De Ramiro Varela a Celia Gamboa
Divina:
Acabo de recibir tu telegrama. Sé que nada puede detenerte ya, ni siquiera esta carta mía, que no podría llegar a tus manos.
La escribo, pues, para que la leas a tu llegada, y más que para todo, para llenar de ti, de tu recuerdo, los momentos que aun nos separan.
Vienes, Divina.
Mañana estarás a mi lado, volveré a verte, sentiré la dulce caricia de tus manos buenas, el divino contacto de tus labios, el piadoso correr de tus lágrimas, la armoniosa y consoladora palabra tuya.
¡Divina, qué feliz, qué enormemente feliz me haces!
Cuánto he ambicionado, cuánto he deseado ese momento que no esperaba, que sabía que no iba a llegar, porque no debía llegar, porque yo no quería que llegase, y que, sin embargo, llegará . . .
Cuánto he sufrido, Divina, por tu ausencia. Sin embargo, te amo tanto, que, a pesar de mi enorme ansia por romperla, de mi ferviente deseo de llamarte, he preferido agotar todos los recursos para inducirte a quedarte, para evitarte todos los conflictos que tu conducta te va a ocasionar.
Quería, que en este derrumbamiento definitivo, se salvara una probabilidad, par ti, de ser dichosa.
Tú no lo has querido; más bien dicho, tu amor no lo ha querido.
Y yo te lo agradezco. Divina, con toda mi alma.
Por fin puedo hablar con sinceridad, sin necesidad de la horrible tortura que era para mí aconsejarte continuar al lado de tu marido.
Tu marido . . .
Con qué ecos dolorosos resuena para mí esa palabra.
Cuando tú vengas, nunca hablaremos de eso, jamás evocaremos el recuerdo angustioso de ese nuestro martirio.
Tenemos tan poco tiempo para estar juntos, que nos será pequeño para llenarlo con nuestros besos.
¡Si vieras qué mal estoy. Divina! Casi no vas a reconocerme.
No soy ni la sombra de lo que fui. Si aun vivo, es quizá sostenido por la secreta esperanza, hoy confirmada, de volverte a ver.
Y sí no estuviera tan seguro de tu cariño, sí no supiera que tu amor está más allá de mi ruina, tendría vergüenza de mostrarme ante ti en este estado.
Estoy tan flaco, tan demacrado, tan consumido, que no quiero ni mirarme al espejo. Triste resaca que la vida arroja a sus orillas, no puedo inspirar sino lástima, una lástima, una compasión que leo en todos los rostros y que me humilla, que lastima a los últimos restos de mi orgullo.
Pero contigo será distinto. Porque la piedad que te inspire estará saturada de simpatía, siendo hija de tu gran amor.
Y no me verás como soy, sino como tu cariño quiere que esté.
Y para tu cariño. Divina, para ese cariño sacrosanto que te eleva y te sublimiza, porque ha sido más fuerte que el dolor, más grande que la ausencia, yo no habré cambiado: seré siempre el mismo, ese muchacho fuerte que te sostuvo, ¿recuerdas?, contra el embate de la ola, y que hoy ya no puede sostenerse ni a sí mismo.
Mí debilidad, lejos de ahuyentarte, te atará más a mí, porque hará surgir en tu corazón el único amor que aun por mí no has sentido: ese cariño maternal que albergan todas las mujeres para los débiles, para los que sufren, para los que necesitan un sostén y un consuelo.
Y tú. Divina, que fuiste la novia soñada, la mujer que se deseó hasta el frenesí, la amiga, la compañera, serás ahora un poco mi madrecita, esa madrecita que nunca tuve, quizá porque Dios quiso que ese papel también te estuviera reservado a ti, para que pasases por mi vida monopolizando todos los afectos, todas las facetas en que puede mostrársenos la mujer.
Cuando tú llegues, verás que nuestros besos tendrán un sabor nuevo. Estarán sazonados por nuestras lágrimas, por nuestro dolor, y como sabemos que nos queda poco tiempo para gustarlos, como sentiremos continuamente rondar a la muerte en torno de mí, esperando el momento propicio para interrumpirlos, serán más intensos, más sabrosos, más apreciados que antes, pues nunca estaremos seguros de que aun podremos dar otro, y nuestro beso siempre podrá ser el último.
No nos animaremos a separar nuestros labios, sobrecogidos por el temor de no poder volver a juntarlos ya.
¡Oh, Divina! Yo, que soñé en crespones, unos pobres instantes de angustiosa incertidumbre.
Y ahora, "Divina, me asalta un remordimiento. En estos momentos de solemne sinceridad, frente a frente con mi conciencia, me siento culpable de tu dolor.
Me martiriza la idea de que no procedí bien, de que debí abjurar antes de mis ideas para salvar nuestro amor.
Yo no debí permitir nunca que tú te alejaras de mí, aun pensando como pensaba, que tu alejamiento era pasajero. Tú sufres ahora por causa mía y por causa mía has destrozado tu vida.
Perdónamelo, Divina.
Esa es mi última angustia.
...
He interrumpido esta carta porque mi debilidad es tan grande que me veda el esfuerzo de concluirla sin descansar. Por eso, escrito lo que antecede, he cerrado los ojos y pretendido dormir.
Pero fue en vano.
Otra idea ha venido a torturarme.
No nos podremos besar, Divina.
Mi boca está maldita, envenenada.
En su aliento está agazapada la muerte y el contagio.
¿Lo oyes, Divina?
No nos podremos besar. . .
Ahora, casi desearía que no vinieses.
Sería un suplicio menos.
Ya no sé lo que escribo.
Sólo así he podido estampar el deseo de que no vengas.
Sí, debes venir. Venir aunque no nos podamos besar. Aunque no puedas acercarte a mí. Aunque no pudieras verme.
Te vería yo, a través de una rendija, por medio de un espejo o valiéndome de cualquier subterfugio. Pero verte antes de morir. Verte una vez más, aunque sea fugazmente, sólo cuando tú pases.
Y si esto no fuera posible, me conformaría con oír el eco de tu voz lejana, con que me enviaras tu pañuelo con ese perfume que tanto me gustaba. . . Y si tampoco eso fuera posible, me conformaría con saberte cerca, con el consuelo de saber que tus lágrimas serán las primeras que por mí se derramen, una vez que haya sonado la hora . . .
Siento que la vida me abandona. Hay momentos en que se paralizan mis movimientos, y una frialdad espantosa comienza a invadirme.
Pienso entonces que me voy a morir antes que tú llegues, antes de saborear la infinita felicidad de volverte a ver.
Imagino la escena de tu llegada.
Una vez detenido el tren, te arrojarás del vagón, llevando en la mano el pequeño maletín de viaje en el que apresuradamente has colocado unas pocas ropas.
Tomas un coche y te haces conducir a escape a mi casa, extrañada de que nadie te haya ido a buscar. En el camino te asaltará un mal presentimiento. Entonces, presa de una angustia, exigirás al cochero que apresure a los caballos.
Instantes después el coche se detendrá frente a mi puerta.
Allí se hallarán unas cuantas personas del lugar, de esas que husmean la muerte y van a solicitar las ropas de los difuntos.
Torturada por el presentimiento, te arrojarás del coche y penetrarás en la casa.
En el vestíbulo, mi padre, con los ojos enrojecidos e hinchados, te detendrá con un gran gesto mudo, de desolación.
Entonces tú comprenderás y te arrojarás en sus brazos.
— Ramiro, mi Ramiro — has de sollozar tú.
Y mi padre, con la garganta anudada por el llanto, te responderá:
— Demasiado tarde, hija mía.
Y te traerá aquí, a mi dormitorio, donde yo estaré, tendido en mi lecho, frío ya . . .
Te abrazarás a mis despojos y llorarás. Llorarás hasta que mi padre te arranque de mi lado.
Será cuando vengan a llevarme. . .
¡Pobre Divina mía! Para eso, para presenciar eso, habrás renunciado tú a tu hogar, a tu porvenir, a todo. . .
No; es imposible. Eso no puede ser, y no será. Mi voluntad me mantendrá vivo hasta que tú llegues. Es una cita sagrada a la cual no debo faltar.
Dios no podría permitirlo.
Y si Dios lo permitiera, yo vendería mi alma al diablo por unas cuantas horas más de vida.
Las precisas para que tú llegues.
Las precisas para que yo sea feliz viéndote llegar.
Ramiro.