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William Shakespeare

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Más es el ruido que las nueces

3. La acerada flecha de Cupido

5 Capítulos

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Paseábase solo Benedicto en el jardín de Leonato, diciendo para sí:

Y escondiose prontamente Benedicto, al ver que asomaban D. Pedro, Claudio y Leonato, acompañados de algunos músicos.

— ¡Hola!, vamos a ver si nos recreáis con alguna buena música— exclama D. Pedro sentándose en un banco que cerca de la glorieta había. —Mirad a donde ha ido a esconderse Benedicto— añade en voz baja, dirigiéndose a Claudio.

—Bien, bien, señor mío—responde Claudio: —cuando la
música haya terminado, le daremos en que entender.

—Ven, Baltasar—dícele D. Pedro; —repite esta canción.

Por lo cual empezaron a rasguear las cuerdas de sus instrumentos, y Baltasar canto:

Basta de suspiros, señores, basta;
Siempre el engaño distinguió a los hombres;
Un pie puesto en el mar y otro en la arena,
Es la inconstancia su inherente dote.
Basta de suspirar; dejadlos quietos,
Ya la alegría a vuestras almas torne
Y a vuestros ayes de dolor sucedan.
Regocijadas voces:
Tra-ra-lá, tra-ra-lá.
No cantéis ya más lúgubres cantos
De pesadas y estúpidas penas:
Siempre fueron falaces los hombres,
Siempre verde será primavera.
Basta de suspirar; dejadlos quietos,
Ya la alegría a vuestras almas torne,
Y a vuestros ayes de dolor sucedan.
Regocijadas voces
Tra-ra lá, tra-ra-lá.

— ¡Bravo!—exclama el príncipe; —por mi vida, que es esta una bonita canción. Baltasar, ya puedes ingeniarte para procurarnos una buena orquesta para mañana por la noche, pues queremos que toque debajo de la ventana de Hero.

—Haré cuanto pueda por conseguirlo, señor— responde
Baltasar.

—Muy bien, adiós... Eh, Leonato; ¿no me dijiste el otro día que Beatriz estaba enamorada del señor Benedicto?—continuó D. Pedro, al retirarse la banda de músicos.

—Ea, adelantémonos un paso —dice Claudio al oído a don Pedro; pronto cazaremos al pájaro. —Y levantando la voz para que Benedicto lo oyera, añadió: —Jamás hubiera yo creído que esta mujer pudiese prendarse de un hombre...

—Ni yo tampoco—dice Leonato; - pero lo más gracioso del caso es que se ha enamorado del señor Benedicto, hombre a quien antes detestaba, si hay que creer a las visibles manifestaciones que hizo siempre de desvío.

— ¿Es posible? ¿Soplará el viento de este lado?—murmura atónito Benedicto desde su escondrijo.

—Confiésoos, señor —prosiguió Leonato, —que no sé qué pensar de ello; pero no podéis imaginaros a qué extremos la lleva la pasión por este hombre.

—Pero ¿es que ha declarado ya su pasión a Benedicto?
pregunta D. Pedro.

—No, y jura que jamás se la declarará, y que esta es precisamente la causa de su suplicio—responde Leonato.

—Así es—replica Claudio: —y Beatriz da la razón: « ¿Cómo puedo (dice) escribirle que le amo, después de tantas pruebas de desdén como le he dado?»—«Yo calculo lo que haría él por lo que haría yo si él me escribiese (añade), que me mofaría de él; y eso, que le amo de veras;»—dice Leonato.

—Y ¡la pobrecita, en esta lucha de ansias y vacilaciones llora y solloza, golpéase el pecho y arráncase los cabellos!...— dice Claudio.

—La exaltación de mi sobrina es tan grande que a veces me hace temer que atente contra su vida; —dice Leonato.

—Si se obstina, pues, en no declararse—replica D. Pedro, —bueno sería que hubiese, quien se encargase de ello.

—¿Para qué?—pregunta Claudio.—Tomaríalo Benedicto a broma y haría de ello un nuevo motivo de tormento para la pobre muchacha.

—¡Obra meritoria haría, pardiez, quien colgase de un palo a este criminal!—exclama D. Pedro indignado.—¡Una joven tan amable y cumplida!..

— ¡Y de un talento superior para todo!...—añade Claudio.

—Para todo, menos para amar a Benedicto, replica D. Pedro.

—¡Ah, señor, lo lamento justísimamente, no solo como tío sino también como tutor que soy de la pobre muchacha!— dice Leonato.

—¡Ojalá me hubiese tornado a mí como objeto de su afección!— dice D. Pedro;—pues con gusto me hubiera casado con ella. Ahora bien, Leonato, daos prisa a hablar del asunto a Benedicto, pues estoy impaciente por Beatriz, y hay que saber qué es lo que responde Benedicto, para ir de acuerdo.

—No le digáis nada, señor—dice Claudio;—Beatriz seguirá más bien los dictados de la razón, y ahogará su amor.

—Imposible—exclama Leonato;—primero morirá en la refriega Beatriz; su corazón no lo resistirá.

—Bueno—dice D. Pedro:—hablaremos de ello a vuestra
hija. Yo quiero mucho a Benedicto, y me atrevo a esperar que examinándose fríamente a sí mismo, confesará con toda humildad que no es digno de tan cumplida mujer.

—¿Os venís con nosotros señor? La comida está a punto— dice Leonato.

—Si después de todo esto, no enloquece por ella, ya no
confió en nada—dice Claudio, chanceándose, al retirarse los conspiradores.

—Ahora, vamos a armar el mismo lazo a Beatriz— dice don Pedro;— esto correrá a cargo de vuestra hija y de su doncella. Lo chusco será que cada uno se creerá ser objeto de la pasión del otro, siendo asique no habrá nada de verdadero: será una escena muy graciosa... Hagamos que Beatriz le invite a comer.

Así que hubieron desaparecido de allí, salió Benedicto de su escondrijo, profundamente impresionado por cuanto les oyera decir.

—¡Pobre muchacha!— decía para sí.—Ella verdaderamente me ama, y yo he de corresponder a este amor. ¡Y qué censuras se me han dirigido! ¡Parece mentira! ¿Decir que yo he de corresponder a su amor con desdenes y que ella querrá más morir que darme una prueba de afecto?.. No, yo no había pensado casarme... Yo no puedo tampoco parecer orgulloso, antes bien he de poner término a mis altivos desdenes. ¡Dichoso aquel que oye censurar sus defectos y tiene ocasión de enmendarse de ellos! Dicen que Beatriz es bella; es una verdad de la que yo soy testigo. Que es virtuosa; es verdad y no pienso lo contrario. Que tiene talento y que da de ello pruebas, si no es al amarme a mí: efectivamente no es ésta una gran prueba de talento, pero tampoco lo es de locura, ya que yo voy a enamorarme perdidamente de ella. Ya puedo prepararme a oír sarcasmos y burlas por lo mucho que he hablado contra el amor y el matrimonio; pero ¿acaso no puede cambiar de opinión el hombre?.. cuando yo decía que moriría soltero, no pensé jamás que viviría hasta la fecha de mi casamiento. Pero... ¡cuidado!... que viene Beatriz... ¡Vive Dios que es una guapa mujer! Y me parece que observo en ella señales de amor...

Ignorando lo que ocurriera poco antes, adelántase Beatriz, y con su habitual manera burlona de hablar, dice a Benedicto:

—Muy a pesar mío, se me ha diputado para invitaros a tomar asiento en nuestra mesa.

—Hermosa Beatriz—contesta Benedicto; —gracias por la molestia que os habéis tomado.

—No, al contrario; pues no me he tomado yo mayor molestia para merecer estas gracias que me dais, que la que os habéis tomado vos para dármelas—responde fríamente Beatriz:— estad seguro que, de haberme causado tal encargo la menor pena, lo hubiera rehusado.

— Así, pues, ¿para vos ha sido un placer el cumplirlo?— objeta Benedicto.

—Sí, el mismo que se experimenta al tomar un cuchillo para matar una corneja—dice riendo Beatriz.—¿Acaso no tenéis apetito? Ea pues, adiós.

Y le volvió muy tranquilamente la espalda.

—¡Ah!... «Muy a pesar mío se me ha diputado para invitaros a tomar asiento en nuestra mesa...» Aquí hay doble sentido— dijo para sí Benedicto.— «No me he tomado yo menor molestia para merecer estas gracias que me dais, que la que os habéis tomado vos para dármelas... » Es como si dijera: «La molestia que me tomo por vos me es tan dulce como el agradecimiento que mostráis». Si no tengo, pues, compasión de ella, soy un villano; si no la amo, soy un judío. Voy a procurarme su retrato.

El mismo lazo que pusieran D. Pedro, Claudio y Leonato
para coger a Benedicto, prepararon para Beatriz, su prima Hero y sus doncellas Margarita y Úrsula. Procuraron que Beatriz fuese al jardín, y una vez alii, creyéndose que nadie la veía, oyó cómo discurrían ellas sobre el amor de Benedicto. Las tres mujeres hablaron en el mismo sentido que lo hablan hecho ellos, tratando de la confiada afección de Benedicto, de sus muchas y buenas cualidades y del temor que tenia de disgustar a Beatriz si descubría de algún modo su pasión. Decían que era lástima que la señora Beatriz fuese tan altiva y recalcitrante, y que no se atreverían jamás a abogar por Benedicto, por temor a que ella tomase a risa sus palabras y le sirviesen de materia para nuevas chanzas y burlas.

—A pesar de todo, yo, en vuestro lugar, le hablaría, y quisiera saber su parecer—dijo Úrsula a Hero.

—No—replicó Hero;— mucho mejor me parece ver a Benedicto y aconsejarle que combata su pasión.

Cumplido esmeradamente su cometido, retiráronse las señoras, dejando a Beatriz maravillada de cuanto había oído y trocada completamente su altivez en un peregrino sentimiento de amor.

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