligado solemnemente, y con la que me he comprometido a vencer o morir, te lo diré en el momento que, realizados nuestros proyectos, llegue esta historia a su completo desenlace.
XIX
Los hombres que componen esa banda, Zuleika, fuerza es decirlo, son hombres sin leyes, de formas groseras, de carácter feroz, perteneciendo a todas las razas, a todas las creencias, pero están dotados de una franqueza sin igual, de un brazo siempre dispuesto, de una obediencia ciega, y de un corazón ansioso de peligrosas aventuras, e inaccesible al temor; amigos de cada uno en particular, fieles a todos, inexorables para los traidores...he ahí lo que les hace instrumentos a propósito para llevar a cabo proyectos aún más extensos e importantes que los míos. Aunque hay algunos que se distinguen de los demás por ciertas cualidades muy recomendables, yo elegí para consejero y confidente a un franco dotado de la mayor prudencia. Entre esos valientes se encuentran también los últimos patriotas de la banda de Lambro, aspirando a los más altos destinos y disfrutando conmigo de una libertad anticipada; con frecuencia, agrupados cerca del fuego de la caverna, desarrollan planes quiméricos, respecto a la manumisión de los Rayas. ¡Ah! Yo les dejo que desahoguen su corazón hablando de esa igualdad de derechos, que el hombre no conocerá nunca. ¡Porque también yo amo la libertad! Sí; quisiera andar errante sobre el Océano, como aquel patriarca navegante, o hacer en la tierra la vida nómada del tártaro! Una tienda en la playa arenosa, una galera entre las agitadas olas valen más para mí que los serrallos y las ciudades. ¡Que mi corcer o mi vela me conduzcan através del desierto o en alas del viento! ¡Oh! ¡Salta, bota alegremente, mi buen caballo de Berbería! ¡Corre, hiende el mar a tu gusto, mi bella proa! Tú, Zuleika, serás la estrella que guíe mis pasos errantes; ven a ocupar y a bendecir mi barquilla; ven a ser para mi arca la paloma de las dulces promesas y la paz. ¡Y si acaso viésemos frustradas nuestras placenteras esperanzas en este mundo engañador, tú serás el arco iris de una vida de tempestades, el rayo de luz de la tarde, cuya sonrisa aleje las nubes y colore el día siguiente con proféticos destellos! Los acentos de tu voz querida serán para mí sagrados como la voz del muezin dirigiéndose desde las murallas de la Meca a los peregrinos prosternados, cariñosos como la tierna melodía que arranca a la muda admiración una lágrima furtiva y dulce como el canto natal a los oídos del desterrado. He preparado para ti en estas islas risueñas una mansión florida como el Edén en su primera hora. Mil espadas, con el corazón y el brazo de Selim, estarán siempre allí para custodiarte, para defenderte, para vengarte, si tú lo ordenas. Rodeado de mi tropa fiel, con mi Zuleika al lado, depositaré a los pies de mi prometida los despojos de las naciones. Con semejantes goces y ocupaciones tales, se olvida fácilmente la ociosa languidez que consume la existencia en el harén. No me hago ilusiones, sin embargo, respecto a mi futuro destino; veo por todas partes innumerables peligros y un solo amor. Pero un corazón fiel compensará bien mis trabajos y los reveses de la fortuna, y hasta la traición de muchos pretendidos amigos. ¡Oh! ¡Cuan agradable es pensar en esas horas amargas, en las cuales pueda encontrarme abandonado de todos; serán endulzadas por tu cariño constante y desinteresado! Para calmar el dolor como para participar de la alegría, confundamos todos nuestros pensamientos, y que nada llegue a separarnos. ¡Sé firme como Selim, y Selim será tierno como tú! Una vez libre, mi deber es el de colocarme como antes, a la cabeza de mis soldados, todos amigos leales entre sí, y declarados enemigos del resto del mundo. Yo, como los demás, quiero usar de mi destreza y de mi fuerza; para ello no pido más espacio que el que puede ocupar la longitud de mi sable de combate. Los tiranos no reinan sino poniendo en práctica la astucia y ¡a violencia; que ésta sea ahora nuestro único instrumento; la otra se empleará en su tiempo; cuando seamos dueños de las ciudades, esas cárceles sociales donde hasta un alma como la tuya se ve expuesta a perderse. Porque la corrupción es capaz de viciar un corazón que los mayores riesgos no han podido alterar; y la mujer, todavía más que nosotros, puede, en un caso dado, dejarse resbalar por esa pendiente fatal de los placeres y de la deshonra...; pero ¿qué estoy diciendo? ¡Atrás, infames sospechas! ¡Mi bien amada no tiene nada de común con vosotras! La vida, Zuleika, considerándola bien, no es más que un juego de azar; y en esta ocasión, sin tener ya que ganar, tenemos mucho que temer..., ¡oh!, mucho. Porque ¿no puedes serme arrebatada, ya por el poder de Osmán, ya por la inflexible voluntad de Giaffir? No obstante, ese temor debe desaparecer ante la brisa favorable que el amor promete esta noche a mi barquilla; ningún peligro puede alcázar a dos amantes que el benigno Dios ha favorecido con su sonrisa. Toda clase de trabajo me será llevadero y dulce contigo; todo clima grato; la tierra como el mar, porque nuestro universo se hallará encerrado en nuestros besos. Si los vientos irritados silban sobre el puente, tus brazos se enlazarán más estrechamente alrededor de mi cuello; el último acento que se exhale de mis labios será, no un suspiro de pesar por la vida, sino una plegaria por ti. La guerra de los elementos no puede asustar el amor; su más terrible enemigo es la sociedad humana. Ese es el solo escollo que lograría detener nuestro curso... ¡En la mar, los peligros duran horas nada más...; en las ciudades, duran años los naufragios! ¡Mas abandonemos tan tristes ideas que se levantan delante de nosotros como horribles fantasmas! Este instante va a favorecer nuestra evasión o estorbarla para siempre. Pocas palabras tengo que añadir para dar fin a mi historia; tú no tienes más que pronunciar una sola y huímos en seguida de nuestros enemigos... Sí, Zuleika..., de nuestros enemigos... ¿Dejará de ser uno Giaffir, y bien terrible para mí? ¿Osman, que intenta separarnos, no debe ser el tuyo?
XX
Voy a concluir, Zuleika. En el plazo convenido estuve aqui de vuelta, pues si no, hubiera peligrado la cabeza de mi guardián Harum. Pocos supieron, ninguno repitió que yo anduviera errante de isla en isla. Desde entonces, aunque separado de mis compañeros y sin abandonar más que raras veces estas costas, nada emprenden aquéllos sin mis avisos. Yo trazo el plan..., adjudico los despojos... Por fin, ya es hora de que tome una parte activa en esos trabajos. Pero el tiempo apremia y mi barca está dispuesta ... Decídete, dejemos detrás de nosotros el odio y el temor. ¡Mañana llega Osman con su acompañamiento; esta noche debe romperse tu cadena! ¡Si quieres salvar a ese bey orgulloso y quizá también al mismo que le ha dado el ser, partamos en este mismo momento, partamos! Si, por ventura, a pesar de lo que solemnemente me has prometido , intentases retractar tu juramento espontáneo..., entonces... permanezcamos...; yo me quedaré contigo... pero no para presenciar tu himeneo, sino para impedirlo a costa de mi vida.
XXI
Zuleika, muda e inmóvil, se parecía a ese mármol,-expresión del dolor, que representa a aquella madre que, perdida su última esperanza, se transformó en piedra: la cabeza, el seno, los brazos de la virgen eran los de una joven Niobe. Antes de que sus labios o sus miradas hubiesen intentado siquiera contestar a Selim, se percibió detrás de las verjas del jardín el brillante resplandor de una antorcha, luego otra, y después de muchas.
— ¡Oh! ¡Huye, huye tú, que no eres mi hermano; tú que eres mucho más todavía!
A lo lejos, en todos los bosquecillos luce la rojiza y funesta claridad; y no solamente se divisan las antorchas, sino que la mano derecha de los que las traen empuña un sable desnudo además. Estos hombres ya se separan y buscan su presa por todas partes; ya vuelven a reunirse, paseando sus hachones y sus resplandecientes aceros. Detrás de todos, blandiendo su cimitarra, el terrible Giaffir exhala su furor. Ya llegan cerca de la gruta... ¡Oh! ¿Serán sus bóvedas el sepulcro de Selim?
XXII
A pesar de todo, Selim permanece sereno.
—¡El momento ha llegado!—dice—. Pronto terminará todo. ¡Un beso, Zuleika; tal vez el último! Si mis valientes, que no deben estar lejos de la playa, oyesen mi señal... Pero son tan pocos... ¡Vana tentativa! ¡No importa..., hagamos el último esfuerzo!
Al mismo tiempo se adelanta a la puerta de la caverna; brilla el fuego y resuena una estrepitosa detonación. Zuleika no se estremece siquiera, ni vierte una lágrima: la desesperación ha helado el llanto en sus ojos, como ha helado su corazón.
— No me oyen..., y aunque me oyesen, no llegarían más que para verme morir; porque el ruido causado por mi disparo atrae los enemigos hacia nosotros. Llegó el momento. ¡Sal de tu vaina, espada de mi padre! ¡Jamás has brillado en un combate más desigual! ¡Adiós, Zuleika! ¡Adiós, tierna amiga mía! ¡Oh! Retírate, permanece en lo interior de la gruta... Allí estarás en seguridad, pues su cólera no se exhalará contra ti sino en palabras. No des un paso fuera de este asilo... Un alfanje..., un puñal..., una bala perdida, podía alcanzarte. Nada temas por tu padre. ¡Muera yo mil veces antes de que mis golpes se dirijan contra él! ¡Aunque su mano haya vertido el funesto veneno, aunque me haya tratado el déspota como a un vil esclavo..., nada temas! Pero ¿he de presentar humildemente mi pecho a sus odiosos secuaces? ¡No! ¡Sólo Giaffir será exceptuado!
XXIII
Selim se lanza furioso hacia la playa: el primero que encuentra cae a sus pies, hendida la cabeza, el cuerpo expirante. Otro sufre la misma suerte. Pero un enjambre de enemigos le rodea, le cierra el paso; el joven, hiriendo a derecha e izquierda, se abre camino y consigue tocar casi a las olas, que parecen correr a su encuentro. La barquilla se acerca; no dista de él ni aun cinco veces la longitud de un remo; sus compañeros hacen esfuerzos inauditos para arribar... ¡Oh! ¿Llegarán a tiempo para salvarle? En el momento en que el pie de Selim se moja con la primera ola, sus guerreros se arrojan al mar; sus sables resplandecen a través de la rizada espuma; las montañas de agua los envuelven; pero ellos, frenéticos, incansables, nadan con vigor, a fin de acercarse a la orilla... Ya llegan..., ya tocan por fin en tierra. Llegan...; pero, ¡ay!, sólo para aumentar la carnicería y la matanza... ¡La sangre de su valiente jefe ha enrojecido ya las ondas!
XXIV
Sin haber sido alcanzado por las balas, desflorado apenas por el acero, vendido, sitiado por todas partes, Selim había llegado a ganar el límite en que la arena y las olas se tocan... Pero, en el momento en que su pie iba a abandonar la tierra firme, en que su brazo lanza el último golpe mortal, ¿por qué vuelve su cabeza? ¿Por qué sus ojos buscan aún alguna cosa inútilmente?
Esta detención, esta mirada fatal han puesto el sello a su sentencia de muerte o a su eterna esclavitud. ¡Ah! ¡En medio de los peligros y de los dolores la esperanza se abriga todavía en el corazón de un amante! Cuando se hallaba de espaldas al irritado mar y con sus fieles compañeros detrás de él, y bastante próximos, una bala silbó de repente:
—¡Así perezcan todos los enemigos de Giaffir!
¿Qué voz es la que se acaba de oír? ¿Qué arma ha sido disparada? ¿Qué mano ha lanzado ese dardo de muerte que ha resonado en el silencio de la noche demasiado cerca, y demasiado bien dirigido para errar el blanco? ¡Es tu voz, tu arma y tu mano, asesino de Abdalah! ¡Tu odio ha preparado con horrible calma la muerte del padre y hoy concluye bien rápidamente con el hijo!
La sangre brota del pecho de Selim a copiosos borbotones, y tiñe de suave rosa la blancura de la espuma marina. Si los labios de la víctima exhalaron acaso algún débil gemido, fue ahogado en seguida por el ruido de las olas.
XXV
La mañana disipa lentamente las masas de nubes, que de ninguna manera revelan haber sido testigos de un combate; a los gritos que durante el reinado de las sombras turbaron el silencio de la bahía, ha sucedido la tranquilidad más completa; pero en los arenales se puede observar aún vestigios de la lucha, fragmentos de sables rotos, huellas de pasos multiplicados, y, sobre la arena, estampadas las señales de más de una mano convulsiva; más lejos, una antorcha extinguida, una barquilla desamparada, y en medio de las algas que se acumulan en la playa, en el lugar en que ésta se inclina hacia el abismo, una capa blanca; una capa blanca desgarrada en toda su longitud y señalada con una mancha de un encarnado oscuro, sobre la cual pasa el agua sin borrarla. Pero el que llevaba esta capa blanca ¿dónde está? Vosotros, los que tengáis necesidad de llorar sobre esos restos mortales, id a buscarlos a las riberas de Lemnos, donde la corriente suele depositar su carga después de haberla paseado alrededor del cabo de Sijeo. Allí, las aves de rapiña lanzan gritos salvajes revolando encima de su presa, que no se atreve a tocar con sus picos hambrientos, porque, agitada sin cesar sobre aquella almohada movible, la cabeza del cadáver se levanta mecida por las olas, y la mano, impelida por un extraño movimiento, que no es el de la vida, parece que está amenazando todavía, elevándose con la oleada y descendiendo otra vez con ella. ¿Y qué importa que ese cadáver desapareciese en aquel sepulcro vivo? El ave que desgarra esas formas inanimadas no haría otra cos a más que arrebatar la presa a viles insectos. El único corazón que hubiera sangrado, los únicos ojos que hubieran llorado, viendo morir a Selim; el único corazón que hubiera sufrido horrorosos tormentos junto a esos miembros encerrados en una tumba; el único corazón, los únicos ojos que se hubieran afligido hasta el último extremo al pie de la fosa fúnebre adornada con un turbante... serían el corazón y los ojos de Zuleika. ¡Pero el corazón de Zuleika está despedazado ya..., y sus ojos se han cerrado... sí... cerrado para siempre..., antes aún que los de su amante!
XXVI
Un canto de duelo se deja oír cerca de las olas del mar de Hele: los ojos de las mujeres están húmedos, las mejillas de los hombres están pálidas. ¡Zuleika! ¡Ultimo vástago de la raza de Giaffir! El esposo que te estaba destinado ha llegado demasiado tarde: no ve, no verá jamás tus facciones. ¿No hieren ya sus oídos los lejanos sonidos del WulWuleh? Las plañideras de fúnebre cortejo, que lloran en el umbral de la triste morada, las voces que entonan el himno del destino indicado por el Corán, los esclavos que permanecen silenciosos con los brazos cruzados, los suspiros que se oyen en la sala, los gritos que se elevan en las alas de la brisa, ¿no le cuentan a un tiempo el suceso fatal? ¡Oh, Zuleika! ¡Tú no has visto caer al desgraciado Selim! ¡Desde el terrible momento en que abandonando la caverna se separó de tu lado, tu corazón dolorido se desgarró completamente. ¡Selim era tu esperanza, tu alegría, tu amor, lo era todo para ti! ¡Tu pensamiento se dirigió hacia aquel que no podías salvar, y esta idea produjo en ti la desesperación, y luego... la muerte! ¡Un grito se exhaló de tu pecho..., un grito desgarrador..., y enseguida quedaste tranquila, ¡ay, de mí! ¡Paz a tu pobre corazón destrozado! ¡Paz a tu tumba virginal! ¡Dichosa Zuleika, a pesar de todo, pues no has perdido de la vida más que lo que ésta tiene de peor! ¡Ese dolor tan profundo, tan terrible, es verdad, era, sin embargo, tu primer dolor! ¡Oh, tres veces dichosa! No tener que experimentar, no tener jamás los tormentos de !a ausencia, de la vergüenza, del orgullo ultrajado, de los remordimientos, esas angustias más que insensatas, ese gusano roedor que no muerde nunca, que nunca muere; esos pensamientos que oscurecen el día y pueblan la noche de fantasmas, que temen la oscuridad y huyen de la luz, que circulan alrededor del corazón palpitante y le desgarran sin cesar... ¡Ah! ¡Por qué no le consumen de una vez!
¡Infeliz de ti, cruel e imprudente pachá! ¡En vano cubres con ceniza tu cabeza, en vano empuñas el cilicio con esa misma mano que hizo perecer a Abdalah y a Selim! ¡En vano te arrancas tu blanca barba en el acceso de una desesperación impotente! ¡El orgullo de tu corazón, la bella desposada del poderoso Osman, la que tu sultán mismo te hubiera pedido para esposa si llegara a verla, tu hija, en fin, ha muerto! ¡Ha caído para no levantarse más ya la esperanza de tu vejez, el único rayo del crepúsculo de tu vida! ¿Y quién ha podido extinguir ese dulce y luminoso rayo de las olas de la mar de Hele? ¡La sangre que tú has derramado, asesino! Escucha, Giaffir, a ese grito de tu desesperación:
—¡Hija mía! ¡Hija mía! ¿Dónde está?
El eco responde:
—¿Dónde está?
XXVII
En ese recinto donde se divisan millares de sepulcros bajo la triste sombra de los cipreses, de estos árboles que en medio del luto que les rodea están llenos de vida y no se agostan jamás aunque sus ramas y sus hojas lleven impresos el sello de un dolor eterno como el dolor de un primer amor desgraciado... En ese recinto, hay un sitio siempre florido. En este sitio del jardín de la muerte, una sencilla rosa, tierna y pálida, esparce su aroma solitario; es tan blanca que se diría que la mano de la desesperación la había plantado; tan débil, que la más insignificante brisa podría dispersar sus pétalos en el aire. Y, no obstante, en vano la atormentan el frío y las tempestades; en vano manos más rudas que el mismo aliento del invierno la arrancan de su tallo. Al día siguiente se la ve florecer de nuevo. Un genio debe cultivar la planta con amoroso cuidado y regarla con sus lágrimas celestiales, pues (las vírgenes de Hele lo saben bien) esta flor no puede tener nada de terrestre cuando desafía así el soplo agostador de las tempestades y consigue dar vida siempre a un nuevo capullo, sin necesidad de las benéficas lluvias de la primavera, ni de los calores del estío. Para ella únicamente canta durante toda la noche un pájaro que nadie ve, aunque parece estar muy cerca de ella; las alas de este pájaro son invisibles; pero las notas simpáticas y prolongadas de su canto son dulces como el arpa de una hurí. Podría ser tal vez un ruiseñor, mas aunque melancólica, la voz del ruiseñor no tiene tales acentos, porque los afortunados que han podido oírlos son detenidos en este recinto por una atracción irresistible y vagan errantes de un lado a otro llorando, como si amasen sin ser correspondidos. Pero sus lágrimas son tan dulces, su pena tan exenta de terror, que ven con pena venir la aurora a interrumpir aquel misterioso encanto que ellos quisieran prolongar indefinidamente. A los primeros albores de la mañana, cesa la mágica melodía. Algunos han llegado a creer (hasta tal punto los bellos desvaríos de la juventud nos alucinan) que esas notas penetrantes y graves articulaban el nombre de Zuleika. Desde la cima del ciprés que crece sobre su tumba es donde resuena en el aire esa palabra de sílabas límpidas sobre su humilde lecho virginal, es donde la blanca rosa ha nacido... Allí se había colocado una lápida de mármol...; pero... un día por la tarde se puso, y a la mañana siguiente no se encontró ya en su sitio. Y, sin embargo, ningún brazo mortal tocó a este monumento fúnebre profundamente encajado en la tierra...; pero si se ha de dar crédito a lo que cuentan las leyendas de las orillas de la mar de Hele, la marmórea losa apareció colocada en el mismo paraje donde Selim había muerto. Allí está bañada por las mugidoras olas que han rehusado al hijo de Abdalah una sepultura más santa. De noche, dicen, se ve inclinarse sobre ella una cabeza lívida rodeada de un turbante, y este mármol al borde de la mar es llamado "La almohada del pirata". En el sitio donde al principio se había puesto, cubriendo el delicado cuerpo de la hija de Giaffir, florece todavía todas las mañanas la rosa solitaria y bañada de rocío, la rosa pura, fría y pálida como las mejillas de la hermosa que derrama algunas tiernas lágrimas al recorrer las páginas de esta dolorosa historia.
FIN